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Y la Universidad se fue a hacer puñetas
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Y la Universidad se fue a hacer puñetas

Hace veinte años, siendo todavía un joven ingeniero, qué tiempos, tuve la suerte de realizar la visita a una empresa, que fabricaba aviones, más enriquecedora y

Hace veinte años, siendo todavía un joven ingeniero, qué tiempos, tuve la suerte de realizar la visita a una empresa, que fabricaba aviones, más enriquecedora y que más me ha marcado.

Trabajaba en una de las diez compañías más importantes del mundo, que lo sigue siendo. Un ingeniero jefe ya mayor trabajaba también en ella. Lo había sido todo en la industria aeronáutica. Había parido el Jumbo, ya saben, el Boeing 747, uno de los mayores y más exitosos aviones de la historia. Aprendíamos de él para poder hacer mejor nuestro trabajo y nos organizó una visita a la fábrica de Boeing en Seattle, entre otras.

Nuestros anfitriones eran todos aquellos con los que había desarrollado tan sobresaliente avión, igualmente a punto de jubilarse, que seguían manteniendo las máximas responsabilidades técnicas en dicha corporación: estructura, motores, aerodinámica, instrumentación, trenes de aterrizaje…

Eran viejos solo en edad, porque allí seguían. En los Estados Unidos las irracionales prejubilaciones de aquí no existen para el que vale y tiene ganas. Ni que decir tiene que la visita a las impresionantes naves de montaje, dicen que el mayor edificio del mundo, narrada por los que más saben sin cortapisas porque estaban deseando enseñar, es una lección que difícilmente puede olvidar uno.

Como sobre todo eran amigos, continuamos con ellos en la cena, lo más apetitoso de toda la visita. Estaban felices de transmitir sus experiencias a los más jóvenes, en el restaurante de un hotel de aquella ciudad.

La nota de color, negro (no es peyorativo ni muchísimo menos, tan solo un homenaje hacia unos músicos que lo eran), la puso la más fabulosa banda de jazz que jamás haya escuchado y que amenizaba el lugar. El más joven debía de tener setenta años bien cumplidos. ¡Caray, que juventud y ganas!

Una de las conversaciones recurrentes, me acuerdo, era adonde irían a parar una vez abandonaran la empresa. Porque allí nadie tenía intención de jubilarse. Mi viejo ingeniero tenía donde escoger: Harvard, MIT, Princeton, Berkeley, Yale,… Creo que los nombres suenan algo. Aunque él no tenía publicaciones, ni siguiera podía demostrar haber investigado nada.

Pero había desarrollado el Jumbo, diantre. Y lo sabía todo sobre turbinas, que era en lo que estaba ahora. Daba gusto cómo nos recibían en cualquier fábrica que visitamos y alguna que otra universidad.

Cuando un gran profesional trabaja en una compañía puntera, realmente de vanguardia, que ni sueñe en publicar nada serio y menos todavía en mostrar lo que ha investigado. Iría de patitas a la calle. Cuando una gran corporación se gasta miles de millones en investigación, lo último que desea es que la competencia ni nadie se entere de sus hallazgos. Eso puede pasar con la investigación básica, pero jamás con la mejor investigación aplicada, que es la prioritaria en las mejores empresas. Porque muchos métodos y avances no son patentables.

Sin embargo a esa gran persona, que lo era en todos los sentidos, que no podía demostrar nada, le esperaban. Porque era simplemente don Fulano. Y las grandes universidades americanas lo sabían. No tenían ningún problema en contratarle. Es más, le aguardaban pacientemente sin ninguna burocracia atosigadora al acecho ni puntuaciones discriminatorias amenazantes.

La despoblación intelectual de la universidad española

En España eso es una utopía imposible. Porque el que sepa hacer los mejores puentes, el mayor experto en motores, el que haya realizado las estructuras más arriesgadas o el cacharro más complejo jamás podrá ser catedrático aquí para enseñar de las materias que los han hecho grandes. En el pasado sí podían. Pero los que quedan se están jubilando y apenas hay reemplazos cualificados. El atroz sistema actual no lo permite. Y el venidero es todavía peor.

Hay casos recientes, muy tristes, que muestran cómo las grandes escuelas españolas de ingeniería, aquellas que han proporcionado magníficos profesionales a nivel internacional en muchos campos, están en las últimas. Porque cualquier fulanito que no haya hecho nada en su vida, más que hacer méritos al peso en el mundo virtual de las publicaciones, para que parezca que sabe hacer algo, alcanzará la cátedra antes que cualquier profesional avezado en mil obras y artefactos. Y en esas estamos, suicidándonos técnica e intelectualmente.

Aquellos que han demostrado su valía con hechos no tienen ninguna oportunidad. En muchos campos de la ingeniería no hay publicaciones que puntúen como es habitual en la investigación a granel dominante. Nadie cuenta sus secretos más valiosos. Solo pueden mostrar resultados tangibles. Con lo que los que no quieren prostituirse haciendo trampas con cosas intrascendentes en las que no creen y les importan todavía menos, pero que puntúan, nada tienen que hacer aquí. Los honrados, los brillantes, los geniales se quedan fuera.

Los méritos mediante publicaciones, que puede ser algo adecuado en algunos campos, o incluso la única manera de mostrar que saben hacer algo en ellos, es para muchas ramas de la ingeniería un sistema nefasto que está despoblando de buenos docentes la universidad. Sin embargo, esos en teoría sin méritos son lo que hacen avanzar un país y germinar la innovación, con lo que la universidad debería ser capaz no solo de darles una oportunidad sino de apoyarse en ellos.

Adecuado colofón a un gobierno nefasto

Se ha anunciado la inminente publicación del nuevo y catastrófico estatuto del profesor universitario que, si se aprueba tal y como está, será un adecuado, aunque triste, colofón al peor gobierno de la historia de España, con permiso del denostado Fernando VII. Si el principal problema de la universidad española es la burocracia uniformadora que acogota al buen profesor y ampara al cretino, la nueva ocurrencia es ya definitiva porque, encima, deja en manos sindicalistas muchas decisiones que nada tienen que ver con ellos.

Proyecto que ha sido denunciado por un grupo de eminentes profesores al que yo me adhiero. Porque debe haber buenos catedráticos, sobresalientes profesionales, que no son considerados investigadores puros. Magníficos investigadores felices en la soledad de su laboratorio o de su ingenio, incapaces de transmitir nada, que también son necesarios en la universidad, y que son complementarios a los anteriores. Profesores no demasiado bien dotados para la investigación, ni siquiera grandes profesionales en la industria, que son extraordinarios docentes.

En la universidad debe haber de todo y debemos comenzar con humildad desde abajo. Porque la genialidad no abunda. Si fuese verdad eso que dicen las encuestas, que somos la novena potencia científica del mundo y esto está a rebosar de talento, tendrían que haber caído ya por narices unos cuantos premios Nobel y algunas de nuestras universidades encabezarían las listas. Y que se sepa no hay ninguno ni ninguna y menos todavía son los postulantes a la “excelencia”. Algo falla.

El absurdamente estructurado estatuto busca homogeneizar por abajo a base de burocracia, no admite la diversidad de conocimientos y de disciplinas y, por lo tanto, en la manera de juzgarlos y acreditarlos. Porque no es lo mismo aportar sabiduría en ingeniería que hacerlo en medicina, física, economía, arquitectura, literatura o historia.

A ningún buen profesor le suele apasionar la gestión ni es burócrata profesional, apartado que curiosamente fomenta este estatuto para apuntalar a la caterva de acólitos e inútiles que de otra manera no tendrían ninguna oportunidad. Que mangonean nuestras agonizantes instituciones para desgracia de los alumnos y de toda la sociedad española.

No se puede calificar a alguien tan necesitado de autonomía y de espacio creador, tan variado en sus motivaciones y disciplinas o en sus objetivos, únicamente mediante asépticas puntuaciones y clasificaciones varias, o con procedimientos desquiciantes y desalmados. Se ha dicho muchas veces que ningún Premio Nobel sería jamás catedrático en ninguna universidad española. No podría alegar méritos ni capacidades ni soportaría más de dos minutos tanta ineptitud en los inquisidores que juzgan tales méritos.

Ni se puede pretender acercar la empresa a la universidad si ésta no acepta a nadie que provenga de ella. Aunque muchas de las mejores investigaciones y a menudo los mejores profesionales estén allí y tengan vocación para dar el paso a la docencia, sobre todo a partir de cierta edad, cuando más podrían aportar. El corporativismo burocrático que ha redactado este estatuto lo impide. En Estados Unidos es la norma.

Señor ministro. En vez de abofetear semánticamente, o no, a los alumnos como en el colegio, y de continuar abofeteando a la universidad, que mal le habrá hecho, más le valdría tratar de redimir a su gobierno mediante un estatuto del profesor universitario digno, que aloje la diversidad y el ingenio, y se deshaga de una vez por todas de tanto burócrata y parásito. Que permita contratar a los mejores sin trabas ni procesos humillantes ni extenuantes. A las jóvenes promesas brillantes y honestas y no solo a los mediocres o los tramposos. O al viejo ingeniero americano que tanto me enseñó a mí.

Hace veinte años, siendo todavía un joven ingeniero, qué tiempos, tuve la suerte de realizar la visita a una empresa, que fabricaba aviones, más enriquecedora y que más me ha marcado.