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GP de Mónaco: un helicóptero en el comedor de casa
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Javier Rubio

Dentro del Paddock

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GP de Mónaco: un helicóptero en el comedor de casa

“Ir a Mónaco siempre era especial.  Cuando salías con el coche en las primeras vueltas del fin de semana, siempre te decías a ti mismo, “¡Buah,

“Ir a Mónaco siempre era especial.  Cuando salías con el coche en las primeras vueltas del fin de semana, siempre te decías a ti mismo, “¡Buah, mierda!, ¡este sitio es sobrecogedor!”. Imaginen el desafío que representa la pista de Montecarlo cuando un superdotado como Alain Prost se expresaba así. Un trazado especial en el que los pilotos encuentran “una motivación extra”, como el mismo Prost reconocía. Porque Mónaco separa, además, a los genios de los grandes pilotos. No en vano Ayrton Senna ganó seis veces, Granham Hill y Michael Schumacher, cinco, y Prost, cuatro. Decía Niki Lauda que en todos los circuitos, el 80 por ciento del resultado dependía del monoplaza y el veinte restante del piloto. En Mónaco, según el austríaco, siempre es a la inversa.

 

"Montar en bicicleta en el cuarto de baño"

 

Es un circuito estrecho y ratonero. Para Nelson Piquet, rodar en él era “como volar con un helicóptero en el comedor de casa”. También en el terreno de las “soluciones habitacionales”, David Coulthard lo comparaba a “montar en bicicleta en el cuarto de baño”. En Mónaco un adelantamiento es un trébol de cuatro hojas. La pista está llena de curvas ciegas, y cuenta con unas condiciones de seguridad inadmisibles en el resto de los circuitos del Mundial.

 

En este trazado el piloto difícilmente tendrá el coche perfecto. Ya no se trata solo de evitar el “understeer” (cuando se va de morro), sino especialmente el “oversteer” (derrapa de atrás), porque prácticamente no hay margen para corregir. El monoplaza  ha de  inspirar confianza para poder atacar en la seguridad de que se domina a la bestia y no al revés. Como decía un piloto: “Desde el exterior es imposible creer que un F1 pueda moverse a tales velocidades en Mónaco, pero dale al piloto un coche en el que confíe, y todo es posible”.

 

Porque se trata de rodar al límite a escasos centímetros –literalmente- de los raíles. Con un pase de prensa, tiempo atrás era posible apostarse en el exterior de la curva del Casino, a escasos metros de la pista, donde podías  sentir  en ocasiones un “taannggt”, ese toque sutil del neumático sobre el rail cuando algún piloto trazaba la curva “besando” las protecciones metálicas. El propio  Lauda, por ejemplo, en la carrera de 1978 cayó hasta la última posición tras un pinchazo, y remontó hasta el segundo puesto después pilotar  “como un auténtico loco aquel día, golpeando los guardarraíles sin importarme si iba a seguir o no”.

 

En Mónaco la palabra clave es “concentración”. Porque 78 vueltas en un entorno urbano semejante requieren una atención mental agotadora. El mínimo error de trazada, el mínimo despiste, y a casita. Fernando Alonso fue quién declaró que después de la carrera un piloto pasa un par de días “sonado” por rodar entre edificios. Conviene  recordar que en el pasado los pilotos cambiaban manualmente, con más de 3000 cambios al término de la carrera y muchos salían con la mano derecha envuelta en esparadrapo. Keke Rosberg, por ejemplo,  lideraba el Gran Premio de 1983 con tales vibraciones en su monoplaza que, junto con la necesidad de cambiar, llegó a la meta con las manos casi en carne viva. Eran otros tiempos.

 

La singularidad de Mónaco también ha proporcionado carreras únicas. Por ejemplo, en 1982. A pocas vueltas del final comenzó a llover. Tras salirse algunos pilotos, el italiano Ricardo Patrese quedó como nuevo líder, pero hizo un trompo en la última vuelta. El francés Didier Pironi heredó su posición aunque se quedó sin gasolina a pocos metros de la meta. Otro tanto le ocurrió a Andrea de Cesaris. Patrese reemprendió la marcha, y al acabar le pararon frente al palco de Rainiero de Mónaco. El italiano no entendía nada, porque ignoraba que acababa de lograr su primera victoria en Fórmula 1.

 

La hoguera de las vanidades

 

Pero lo que realmente hace único al Gran Premio de Mónaco es la mayor simbiosis entre riqueza, sofisticación y exhibicionismo material que  pueda darse en cualquier evento social y deportivo. A una gran mayoría de la jet-set que acude a Mónaco y sus veladas durante el Gran Premio les importa poco la competición, pero mucho lucir la condición de afortunados sobre el resto de los mortales, y de compartirla con sus pares. Para los demás,  queda el consuelo de olisquear tan glamuroso estilo de vida solo al alcance de una casta de privilegiados.

 

Vivir el Gran Premio de Mónaco también constituye una de las lecciones más útiles que puedan recibirse sobre la condición humana. Siempre y cuando se comparta la experiencia con la del Gran Premio de Brasil, por ejemplo, en el que se aconseja visitar algunas de las favelas de la ciudad. Se aprende mucho, créanme. Tom Wolfe podría haber utilizado estos días como escenario de “La Hoguera de las Vanidades”.

“Ir a Mónaco siempre era especial.  Cuando salías con el coche en las primeras vueltas del fin de semana, siempre te decías a ti mismo, “¡Buah, mierda!, ¡este sitio es sobrecogedor!”. Imaginen el desafío que representa la pista de Montecarlo cuando un superdotado como Alain Prost se expresaba así. Un trazado especial en el que los pilotos encuentran “una motivación extra”, como el mismo Prost reconocía. Porque Mónaco separa, además, a los genios de los grandes pilotos. No en vano Ayrton Senna ganó seis veces, Granham Hill y Michael Schumacher, cinco, y Prost, cuatro. Decía Niki Lauda que en todos los circuitos, el 80 por ciento del resultado dependía del monoplaza y el veinte restante del piloto. En Mónaco, según el austríaco, siempre es a la inversa.

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