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Ha muerto Carlos Diarte, el mejor Lobo de la manada
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José Manuel García

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Ha muerto Carlos Diarte, el mejor Lobo de la manada

La primera vez que vi al Lobo Diarte fue en Valencia, en una fría y húmeda noche de invierno en el Saler. Se me sentó enfrente

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Ha muerto Carlos Diarte, el mejor Lobo de la manada

La primera vez que vi al Lobo Diarte fue en Valencia, en una fría y húmeda noche de invierno en el Saler. Se me sentó enfrente y me disparó su mirada. El Lobo, Carlos, llevaba melena zaina y lacia, y sus espaldas abarcaban un amplio territorio. Me percaté de inmediato de que se trataba de un tipo muy especial. Contestó a todas las preguntas y al final terminé con la sensación desagradable que siente el periodista novato, que sabe que su personaje le pasó por arriba como un tráiler.

Mi segundo encuentro con el Lobo Diarte se produjo en un ascensor. En Lisboa. El elevador se nos paró entre la planta sexta y la quinta. Jugaba el Betis esa tarde contra el Benfica. Con nosotros se encontraba un futbolista inglés, se llamaba Barnes, Peter Barnes, rubio y de piel blanca, que palideció todavía más con la tensa situación. El Lobo, Carlos, le dio una palmada tranquilizadora en la espalda. Y a mí también. “Hola, soy José Manuel, y tú el Lobo”, balbuceé. “Sé quién soy, y ahora échate a un lado, que vamos a darle al botón de alarma”.

En el hall del hotel lisboeta le di al ídolo unas letras de un poema, éste más tarde le puso música y lo plasmó en un disco de vinilo, una antigualla que andará acopiando polvo en algún lugar que no recuerdo. El Lobo era un personaje grande, una marabunta de ideas dentro de un cerebro privilegiado, que conectaba muy bien con un corazón descomunal y muchas veces indómito.

Avelino Chaves, mítico personaje en la historia del Real Zaragoza, lo trajo a España de su Paraguay natal. Tenía 17 años. El técnico lo trajo sabiendo que se trataba del proyecto de un excelente futbolista, pero sin atisbar que bajo su manto portaba al mejor jugador que ha dado Paraguay siempre y a uno de los mejores futbolistas que ha pisado España a lo largo de todos los tiempos. El joven Lobo formó un lío a las primeras, junto a dos paisanos consagrados, Nino Arrúa y Ocampos. Los zaraguayos, que una vez le metieron siete al Real Madrid. Tan impresionados estaban los técnicos del viejo club de Chamartín, que quisieron ficharle. La operación (millón y medio de dólares de la época) se truncó en el último momento. Por razones sentimentales.

Tenía 17 años. El técnico lo trajo sabiendo que se trataba del proyecto de un excelente futbolista, pero sin atisbar que bajo su manto portaba al mejor jugador que ha dado Paraguay

Al Lobo, Carlos, le tiraba Madrid, sobre todo cuando conoció a Santiago Bernabéu, pero el entrenador del Valencia era Heriberto Herrera, paisano de Paraguay, que se presentó una noche en su casa de Zaragoza y le rogó que fichase por su equipo. “Vamos a ser campeones, Lobo, contigo seremos campeones, vente a Valencia, paisano”, y a Valencia marchó Lobo Diarte. Allí se juntó con Kempes, Rep, Bonhoff y Claramunt. Un gran equipo, pero la suerte le resultó esquiva y aquel jabato de Paraguay, que se comía la hierba de pura sangre, rompía caderas con su juego de cintura y remataba de cabeza como las mejores águilas, tuvo que dejar Mestalla. Se topó con la burocracia, con los papeles que no entendían de arte ni de goles, que reclamaban unos apellidos mal puestos, cosas de intermediarios.

Del Valencia al Salamanca, del Salamanca al Betis, al Currobetis, a un equipo de virtuosos, que regentaba un tal Cardeñosa, sobresalía con poderío un tal Gordillo, desfilaba por la banda como un rayo un tal Morán y machacaba el mejor Lobo de todos los lobos de la manada: un tal Carlos. Pero el Lobo se quedó con esa nube de dudas que el destino le colocó en su tejado: el Real Madrid. Un día me dijo: “Me presentaron a don Santiago Bernabéu, que me dio una palmada cariñosa en el hombro y me miró a los ojos. Jamás nadie me había mirado así. Era la mirada de un rey. O la de un padre. No sé decirlo, pero nunca olvidaré sus ojos”.

Del Betis marchó a Francia, donde jugó en el Saint Etienne y se trajo a Muriel Sáez, una chiquilla, hija de inmigrantes españoles, que le acompañó en los días y en las noches, en todas las semanas y en los meses, en las alegrías y en las decepciones, cuando el camino se empinaba y cuando lo alisaron las autovías de los buenos ratos; en el dulce de leche y cuando el vinagre empapó sus momentos; con los amigos que le acompañaron en la noche llena de gruesas estrellas y se marcharon cuando la noche se quedó sin estrellas. Pero él siguió allí, modelando a Enzo y a Carlos Bryant, aconsejando a Giovanna y a Jessica. Siempre bajo el silencio compañero y leal de Muriel.

Fue entrenador de carácter, un buen maestro. Pregunten, si no, a aquel excelente equipo del Atlético B, en Segunda. Pero su personalidad rechinó con otra tan fuerte como la de Jesús Gil. De allí pasó al Salamanca, en Primera; luego al Tarragona, a Francia, a la selección de Guinea Ecuatorial. En África se percató que su organismo otrora prodigioso comenzaba a sufrir erosiones. Y regresó a Valencia, su casa desde hace treinta años, donde resistió todas las emboscadas posibles, como un último resistente de Filipinas, un Viriato guaraní, un luchador entre sombras y contra sombras. Caballero que caminaba quebrando silencios por calles valencianas y por el mundo. Carlos Diarte, El Lobo. El futbolista. El poeta. Un cantor de la vida. Intérprete de amores y desencuentros. El padre. El marido. El hermano. El compadre. El amigo.

La primera vez que vi al Lobo Diarte fue en Valencia, en una fría y húmeda noche de invierno en el Saler. Se me sentó enfrente y me disparó su mirada. El Lobo, Carlos, llevaba melena zaina y lacia, y sus espaldas abarcaban un amplio territorio. Me percaté de inmediato de que se trataba de un tipo muy especial. Contestó a todas las preguntas y al final terminé con la sensación desagradable que siente el periodista novato, que sabe que su personaje le pasó por arriba como un tráiler.