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Leo Messi no es el mago Houdini
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José Manuel García

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Leo Messi no es el mago Houdini

Todavía recuerdo el último partido que jugó Maradona con el Sevilla. Fue contra el Burgos y el choque terminó con empate a uno. Era el penúltimo

Foto: Leo Messi no es el mago Houdini
Leo Messi no es el mago Houdini

Todavía recuerdo el último partido que jugó Maradona con el Sevilla. Fue contra el Burgos y el choque terminó con empate a uno. Era el penúltimo partido de Liga y el Sevilla necesitaba ganar para meterse en Europa, pero el Burgos, ya descendido, arañó un empate y con ello  aniquiló virtualmente las posibilidades europeas del equipo que preparaba Carlos Salvador Bilardo. Pero no era ése el único ni el más gordo pecado que cometió el Narigón.  A falta de veinte minutos para acabar el encuentro, el Sevilla necesitaba más mordiente en la delantera y Maradona, de nuevo gordo y abandonado a la “dolce vita” de la noche hispalense, vio cómo el cartel del 10 colgaba para una sustitución. Su diez. Diego no se lo podía creer; miró a los compañeros, incluso al árbitro. En la cuesta abajo de su carrera, en Sevilla tenía que ser, lo iban a sacar de un partido por vez primera en su vida. Un sacrilegio se iba a cometer con D10s.

Al llegar Maradona a la altura de Bilardo, los oídos le zumbaron al técnico que escuchó todo tipo de improperios y, de no mediar las anchas espaldas del Cabezón Lehme, ayudante del entrenador, la cabeza de éste se hubiera desencajado de un solo mazazo. Cuando Maradona quedó solo en el vestuario, las sillas y los bancos se estamparon contra las taquillas. Cuatro personas, Lehme, dos suplentes y un auxiliar, apenas pudieron sofocar la ira de D10s. El vestuario del Sevilla (puertas, paredes, taquillas, banquetas, grifos…) quedó gravemente dañado por los destrozos.

Maradona, que siempre ha querido a Bilardo como a un segundo padre, volvió a reconciliarse con el veterano técnico, incluso ha llegado a trabajar en la selección argentina codo a codo con el Narigón. Pero jamás le perdonó la afrenta, y ahora, cuando tras el Mundial de Sudáfrica los intereses de uno y de otro volvieron a incendiarse, de nuevo salió a relucir aquel grave incidente de Nervión.

Y es que los grandes sólo tienen tres maneras de salir de una cancha: en camilla, con la tarjeta roja de un árbitro y en el minuto 90, abanderando al equipo en un triunfo, o consolando a los compañeros en una derrota.

Leo Messi, compatriota de Maradona, el otro diez universal, se siente así: un grande intocable. Alguien que lo quiere jugar todo, que quiere ser partícipe de todos los actos de su equipo, el Barça, y de la selección. Así se lo hizo saber a Pep Guardiola cuando éste, nada más aterrizar en el primer equipo azulgrana, le prometió los cielos de Can Barça; lo primero que hizo Pep fue bendecir a rosarino para que, contrariando la voluntad de la directiva del Barça, marchase a las Olimpiadas de Pekín para lograr el oro olímpico.

Pep sabe que este Barça es una nube de grandes futbolistas, pero sólo tiene un genio, un mago Merlin, alguien que asegura convertir las aguas en el mejor vino, en oro el palo de una silla. Ese es Leo Messi. Los demás son extraordinarios futbolistas, una pléyade única de ganadores luciendo la azulgrana; una amalgama de tops ten bajo un mismo techo. Pero todos son prescindibles; todos pueden tener una lesión o un descanso a la sombra de algún árbol. Piqué, Dani Alves, Busquets, Xavi Hernández, Cesc Fábregas, Andrés Iniesta… Todos han podido tener algún apagón. Pero Pep sabe que la única pieza que no tiene otra pieza se llama Leo Messi.

Por ahí le vienen las sombras al Barça. El Milan tocó fibras muy sensibles. En Milan montaron un muro y el “diez” no pudo salvarlo. En Barcelona, con los dos penaltis clarísimos cometidos por la defensa milanista, Leo hizo los dos tantos, pero se hubiera podido marchar del campo sin humillar al veterano Abbiati. Y es que Allegri, el técnico rossonero, montó un marcaje mixto que se le atragantó al genio. El veterano Nesta se convirtió en la sombra implacable del argentino, y sólo lo dejaba respirar cuando éste buscaba oxígeno en la zona medular. Ahí le esperaba Ambrosini para ponerle un par de grilletes o lo que fuera menester. Y en medio de la nube de piernas, aparecían las piernas del rubio Abate para poner un calzo. En una de las veces, Iniesta encontró un claro y descerrajó el tercero del Barça. Este gol fue celebrado con euforia  por todos, incluyendo a Messi. Pero éste demostró a todas luces que tiene un punto de humanidad, que si le ponen cadenas y grilletes no es Houdini. El Milan casi lo demuestra. Lo sabe Guardiola. Pero también lo saben sus rivales. Ahora le espera el Chelsea, que entrena el italiano Roberto Di Matteo. Pero también le espera Mourinho con mucha hambre.

Todavía recuerdo el último partido que jugó Maradona con el Sevilla. Fue contra el Burgos y el choque terminó con empate a uno. Era el penúltimo partido de Liga y el Sevilla necesitaba ganar para meterse en Europa, pero el Burgos, ya descendido, arañó un empate y con ello  aniquiló virtualmente las posibilidades europeas del equipo que preparaba Carlos Salvador Bilardo. Pero no era ése el único ni el más gordo pecado que cometió el Narigón.  A falta de veinte minutos para acabar el encuentro, el Sevilla necesitaba más mordiente en la delantera y Maradona, de nuevo gordo y abandonado a la “dolce vita” de la noche hispalense, vio cómo el cartel del 10 colgaba para una sustitución. Su diez. Diego no se lo podía creer; miró a los compañeros, incluso al árbitro. En la cuesta abajo de su carrera, en Sevilla tenía que ser, lo iban a sacar de un partido por vez primera en su vida. Un sacrilegio se iba a cometer con D10s.

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