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Entre un rescate total y un rescate selectivo
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Juan Ramón Rallo

Laissez faire

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Entre un rescate total y un rescate selectivo

Caro, arriesgado y distorsionador. A medio camino entre un reflotamiento total y un reflotamiento selectivo

Foto: Militares del la Unidad Militar de Emergencias (UME), del Ejército de Tierra y de la Infantería de Marina, trabajan este martes para desinfectar instalaciones en Zaragoza. (EFE)
Militares del la Unidad Militar de Emergencias (UME), del Ejército de Tierra y de la Infantería de Marina, trabajan este martes para desinfectar instalaciones en Zaragoza. (EFE)

La crisis económica del coronavirus constituye un fortísimo 'shock' de oferta que, a su vez, reverbera en forma de 'shock' de demanda y que, en última instancia, amenaza con engendrar una dolorosa depresión financiera. De ahí que convenga pensar en mecanismos que nos permitan minimizar el empobrecimiento que inevitablemente vamos a sufrir (si producimos menos, somos más pobres: no hay más). Y, al respecto, se están delineando dos grandes enfoques.

El primero, impulsado por economistas como Gabriel Zucman o Emmanuel Saez, consiste en un rescate total de la economía: el Gobierno compensaría todos los ingresos que pierdan trabajadores y empresas durante un horizonte temporal breve (alrededor de un trimestre). Por ejemplo, si las aerolíneas pierden el 80% de sus ingresos, el Gobierno les transferiría ese monto a condición de que no despidieran a su plantilla; a su vez, aquellos trabajadores que se queden desempleados recibirían su salario íntegro con cargo al erario. Se trataría de convertir al Estado en un 'demandante de última instancia' para que todas las estructuras empresariales se mantengan en pie hasta que pase la pandemia. El problema de este enfoque es doble.

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Por un lado, su coste es altísimo: Zucman y Saez estimaban unos desembolsos equivalentes al 10% del PIB durante tres meses. Tal magnitud de sobregasto en un contexto de desplome de la producción no solo redundaría en un perjuicio muy notable de la solvencia estatal (algo especialmente relevante en países como Italia o España), sino también en presiones inflacionistas muy intensas que generarían redistribuciones de renta incontrolables. Acaso por ello, ambos economistas hayan rectificado inicialmente su propuesta inicial y ya no aboguen por que el Estado cubra la totalidad de los ingresos perdidos por las empresas y los trabajadores, sino solo aquellos que sean imprescindibles (en función de sus gastos operativos) para mantenerse en funcionamiento así como entre el 50% y el 60% del salario perdido por los trabajadores: ya no se trataría de convertir al Estado en un demandante de última instancia, sino en un pagador de última instancia. Ambos economistas recalculan ahora los costes en algo menos de cuatro puntos de PIB por trimestre.

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Pero, por otro, hay un problema adicional que siguen sin considerar: no es verdad que nuestras economías deban mantener el mismo volumen, y la misma distribución, del gasto agregado que antes de la pandemia. A corto plazo, es necesario que el gasto agregado se contraiga en línea con la contracción de la producción agregada (lo cual no quita que haya que intentar frenar la contracción de la producción agregada o que haya un cierto margen para gastar más de lo que producimos a través de las importaciones): lo contrario solo generaría inflación y, por tanto, una redistribución de la renta descoordinada.

A su vez, a corto plazo también necesitamos que la distribución interna de ese gasto agregado cambie: aquellos sectores que siguen produciendo (agricultores, fabricantes de productos básicos, repartidores, supermercados, farmacias…) han de experimentar aumentos reales del gasto para que, dentro de sus posibilidades, produzcan más de lo más urgente (es decir, mayores contrataciones y mejores remuneraciones para los implicados): necesitamos, por ejemplo, que Amazon tenga incentivos para contratar a 100.000 personas más y así reforzar su red de reparto.

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Y, por último, a medio plazo también hace falta que las estructuras empresariales se adapten en función de los cambios de preferencias de los agentes: si, por diversas razones (empobrecimiento presente, 'shock psicológico', alteración de actitudes…), los ciudadanos desean otra configuración económica distinta a la previa a la pandemia (por ejemplo, desean viajar menos que antes o se acostumbran a pasar más tiempo de casa), entonces la estructura económica debería adaptarse a esas nuevas preferencias. Rescatar ahora indiscriminadamente todos los sectores solo supondrá transferir recursos escasos a aquellos capitalistas que deberían reestructurar sus negocios y asumir íntegramente las pérdidas.

El segundo enfoque acerca de cómo afrontar la crisis consiste en medidas selectivas dirigidas a mantener la liquidez (e incluso reforzar la solvencia) de algunos agentes económicos (no necesariamente de todos y no de manera indiscriminada). La ventaja de este enfoque es que resulta mucho menos gravoso para la solvencia estatal y también menos distorsionador para el funcionamiento de la economía: se enfoca en aquello que genera —o va a seguir generando— valor y, por el contrario, se permite que caiga, o que se reajuste, aquello que ha dejado de generarlo.

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En un próximo artículo, esbozaré algunas propuestas que podrían encajar en este segundo enfoque. De momento, empero, permítanme constatar que el Gobierno socialista se ha quedado a medio camino entre ambos (probablemente debido a la lucha de facciones internas): por un lado, su plan de avales públicos (estimado en 100.000 millones de euros) parece apostar por una refinanciación (a costa del contribuyente) de prácticamente todos los vencimientos de deuda privados durante los próximos meses, sin tratar de discriminar entre empresas viables e inviables; en cambio, la 'moratoria privada' de pagos (retraso en el cobro de hipotecas, luz, agua o teléfono) sí se dirige únicamente a las familias en situación vulnerable, y no al conjunto de la sociedad. Asimismo, su plan de prestaciones por desempleo beneficia a aquellas personas que pierden temporalmente su trabajo (incluso si no han cotizado lo suficiente para percibirla y con independencia de cuál sea su situación personal de liquidez) pero, en cambio, no a otros grupos que pueden experimentar caídas muy importantes en sus ingresos (autónomos que no cesen en su actividad, trabajadores que vean reducidas sus horas de trabajo o ahorradores con rentas de capital mermadas).

Ni se refuerzan la liquidez y solvencia de los agentes económicos que siguen generando valor ni se focaliza la ayuda social a quienes la necesiten

O dicho de otra forma: se refinancia generalizadamente la liquidez del sector empresarial (pero no se lo compensa por su empobrecimiento: solo se traslada el agujero para más adelante); se protege el sistema financiero (para eso sirven en el fondo los avales); se transfiere renta indiscriminadamente a quienes pierden su empleo (sin atender a sus necesidades reales de liquidez), y se omite la caída de ingresos de todo el resto de la sociedad (de nuevo, desatendiendo su empobrecimiento y sus necesidades de liquidez). Ni se refuerzan la liquidez y la solvencia de los agentes económicos que siguen generando valor (o que volverán a generarlo en el futuro) ni se focaliza la ayuda social hacia aquellos que verdaderamente la necesiten (personas sin empleo y sin ahorros). Caro, arriesgado y distorsionador. A medio camino entre un reflotamiento total y un reflotamiento selectivo. Podría ser peor, pero también podría ser mucho mejor.

La crisis económica del coronavirus constituye un fortísimo 'shock' de oferta que, a su vez, reverbera en forma de 'shock' de demanda y que, en última instancia, amenaza con engendrar una dolorosa depresión financiera. De ahí que convenga pensar en mecanismos que nos permitan minimizar el empobrecimiento que inevitablemente vamos a sufrir (si producimos menos, somos más pobres: no hay más). Y, al respecto, se están delineando dos grandes enfoques.

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