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No requisemos las mascarillas
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Juan Ramón Rallo

Laissez faire

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No requisemos las mascarillas

Mucho me temo que existe una perversa relación entre la pasividad negligente y la extralimitación liberticida de los políticos

Foto: Pasajeros con mascarilla en el aeropuerto de Manises, en Valencia. (EFE)
Pasajeros con mascarilla en el aeropuerto de Manises, en Valencia. (EFE)

Todo Estado intenta aprovechar las crisis (económicas, militares, sociales, sanitarias…) para incrementar sus poderes sobre la sociedad. Cuando los ciudadanos entran en pánico, son mucho más propensos a renunciar a sus libertades a cambio de la mayor seguridad que (muchas veces de manera engañosa) les prometen los políticos. No se trata, claro, de que el Estado deba quedarse de brazos cruzados en medio de una catástrofe: en la medida en que el sector público se arroga el monopolio de ciertos servicios comunitarios básicos —como el orden público o la salud pública—, la absoluta inacción a la hora de ejecutar las competencias que monopoliza equivaldría enteramente a un comportamiento negligente (imaginemos un Estado que se niega a defender a su población de una invasión enemiga o que ordena a los cuerpos policiales que no persigan a los delincuentes). Pero, a su vez, también debería ser obvio que un Estado puede extralimitarse —deliberada o inconscientemente— en el ejercicio de sus competencias durante una catástrofe. Y eso es, de hecho, lo que acaba de hacer Macron en Francia.

El presidente galo anunció este martes que piensa requisar todo el 'stock' de mascarillas del país para garantizar su distribución a los profesionales sanitarios y a los pacientes que, a juicio del propio Estado, las necesiten con mayor urgencia. A la postre, y como es sabido, el suministro de mascarillas (y de geles desinfectantes) se ha visto tensionado en todo el planeta como consecuencia del incremento de su demanda y, como resultado, su precio se ha disparado. Misma oferta y mayor demanda es igual a precios más elevados y, en muchos casos, a una minoración de las mascarillas disponibles para la venta.

Es en este contexto en el que Macron ha decidido intervenir: si no hay mascarillas para todos aquellos que las demandan y el único criterio para discriminar quiénes las obtienen de quiénes no lo hacen es el precio, no necesariamente obtendrán las mascarillas quienes más las necesitan (los facultativos, por ejemplo) sino quienes más puedan pagar por ellas. De ahí, argumenta el presidente francés, que resulte imprescindible que el Estado se apropie de las mascarillas y las distribuya según criterios técnicos.

El problema de este razonamiento es que se queda cojo. Por un lado, es verdad que el aumento de los precios de mercado sirve para racionar las existencias actuales de un bien entre sus potenciales demandantes y que esa distribución podría no ser a corto plazo la más adecuada para alcanzar determinados fines (por ejemplo, combatir una epidemia). Pero, por otro, no es cierto que la elevación de los precios de mercado únicamente sirva para esa finalidad: también cumple la mucho más importante función de incentivar a los productores (actuales o potenciales) de mascarillas a fabricar muchas más y mucho más rápido, esto es, a reducir la escasez relativa de mascarillas y, por tanto, a maximizar su disponibilidad. Precios más altos señalizan dónde está la escasez y recompensan a aquellos agentes económicos que se focalicen en producir las máximas mascarillas posibles por unidad de tiempo.

Así, cuando Macron requisa las mascarillas, lo que está haciendo es obstaculizar las señales y los incentivos que eficientemente proporciona el mercado para fabricar más mascarillas. Por querer distribuirlas de un modo distinto a como las distribuye el mercado (a través del sistema de precios), el Estado provoca que la existencia total de mascarillas se reduzca y que haya un menor acceso a ellas entre el conjunto de la población. Ante ello, acaso cupiera lanzar tres contraargumentos en defensa de la decisión de Macron.

Foto: (Foto: Reuters)

Primero, que es preferible que el Estado distribuya las mascarillas entre el personal sanitario aun cuando ello suponga reducir su producción total. Pero semejante disyuntiva es falaz: si al Estado no le gusta que las mascarillas se distribuyan en función de la predisposición al pago de los demandantes, lo que tendría que hacer es comprarlas él mismo al precio de mercado y ulteriormente distribuirlas como considere oportuno. En lugar de reprimir las subidas de precios, debería pagar el sobreprecio para mantener el incentivo a acelerar la producción.

Segundo, también cabría sostener que, aun reprimiendo las subidas de precios, el Estado podría obligar (militarmente) a los fabricantes de mascarillas a que incrementen la producción: se trataría de usar el palo (sanciones) en lugar de la zanahoria (precios). Esta medida, sin embargo, sería problemática por dos motivos. Por un lado, cuantos más tipos distintos de mercancías quiera planificar Macron (y conforme avance la crisis, podrían terminar siendo muchos), más le costará conocer (sin atender a los precios y costes del mercado) cuáles de esas mercancías son más prioritarias que otras y, a su vez, qué métodos resultan más eficientes para fabricarlas (idéntico problema de cálculo económico al que se enfrentaban los regímenes socialistas). Por otro, el palo es mucho menos eficiente que la zanahoria a la hora de incentivar un aumento de la oferta, sobre todo si no se utiliza contra todos los agentes implicados en su producción: imponiendo sanciones a los fabricantes franceses de mascarillas que no aumenten su producción, Macron no logrará ni que aparezcan nuevos fabricantes, ni que los trabajadores de la industria estén dispuestos a hacer horas extra, ni que se importen más mascarillas fabricadas por productores extranjeros (cuyos 'stocks' no pueden ser requisados por Macron).

placeholder Una estatua con mascarilla, en Corea del Sur. (EFE)
Una estatua con mascarilla, en Corea del Sur. (EFE)

Y tercero, acaso cupiera terminar argumentando que, en el fondo, es mejor que las mascarillas solo las utilicen aquéllos a quienes el Estado les entrega una y no el resto de la población, de manera que producir menos unidades no sería un problema, sino incluso una bendición. Pero las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud van en una dirección opuesta: “Llevar una mascarilla médica es una de las medidas preventivas que permiten limitar la difusión de ciertas enfermedades respiratorias, incluyendo el Covid-19”. Lo que la OMS sí aclara es que hay que usar las mascarillas con criterio: es decir, recordando que por sí solas no impiden el contagio (deben mantenerse todas las restantes precauciones) y que, además, colocarse mal la mascarilla puede ser en sí mismo una fuente de contagio. Pero con tales cautelas, cuantas más mascarillas use la población, tanto mejor para contener la infección en masa. Por eso, si las medidas de Macron reducen la disponibilidad de mascarillas, estará indirectamente contribuyendo a que el virus se propague.

En suma, existe un más que cierto riesgo a que los gobiernos se extralimiten en la gestión de esta crisis, adoptando medidas que son del todo innecesarias y liberticidas. Que no deban quedarse de brazos cruzados observando negligentemente cómo la epidemia se extiende por todos los confines del país no significa que deban cometer cualquier tropelía que se les pase por la cabeza. De hecho, mucho me temo que existe una perversa relación entre la pasividad negligente y la extralimitación liberticida de los políticos: permitir en un comienzo que el virus se extienda y alcance dimensiones incontrolables dará paso al pánico y, de ahí, a la expansión de los poderes extraordinarios (e injustificables) del Estado sobre la sociedad.

Todo Estado intenta aprovechar las crisis (económicas, militares, sociales, sanitarias…) para incrementar sus poderes sobre la sociedad. Cuando los ciudadanos entran en pánico, son mucho más propensos a renunciar a sus libertades a cambio de la mayor seguridad que (muchas veces de manera engañosa) les prometen los políticos. No se trata, claro, de que el Estado deba quedarse de brazos cruzados en medio de una catástrofe: en la medida en que el sector público se arroga el monopolio de ciertos servicios comunitarios básicos —como el orden público o la salud pública—, la absoluta inacción a la hora de ejecutar las competencias que monopoliza equivaldría enteramente a un comportamiento negligente (imaginemos un Estado que se niega a defender a su población de una invasión enemiga o que ordena a los cuerpos policiales que no persigan a los delincuentes). Pero, a su vez, también debería ser obvio que un Estado puede extralimitarse —deliberada o inconscientemente— en el ejercicio de sus competencias durante una catástrofe. Y eso es, de hecho, lo que acaba de hacer Macron en Francia.

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