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Hemingway, Camus y cuando París era una fiesta
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Borja Negrete

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Hemingway, Camus y cuando París era una fiesta

París es la ciudad del amor, pero también un gran cementerio. Quizá por ese pulso eterno que mantienen la vida y la muerte. Por sus calles uno aspira a evocar a Hemingway, Albert Camus o Scott Fitzgerald

Foto: La actriz María Casares y el escritor Albert Camus / EFE.
La actriz María Casares y el escritor Albert Camus / EFE.

En ‘París era una fiesta’, Hemingway recuerda a las almas en pena que frecuentaban el Café des Amateurs. Se llenaba de calor y el humo empañaba los cristales. Era un “café tristón y mala sombra, y allí se agolpaban los borrachos del barrio y yo me guardaba de entrar porque olía a cuerpo sucio y la borrachera olía a acre”.

Dice el escritor que “los hombres y mujeres que frecuentaban el Amateurs andaban bebidos casi siempre”, y que su opción favorita era el vino, “litros o medios litros”. El americano prefería el Café de la place Saint-Michel. “Simpático, caliente y limpio y amable”. Además, allí coincidió con “una chica de cara muy linda”, a la que miró como se mira a las obras de arte: con distancia y sentimiento de inferioridad.

No deja de ser gracioso que un alcohólico como Hem huyera de los locales de “borrachos”. Cuando escribió estas líneas habían pasado 30 años y cuatro esposas desde su vida bohemia en París, y faltaban más de 10 para que se volase la tapa de los sesos con una escopeta de dos cañones.

placeholder Ernest Hemingway visita a Pío Baroja enfermo de arterioesclerosis en su domicilio madrileño / EFE.
Ernest Hemingway visita a Pío Baroja enfermo de arterioesclerosis en su domicilio madrileño / EFE.

Aquel suicidio fue la detonación definitiva del París que era una fiesta. Hoy nos quedan retazos en su libro del mismo nombre, recuerdos de los que se comparten con el codo apoyado en la barra de un bar. Una visión histórica y literaria de la ‘generación perdida’, de los escritores, los Cafés y los amantes.

París es la ciudad del amor, pero también un gran cementerio. Quizá por ese pulso eterno que mantienen la vida y la muerte. Eros y tánatos. Por sus calles uno aspira a evocar a Hemingway, Albert Camus, Scott Fitzgerald y tantos otros, como el personaje de Owen Wilson en la película de Woody Allen, Midnight in Paris.

Y quizá con la suficiente imaginación y el escenario adecuado sea posible. Cenar en un bistrot de la Isla de la Cité, mirando al Sena y con Notre Dame cerca, despierta la creatividad de cualquiera. O al menos esa sensación de sentirse especial unos instantes, de que la existencia se concentra en ese pequeño rincón en el que degustas un vino, el mobiliario es de madera y la noche suena a jazz.

Foto: Matilda de Angelis y Liev Schreiber en 'Al otro lad del río y entre los árboles'. (Oliete Films)
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París es el retrato viviente de que el tiempo pasa, de que el reloj es inmisericorde incluso con los más ilustres. La casa donde vivió Hemingway durante cuatro años, entre 1921 y 1925, es hoy un restaurante abandonado. En su interior se amontonan mesas y trastos viejos, como un cartel que indica que hay ‘Happy hour’ (descuentos en las bebidas) desde las 17 hasta las 21 horas. En ese mismo local desangelado murió el poeta Verlaine antes de la llegada de Hemingway, su mujer Hadley y el pequeño Bumpy.

En París pasó también sus últimos días Oscar Wilde, después de haber dado con sus huesos en la cárcel por mantener relaciones homosexuales con un aristócrata británico. La hacienda donde se alojó es hoy un hotel de lujo. El escritor Manuel Vilas me contó que valía 1.000 euros pasar una noche en la habitación donde murió Wilde.

Por supuesto, el Café de Flore está lejos de ser aquel lugar que frecuentaban Sartre, Beauvoir y Camus. Mantiene la elegancia y quizá parte de la estética, pero su condición de atracción turística (y sus precios) hacen más difícil evidenciar que aquel lugar fue la cuna de la filosofía existencialista.

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Albert Camus

Es inevitable no pasar por Shakespeare and Co., la librería de Sylvia Beach que era refugio de los escritores de la época. No en pocas ocasiones le regaló libros a Hemingway cuando este no tenía un duro. Huele a humedad y libros antiguos. En el piso de arriba, una mesa con una máquina de escribir da a un ventanuco desde el que se vislumbra el río. Y el impulso que siente uno es el de sentarse y empezar a escribir su obra maestra, que en realidad nunca será obra ni mucho menos maestra.

Foto: Sartre y Camus

Me gusta pasear por París y sentir esa suerte de nostalgia por los gloriosos tiempos pasados que uno nunca ha vivido. Quizá no fueron tan gloriosos. Mejor dicho, no lo fueron, pero los mitómanos no tenemos remedio. María Casares y Albert Camus alumbraron su amor en París cuando estaba ocupado por los nazis. El amor en mitad de la muerte. Eros y tánatos. Cómo no sentir pasión por esa ciudad de la que habla Humphrey Bogart con Ingrid Bergman en ‘Casablanca’: “Siempre nos quedará París”.

París es una ciudad que suena a mística y melancolía, como la palabra boulevard. Uno de mis rituales favoritos es pasear por Notre Dame de noche. El lugar se vacía y la iglesia, iluminada en medio del Sena, parece un hálito de esperanza en la tormenta. A un lado está el Pount au Doble, donde muchas noches hay parisinos tocando la guitarra. Y es ahí, entre la música, Notre Dame y el Sena, cuando uno recuerda por qué París era una fiesta. Que aquella ciudad que marchó quizá nunca se ha ido. Que, por un instante, todo tiene sentido.

En ‘París era una fiesta’, Hemingway recuerda a las almas en pena que frecuentaban el Café des Amateurs. Se llenaba de calor y el humo empañaba los cristales. Era un “café tristón y mala sombra, y allí se agolpaban los borrachos del barrio y yo me guardaba de entrar porque olía a cuerpo sucio y la borrachera olía a acre”.

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