Es noticia
Córcholis. ¿Qué hacemos con Kyoto? (I)
  1. Economía
  2. Apuntes de Enerconomía
José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

Por

Córcholis. ¿Qué hacemos con Kyoto? (I)

Hablar del Protocolo de Kyoto es como pasear por un campo minado, en el que diga uno lo que diga, haga uno lo que haga, alguna

Hablar del Protocolo de Kyoto es como pasear por un campo minado, en el que diga uno lo que diga, haga uno lo que haga, alguna mina le estallará en las narices. Crea tantos rechazos como adhesiones. Para unos es una religión, para otros una tomadura de pelo. Pero ahí está, ya forma parte de nuestras vidas y tenemos necesariamente que convivir con él. Continuar nuestro camino, abrir todos los frentes posibles relacionados con los temas que nos ocupan, y de esta forma ir proporcionando una visión global que nos permita construir nuestro futuro. Aunque el camino esté minado. Pongámonos pues el casco y vayamos a por ello, en varias entregas, el tema no es sencillo de abordar.

Qué es el Protocolo de Kyoto y qué persigue…

El concepto que subyace lo intentaremos explicar con un ejemplo, y para ello utilizaremos el artículo de la semana pasada. Tenemos un producto como el corcho, ecológico, sostenible, renovable, sumidero de CO2, capaz de mantener viejas pero sanas tradiciones, parajes y paisajes únicos. En definitiva, socialmente y económicamente es un buen producto… pero más caro que la competencia.

 

Su competencia son los tapones de aluminio y los de plástico, más baratos, y por tanto, según las duras leyes del mercado, en teoría más útiles para el mismo fin, otras consideraciones aparte. Sin embargo tanto el aluminio como los plásticos necesitan ingentes cantidades de energía para su fabricación, cuyos efectos perniciosos –la contaminación que provocan y las emisiones a la atmósfera- no los pagan los causantes ni los beneficiarios de los productos, sino los que los sufren, aunque en muchos casos acaben siendo los mismos.

Desgraciadamente, esos costes ocultos producidos por los perjuicios que causan las emisiones, así como la contaminación adicional que producen, no se imputan a los tapones de plástico ni de aluminio, lo mismo que los beneficios intangibles adicionales significan ningún ingreso adicional para la industria del corcho.

No deja de ser una situación de dumping medioambiental en el que el sector más sostenible tiene problemas para competir con el que no lo es, debido entre otras cosas a las imperfecciones de las leyes de la oferta y la demanda, en definitiva del mercado.

Pero no seamos hipócritas. No se trata de demonizar a nadie. Tanto el aluminio como los plásticos son materiales necesarios y fantásticos que nos proporcionan mucho bienestar, si son sabiamente utilizados. Fabricar un avión moderno de hormigón, acero o madera (por muy ecológica y renovable que sea) sería un tanto absurdo y pesado -tendría algunos pequeños problemas para volar-, mientras que haciéndolo con aluminio y materiales compuestos conseguimos los maravillosos aparatos que todos utilizamos. Y aunque somos conscientes de que su proceso de fabricación –con las tecnologías actuales- es contaminante, no tenemos alternativa, al menos hoy en día, para ésta y otras muchas aplicaciones. Y no creo que estemos dispuestos ni debamos a renunciar a ellos.

Sin embargo, utilizar tales materiales más contaminantes en aquellas aplicaciones en las que existen sustitutos, no solo más ecológicos y bajos en emisiones, sino con añadidos beneficios sociales, medioambientales o generadores de empleo -que por efecto de las a veces injustas leyes del mercado son más baratos-, debería estar penalizado o de alguna forma corregido. De la misma manera que si las autoridades de la competencia descubren que una empresa realiza dumping comercial -cuando una compañía más fuerte y con pocos escrúpulos vende su producto por debajo del coste con el fin expulsar a la competencia, para acabar acaparando y controlando el mercado-, ésta acaba siendo sancionada.

Si vamos a la letra del Protocolo, su principio es muy simple, en teoría: promover el desarrollo sostenible haciendo cumplir los compromisos cuantificados de limitación y reducción de las emisiones contraídos (art. 2.1). ¿Cómo?  Haciendo que el que contamine en exceso lo pague; que aquel país que emita más gases de efecto invernadero de los que le corresponda no le salga gratis. Porque ¿cuántas emisiones corresponden a cada país? ¿Cuál es el punto de partida? Aquí está el quid de la cuestión, su principal problema. Muchos países importantes utilizaron la picaresca durante la gestación del protocolo, con el fin de poder cumplir Kyoto sin hacer nada, con el fin de ponerse medallas que no les correspondían y permitirse el lujo, para más inri, de dar lecciones a los países que no cumplimos. Intentaremos ir respondiendo a estas cuestiones durante la próxima entrega de esta saga.

Antes es importante detallar los objetivos que persigue el Protocolo de Kyoto. Continuando con su artículo 2, el protocolo precisa que dependerán de las circunstancias particulares de cada país, al menos en teoría –veremos si se tuvieron en cuenta las nuestras-:

“i) fomento de la eficiencia energética en los sectores pertinentes de la economía nacional;

ii) protección y mejora de los sumideros y depósitos de los gases de efecto invernadero no controlados por el Protocolo de Montreal -el responsable de la regeneración de la capa de ozono, podemos hablar otro día de él-, teniendo en cuenta sus compromisos en virtud de los acuerdos internacionales pertinentes sobre el medio ambiente; promoción de prácticas sostenibles de gestión forestal, la forestación y la reforestación;

iii) promoción de modalidades agrícolas sostenibles a la luz de las consideraciones del cambio climático;

iv) investigación, promoción, desarrollo y aumento del uso de formas nuevas y renovables de energía, de tecnologías de secuestro del dióxido de carbono y de tecnologías avanzadas y novedosas que sean ecológicamente racionales;

v) reducción progresiva o eliminación gradual de las deficiencias del mercado, los incentivos fiscales, las exenciones tributarias y arancelarias y las subvenciones que sean contrarios al objetivo de la Convención en todos los sectores emisores de gases de efecto invernadero y aplicación de instrumentos de mercado;

vi) fomento de reformas apropiadas en los sectores pertinentes con el fin de promover unas políticas y medidas que limiten o reduzcan las emisiones de los gases de efecto invernadero no controlados por el Protocolo de Montreal;

vii) medidas para limitar y/o reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero no controlados por el Protocolo de Montreal en el sector del transporte;

viii) limitación y/o reducción de las emisiones de metano mediante su recuperación y utilización en la gestión de los desechos así como en la producción, el transporte y la distribución de energía;”

El protocolo de Kyoto se publicó en 1998 tomando como base las emisiones del año 1990. Entró en vigor el 16 de Febrero del año 2005.

Grandes palabras. Principios nobles y alentadores. Desgraciadamente, el proceso y por lo tanto su resultado, como veremos la próxima semana, no lo van a ser tanto, con permiso de la crisis. El campo minado nos aguarda.

Hablar del Protocolo de Kyoto es como pasear por un campo minado, en el que diga uno lo que diga, haga uno lo que haga, alguna mina le estallará en las narices. Crea tantos rechazos como adhesiones. Para unos es una religión, para otros una tomadura de pelo. Pero ahí está, ya forma parte de nuestras vidas y tenemos necesariamente que convivir con él. Continuar nuestro camino, abrir todos los frentes posibles relacionados con los temas que nos ocupan, y de esta forma ir proporcionando una visión global que nos permita construir nuestro futuro. Aunque el camino esté minado. Pongámonos pues el casco y vayamos a por ello, en varias entregas, el tema no es sencillo de abordar.