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Los bonos basura, más basura que nunca
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José Ignacio Bescós

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José Ignacio Bescós

Los bonos basura, más basura que nunca

Sabido es que a la hora de medir fiebres inflacionistas, el IPC es termómetro imperfecto. Uno de los problemas con los que han de lidiar los

Sabido es que a la hora de medir fiebres inflacionistas, el IPC es termómetro imperfecto. Uno de los problemas con los que han de lidiar los diestros estadísticos es el de la mutante calidad de los productos. La tópica ilustración del asunto es la de los avances tecnológicos, particularmente en la informática. Los fabricantes de ordenadores y similares han optado por asimilar la ley de Moore no trasladando la exponencial baratura del procesador al precio de sus cacharros, sino proporcionando aparatos cada vez más potentes y memoriones a un precio similar. Así lleva uno hoy en el bolsillo un teléfono que es cualquier cosa menos un teléfono y cuyo poder de computación hubiera servido hace décadas para mandar a tres chalados a la Luna. Es un decir. El hecho es que aun siendo huevo y no castaña, el ordenador de hoy es tan ordenador como el de ayer. Y aunque se busque el ajuste de manera más o menos creativa (preguntado a expertos y a fabricantes, por ejemplo), el IPC acaba no reflejando la evidente rebaja en el servicio final (menor coste por “unidad de computación”, por ponerlo de algún modo). El ordenador aparece como tal y a precio de tal.

 

¿Cuánto supone ese sesgo de calidad?  El estudio más exhaustivo es el de la useña comisión Boskin, que concluía en 1995 que la deficiente incorporación del factor cualitativo sobrevaloraba su CPI en seis décimas de punto porcentual. Revisiones recientes rebajan esa cifra en no más de un par de décimas, y estudios patrios apuntan a órdenes similares de magnitud.

Naturalmente, en esto, como en todo y gracias a Dios, hay disidentes que cuestionan la metodología y apuntan a la posibilidad de un sesgo cualitativo negativo. He de confesar que simpatizo con ese punto de vista. Sobre todo las mañanitas de Reyes, cuando me toca armar los endebles juguetes plásticos made in China, vendidos a precio de capricho americano. O cuando constato que ciertos servicios low cost son sobre todo low quality. Y me reconforta saber que no estoy sólo en esta percepción de rampante pérdida de calidad en medio de una ilusión deflacionaria. Verdú lo vio. Y cuando Verdú ve, los demás haríamos bien en escuchar (perdónenme los Punsetistas del Séptimo Día, pero mis santones lúcidos y de hondo calado intelectual son otros).

Puestos a buscar un ámbito donde el sesgo de calidad negativo parece hacerse muy patente, ¿qué tal el financiero?  Pocas dudas han de quedar sobre la devaluación cualitativa de la triple A crediticia o de la concepción de lo que es o no es risk free en los instrumentos de renta fija, por ejemplo.  Pero es que en los mercados hasta la basura ya no es lo que era, a juzgar por una bonita entrada en el Alphaville de FT de la que tomo prestado el siguiente gráfico:

Obsérvese cómo en los últimos años la proporción de bonos de peor rating se ha doblado hasta representar un 27% del índice de referencia de la basura de crédito. Hasta ahí, más o menos normal (más menos que más). Sin embargo, la pregunta del millón, la que encaja con la primera parte de este artículo es: ¿cómo se ha comportado el índice en este tiempo?  Tal que así:

La línea azul es la del índice de marras. Pues sí, ya ven, después de mucho susto nos encontramos con precios pre-crisis para una caca que huele sensiblemente peor. Eso es apetito por el riesgo y lo demás son tonterías. Apetito o falta de paladar para distinguir la basura de calidad. Qué cosas. Uno se pregunta si estamos ante un fenómeno que, como los horribles juguetes chinos, ha venido para quedarse o si es un preocupante síntoma de complacencia que acabará haciendo mucho daño. Uno se pregunta y, como corresponde a su ignorancia sobre casi todo, no sabe qué contestarse. En fin, si no puedo compartir sabiduría con el sabio McCoy, al menos comparto extrañeza.

Mercados extraños para tiempos extraños.

Buena semana a todos, y tengan cuidado ahí fuera.

Sabido es que a la hora de medir fiebres inflacionistas, el IPC es termómetro imperfecto. Uno de los problemas con los que han de lidiar los diestros estadísticos es el de la mutante calidad de los productos. La tópica ilustración del asunto es la de los avances tecnológicos, particularmente en la informática. Los fabricantes de ordenadores y similares han optado por asimilar la ley de Moore no trasladando la exponencial baratura del procesador al precio de sus cacharros, sino proporcionando aparatos cada vez más potentes y memoriones a un precio similar. Así lleva uno hoy en el bolsillo un teléfono que es cualquier cosa menos un teléfono y cuyo poder de computación hubiera servido hace décadas para mandar a tres chalados a la Luna. Es un decir. El hecho es que aun siendo huevo y no castaña, el ordenador de hoy es tan ordenador como el de ayer. Y aunque se busque el ajuste de manera más o menos creativa (preguntado a expertos y a fabricantes, por ejemplo), el IPC acaba no reflejando la evidente rebaja en el servicio final (menor coste por “unidad de computación”, por ponerlo de algún modo). El ordenador aparece como tal y a precio de tal.