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Por qué existe el miedo a reconocer un fracaso: lo que el fútbol le explica al deporte español
El fútbol es visceral. Si ganas eres el mejor, si pierdes prepárate. Los JJOO y la oleada de cuartos puestos de España, todo lo contrario
Hace un par de días, perdieron las españolas del fútbol. Perdieron por un gol, con un penalti en el último minuto, de una forma cruel, como suele pasar cuando algo se ha roto en un equipo campeón.
Había varias verdades ocultas. Era verdad que Jorge Vilda no era tan mal entrenador, ni sus métodos eran tan obsoletos como se dijo. Y era verdad que siendo un buen conjunto —son las cuartas del mundo— no son lo suficientemente superiores para arrastrar esa arrogancia —casi de equipo NBA— que proclamaban muy seguras a los cuatro vientos.
Algo se torció. Y se cayó del primer puesto al cuarto. Bien, eso pasa. En el 2012, España era campeona de todo y dos años más tarde no pasó la fase de clasificación del Mundial. Que se tuerzan las cosas ocurre con frecuencia, a despecho de la propaganda ideológica que hace tan difícil razonar sobre el fútbol femenino.
Las declaraciones de las integrantes del equipo fueron arrogantes, sí, pero también despiadadas consigo mismas una vez que la derrota contra Alemania se materializó. Aitana Bonmatí habló de que se habían llevado una buena hostia, de fracaso, y ese es el suelo para poder edificar victorias futuras. Se sentían frustradas, al final de un ciclo. Hubo un mal partido y otro donde las piernas les pesaron. Es un cuarto puesto. Muchos se alegraron. Todo lo negativo, se magnificó.
En general, en España, en estos Juegos Olímpicos se ponen los cuartos puestos a la altura de las grandes epopeyas históricas. Fracaso es no cumplir las expectativas y sólo se habló de fracaso con el fútbol femenino y con la saltadora de triple salto Ana Peleteiro. Se les estaba esperando con la navaja desplegada y pagaron por su ambición, por su arrogancia y porque en un tiempo politizado hasta la náusea, sus victorias también lo estaban.
Ojo con esa politización que ahora está de moda como vimos con la selección de fútbol masculina en la Eurocopa. Ya saben: Lamine, Nico y la diversidad. Eso acaba volviéndose en contra y provocando —cuando llega la derrota, que siempre llega—, que los símbolos angelicales se conviertan en pequeños demonios donde demasiada gente acaba volcando su frustración.
En Australia o Italia, ¿no hay cuartos puestos? ¿Los ven como fracasos o como éxitos? ¿Por qué la narrativa del periodismo, de los comentaristas, de los jefes de los deportistas y de los mismos deportistas es tan condescendiente? España es un país inferior, genéticamente, estructuralmente, más pobre, más feo, más estrecho de miras?
No lo parece. Hungría, Nueva Zelanda, Italia o Irlanda han sacado porcentualmente muchas más medallas que España con relación a su población. No tienen más recursos ni mejor genética y el deporte es algo central, como aquí, como en cualquier país que haya salido del subdesarrollo y tenga una estructura que sostenga sus sueños de gloria.
Volvemos a la Peleteiro. La saltadora gallega quedó la sexta, tan cerca y tan lejos de su objetivo de tocar metal. Le llovieron improperios y tonterías varias. Se había expuesto demasiado y se había creado un objetivo alrededor suyo. Ella admitió su fracaso. No son muchos los que lo hacen. Y no hay otro camino para mejorar.
Sin embargo, no se habló de fracaso con Alcaraz, aunque el mismo murciano lloró en la entrega de medallas porque sintió esa medalla de plata como una puñalada en el corazón. Alcaraz es el mejor del mundo, alguien que aspira a ser un top 5 histórico y que tiene la piel y la mente de los que nacieron leyendas. Sabemos bien quién es Nole Djokovic, pero ahora mismo es inferior a Alcaraz. Pero el balcánico llevó al español al tie break y mentalmente lo quebró en ese territorio inhóspito.
Nole tiene la fuerza mental de un colonizador y la mirada de un tirano. Sus golpes eran pesados, como desgajados de la piedra. Una pesadilla para Alcaraz que de repente era un aprendiz. Al otro lado, el coloso. Alguien que se ha elevado por encima de todo, incluso de lo político. Algo así como un icono de la rebeldía dura de este mundo. Serbio tenía que ser. Humanamente, entendemos a Alcaraz, pero ese oro sentimos que alguien nos los arrebató. Y Alcaraz, al mirar esa plata como un fracaso, se hace grande, quiere superar su mentalidad de campeón para llegar al paso siguiente: ser el amo del palacio, el que dicta las normas cuando arrecia la tempestad.
A medio camino entre un príncipe y un artista, Alcaraz llegará a esa cima, pero no en estos Juegos. Habrá que esperar. Recordemos que Djokovic no llevaba "eso" por dentro —no como Nadal, que lo tiene de serie—. En algún momento, entre los 22 y los 25 años, se elevó por encima de los mortales.
Recordemos que Nole hace tres años dijo —cuando Simon Biles se quebró en Tokio— que los grandes campeones se alimentaban de la presión. Y él mismo no pudo con la presión y perdió el oro y el siguiente Grand Slam. Pero siguió, siguió y siguió. Remontó la corriente hasta el principio y ahora es el número uno histórico sin nadie que le haga sombra.
Eso es lo que les exigimos a los grandes campeones. También a los españoles. Queremos elevarnos con ellos. Queremos entrar en el núcleo de una estrella de su mano; nosotros, que no somos nadie. Nosotros que nunca supimos competir. Nosotros los de las vidas pobres de espíritu, los que perdemos cada una de las batallas, los que no sostenemos la mirada y damos la mano blanda. Nosotros solo admiramos al que lucha hasta la extenuación por una victoria que no significa nada. Pero que en el tiempo condensado de los juegos olímpicos, es un absoluto.
El tono condescendiente de los comentaristas es un poco el del país desde hace muchos años. Un paternalismo más o menos ideológico, más o menos descorazonador. El país de los diplomas olímpicos y el bienestar moral. Lo importante es participar. Nadie fracasa, excepto quien se arriesga a decir de sí mismo que es el mejor. No trates de entenderlo.
Antaño solo se ganaba en los deportes de ricos o en las disciplinas de los pobres. La Vela, la hípica y la marcha. Lo que no depende del estado. Recordemos aquel cuarto puesto de Mariano Haro, hijo de la castilla pobre, que se dedicaba a perseguir perdices hasta agotarlas de cansancio. Hubo un oro en marcha y un oro en vela. España sigue con sus constantes históricas. Los pijos nunca fallan y en el sufrimiento extremo, el español se siente a gusto.
Y en los deportes de equipo, el waterpolo (femenino, esta vez), el balonmano, y el fútbol masculino. Un país de pequeñas sociedades con grandes vínculos irrompibles.
El fútbol se presentó surfeando la ola de victoria en la Eurocopa. Comenzó pasando fases con un jugador —Fermín— muy por encima del resto. España competía más que jugaba y tenía un llegador que parecía un hombre entre niños, tal era su claridad y su facilidad para convertir los huecos de las defensas contrarias en goles.
En la semifinal contra Marruecos hubo cuentas pendientes. El equipo norteafricano había ganado a España hace tres años con un jugador nacido y criado aquí —Achraf Hakimi— como gran estrella. Hubo un penalti contra la roja, y Achraf se encaró con el portero, compañero suyo en el PSG. Eso sentó muy mal. Sentó como una traición. España tomó nota, pero no se le aceleró el pulso. Fue más aguda, más expeditiva y manejó el partido hasta hacerse con la victoria. Llegó a la final con la calma que solo tienen los equipos que han ido cerrando sus heridas. Y Marruecos era una herida. Ya no lo es.
Enfrente estaba Francia. Anfitriona. Dura, africana y rapidísima como sus hermanos mayores. Los jugadores españoles no tienen —todavía— grandes nombres. Suenan a equipo de colegio. El portero, un tipo extraño que parece salido de los 80, de la época de Lopetegui o Buyo, locos bajitos y geniales, la pifió solo empezar. Francia se adelantaba sin haberse despertado.
España urde un juego que a ratos es tan sencillo que parece místico. Como si hubieran interiorizado un lenguaje inaccesible para el resto de las selecciones, como un sentido perdido en la niñez y que los españoles se afanan en recordar. La Roja hizo un partido sobrenatural. Los de enfrente jugaban con un público que le hinchaba las velas y tenían auténticas estrellas como Olise, que dinamitó el partido dejando ardiendo la banda derecha. Pero a España le dio igual. Marcó tres goles magníficos y se echó para atrás. Eso se critica mucho, pero no se puede hacer de otra manera. Las emociones que laten en un 3-1 son irrompibles, como la pena tras una separación, o el odio dentro de una guerra.
En la prórroga, sin pulmones, España siguió armando jugadas con una sencillez que movía a risa. Esa sencillez la hemos visto en la naturaleza, en algunos artistas que nos hacen sentir un poco tontos. Es una belleza corriente, sin detalles geniales, como de un buen día donde todo está en su sitio. Los dos goles de España en la prórroga no fueron desde la épica, no tuvieron odio ni rencor. Era, en un equipo limpio de penas, dos goles como dos verdades infantiles.
España ganó, fue mejor y lo sabía. Supo competir porque nunca se sintió inferior, al contrario, sintió que el fútbol era la melodía que ellos tocaban y a los que los demás se acercan torpemente. Se veían en el centro del escenario y allí murieron. Con el oro en los brazos.
Eso es lo que lleva haciendo el Real Madrid durante tanto tiempo que ya no hay más memoria que lo blanco. El Bernabéu es un nido de serpientes. Y cuando pierde, es un fracaso, y el mundo entero lo sabe. Y cuando gana, es una victoria y el mundo entero, lo vuelve a saber. Las palabras no están cambiadas de sitio ni están tergiversadas por la moral o la ideología del momento.
Ya se acabaron los Juegos. Volvemos a la corriente eterna del Madrid y las cosas claras. A la derrota o a la victoria, porque para la ambigüedad, las medallas de cartón y las mentirijillas, ya tenemos nuestras penitencias diarias.
Hace un par de días, perdieron las españolas del fútbol. Perdieron por un gol, con un penalti en el último minuto, de una forma cruel, como suele pasar cuando algo se ha roto en un equipo campeón.
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