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De las cloacas al hostigamiento de la prensa
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Juan Ramón Rallo

Laissez faire

Por

De las cloacas al hostigamiento de la prensa

La campaña que Unidas Podemos ha perpetrado contra El Confidencial o contra Vicente Vallés solo pone de manifiesto su pulsión desacomplejadamente liberticida

Foto: El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias. (EFE)
El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias. (EFE)

Si el Estado suele describirse como el monopolio de la violencia legítima (en realidad, de aquella violencia que el propio Estado califica arbitrariamente como legítima), los políticos deberían ser vistos como la alta dirección de ese monopolio violento y, por tanto, como titulares de un poder extraordinario sobre la vida de cualquier ciudadano. La visión romántica de la política sostiene que los gobernantes utilizan ese poder extraordinario para perseguir algo así como 'el interés general', pero una visión de la política sin romanticismos nos sugiere que los gobernantes tratarán de instrumentalizar ese poder en su interés personal aun a costa del resto de ciudadanos.

Justamente porque el riesgo de abuso de poder —de tiranización, en definitiva—está inherentemente conectado al ejercicio de la política, la tradición de pensamiento liberal siempre ha enfatizado la necesidad no solo de establecer límites al ejercicio de ese poder (reconocimiento de una carta de derechos y libertades de los ciudadanos frente al Estado) sino también de articular un entramado institucional que minimice la capacidad de los políticos para convertirse en tiranos. Ese entramado institucional está compuesto tanto por los llamados pesos y contrapesos internos al poder estatal (separación de poderes, paradigmáticamente) como también por los contrapoderes frente al Estado: a saber, todas las otras fuentes de legitimidad social distintas de la política y que son susceptibles de movilizar a los ciudadanos en contra de aquellos políticos que abusan de su poder. Verbigracia: la familia, la religión, las ideologías, los sindicatos, las universidades, las multinacionales, los Estados extranjeros o la prensa.

Huelga decir que todos los políticos con vocación tiránica tratan de acorralar o incluso de suprimir la influencia de esos contrapoderes sociales para, de ese modo, consolidar un poder total y único para el Estado que ellos controlan. Y por eso los ataques de los políticos contra la prensa deben ser vistos con tamaña suspicacia y preocupación. La prensa desarrolla una labor fundamental a la hora de informar a la ciudadanía sobre las tropelías que cometen los políticos y, por tanto, a la hora de canalizar la presión ciudadana contra los aspirantes a tirano. Sin una prensa que monitorice los abusos políticos, estos se reproducirían sin que los ciudadanos fuéramos conscientes.

Lo anterior no significa, claro, que los políticos deban permanecer silentes frente a unas informaciones que juzguen falsas o imprecisas. La prensa no siempre acierta en sus revelaciones; en algunos casos, incluso podría llegar a desinformar de manera consciente para perjudicar a un determinado cargo público. Pero una cosa es que un político se defienda de informaciones que juzga falsas o imprecisas y otra muy distinta que intente matar al mensajero amedrentando a los medios de comunicación. Así, la campaña que Unidas Podemos ha perpetrado durante los últimos días contra periódicos como El Confidencial o contra periodistas como Vicente Vallés —a los que asimila con la ultraderecha o con las cloacas del Estado por el hecho de divulgar información inconveniente para el líder supremo del partido— solo pone de manifiesto su pulsión desacomplejadamente liberticida. Porque, aunque a todos los políticos les encantaría amordazar a los periodistas críticos, la mayoría de ellos todavía se guarda de exhibir en público semejantes dejes totalitarios: a la postre, entienden que los ataques políticos contra la prensa están mal en tanto en cuanto minan la calidad institucional que protege las libertades de los ciudadanos.

Pero el proyecto político de Unidas Podemos, en cambio, sí convalida ideológicamente esa demolición de los contrapoderes sociales que, como la prensa, se interponen en la voluntad soberana del Estado como presunta cristalización de la voluntad popular. Para Podemos, atacar a la prensa no está mal en sí mismo porque la prensa independiente, aun cuando diga verdades, es enemiga de un proyecto político —su proyecto político— que es más importante que la verdad. Recordemos que, para Iglesias, “el periodismo es un arma que vale para disparar. Punto. Ya está”, y que por ello, a su entender, “que existan medios privados ataca la libertad de expresión, hay que decirlo abiertamente”. Porque los medios privados son independientes del poder político y por tanto pueden, en ocasiones, constreñir su expansión abusiva por todos los rincones de la sociedad.

Y por eso mismo es necesario revolverse como gato panza arriba ante cualquier intento del poder político por desplazar la frontera de lo socialmente tolerable: los gobernantes no han de adquirir la prerrogativa de hostigar a periodistas díscolos dirigiendo contra ellos a sus huestes pardas. Ser político —detentar temporalmente los muy extraordinarios poderes del Estado— ha de llevar necesariamente adherida la carga de ser fiscalizado en cada uno de tus movimientos, con derecho de réplica a los argumentos pero jamás con el de señalamiento y llamamiento a la persecución de periodistas. Y si algunas personas no soportan ser fiscalizadas sin arremeter contra sus supervisores, entonces esas personas no deberían formar parte de la vida política por su evidente pulsión tiranizadora.

Si el Estado suele describirse como el monopolio de la violencia legítima (en realidad, de aquella violencia que el propio Estado califica arbitrariamente como legítima), los políticos deberían ser vistos como la alta dirección de ese monopolio violento y, por tanto, como titulares de un poder extraordinario sobre la vida de cualquier ciudadano. La visión romántica de la política sostiene que los gobernantes utilizan ese poder extraordinario para perseguir algo así como 'el interés general', pero una visión de la política sin romanticismos nos sugiere que los gobernantes tratarán de instrumentalizar ese poder en su interés personal aun a costa del resto de ciudadanos.

Vicente Vallés