Laissez faire
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La corrupción legalizada de las subvenciones públicas
Nuestros gobernantes se reparten cada año 14.300 millones de euros en forma de 'subvenciones públicas' no sometidas a ningún tipo de transparencia, control y evaluación
El Estado, especialmente cuando se organiza de un modo democrático, suele considerarse como el mejor vehículo para alcanzar el 'interés general', es decir, aquel conjunto de políticas que beneficiarían a la colectividad y que superarían las estrecheces de los intereses individuales y egoístas. Como es obvio, esta caracterización del sector público se enfrenta a un problema fundamental: las personas que integran un Estado también tienen su propia agenda y sus propios intereses egoístas, de modo que resulta perfectamente posible —y esperable— que intenten instrumentar el aparato estatal para promoverlos.
Lo expuesto no debería sorprender a nadie: la corrupción política, tan a la orden del día en España, es justamente una forma de instrumentar las instituciones públicas para enriquecer a gobernantes y lobistas a costa de los ciudadanos. De ahí que todos compartamos, al menos discursivamente, la importancia de castigar este latrocinio que drena ilegalmente recursos de lo privado para concentrarlos en las fauces parasitarias de quienes manejan lo público.
La corrupción política es una forma de instrumentar las instituciones públicas para enriquecer a gobernantes y lobistas a costa de los ciudadanos
Ahora bien, existe otro tipo de corrupción política, llamémosla corrupción legalizada, que es ampliamente aceptada dentro de nuestra sociedad y que no solo no es castigada por nuestro marco normativo sino que incluso puede terminar siendo recompensada electoralmente. Me refiero a esa corrupción que consiste en promover la agenda de gobernantes, burócratas, lobistas o clientes a través del margen de discrecionalidad en el uso del Estado que autoriza la propia ley. Por ejemplo, subir estratégicamente las pensiones públicas o el salario de los funcionarios con el propósito de amarrar su voto antes de unas elecciones. A la postre, semejante operación consiste en prometer la transferencia de renta desde el conjunto de los contribuyentes hacia colectivos sociales específicos que pueden ser decisivos a la hora de conseguir que los políticos alcancen sus fines particulares (votos, jubilación dorada, buenas relaciones con la prensa, arengas culturales, etc.): por tanto, se trata de una apropiación privada de recursos públicos casi tan obscena como la que se produce a través de la corrupción ilegal.
En este mismo sentido, la AIReF completó la pasada semana su primer informe de revisión del gasto público, centrado específicamente en el apartado de las subvenciones. Desde un punto de vista técnico, el control de estos desembolsos estatales resulta relevante porque España es un país que presenta claras ineficiencias en la utilización de sus recursos públicos, lo que significa que podríamos alcanzar los mismos objetivos generales gastando mucho menos (lo que en consecuencia permitiría o aumentar el gasto en otras partidas presupuestarias o, idealmente, recortar impuestos). Desde un punto de vista político, además, ese control del uso de los desembolsos estatales también resulta harto relevante para detectar indicios de esa corrupción legalizada que coloca las administraciones públicas al servicio de la casta político-burocrático-lobístico-clientelar: a la postre, si las subvenciones ora no están justificadas ora no son transparentes, habrá fuertes sospechas de que nuestros gobernantes las están empleando para sus fines personales. ¿Y qué ha concluido la AIReF al respecto?
En primer lugar, que ni siquiera es posible conocer a escala agregada el monto de las subvenciones que las administraciones públicas otorgan dentro de España: adoptando una definición genérica de subvención —transferencia corriente sin contraprestación directa—, la AIReF estima que rondan los 14.300 millones de euros, pero ellos mismos reconocen que podrían ser más. La cifra, pues, supera el 1% del PIB español y equivale a más de la mitad del actual déficit de la Seguridad Social.
Segundo, no existe ningún plan estratégico detrás de la política de subvenciones: no solo es que nuestros tres niveles administrativos (autonomías, corporaciones locales y Estado central) no se coordinen para articular una política coherente de subvenciones (evitando redundancias o incluso contradicciones entre las mismas) sino que, por lo general, ni siquiera existe una buena justificación para su otorgamiento. Desde un punto de vista liberal, las únicas subvenciones que podrían llegar a justificarse son aquellas dirigidas a potenciar externalidades positivas que el mercado no sea capaz de internalizar (si es que tal categoría existe verdaderamente).
Desde posiciones socialdemócratas y mercantilistas, podrían asimismo abrazarse otras subvenciones que contribuyeran a reducir los niveles de desigualdad o a promover algún tipo de política industrial dentro de nuestra economía: pero para todo ello habría inevitablemente que desarrollar un plan estratégico que justificara que tales subvenciones constituyen un medio eficiente para alcanzar los objetivos ambicionados. En España, empero, no se hace prácticamente nada de eso: los planes estratégicos detrás de cada subvención apenas son, de acuerdo con la AIReF, meros trámites preceptivos que los políticos despachan a la ligera y sin rigor técnico alguno.
Los planes estratégicos detrás de cada subvención apenas son meros trámites preceptivos que los políticos despachan a la ligera y sin rigor técnico
Y tercero, la asignación de subvenciones no es en muchos casos ni siquiera transparente. Un tercio de los 14.300 millones de euros en transferencias es de tipo directo y nominativo: es decir, los políticos las asignan a dedo, sin ningún tipo de concurso público que permita establecer algún tipo de competencia de idoneidad entre sus potenciales receptores. Además, sus beneficiarios tampoco han de justificar para qué las requieren ni rendir cuentas sobre cómo las utilizan: es decir, los fondos se vuelven incontrolables en manos de sus beneficiarios. Buena parte de esas subvenciones directas, por cierto, se otorgan a otros entes públicos (como las universidades), los cuales pasan a contar con una nutrida fuente de financiación pública de la que pueden disponer libérrimamente para alcanzar sus propios fines como burocracia extractiva (contrataciones y promociones discrecionales, apertura de departamentos no demandados por los estudiantes ni por el mercado, bolsas de viajes a modo de sobresueldos en especie, etc.).
En definitiva, nuestros gobernantes se reparten cada año 14.300 millones de euros del contribuyente en forma de 'subvenciones públicas' no sometidas a ningún tipo de transparencia, control y evaluación de eficiencia: una forma de corrupción legalizada contra la que también habría que luchar.
El Estado, especialmente cuando se organiza de un modo democrático, suele considerarse como el mejor vehículo para alcanzar el 'interés general', es decir, aquel conjunto de políticas que beneficiarían a la colectividad y que superarían las estrecheces de los intereses individuales y egoístas. Como es obvio, esta caracterización del sector público se enfrenta a un problema fundamental: las personas que integran un Estado también tienen su propia agenda y sus propios intereses egoístas, de modo que resulta perfectamente posible —y esperable— que intenten instrumentar el aparato estatal para promoverlos.