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La democracia descansa sobre consensos tácitos y procedimientos
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Juan Ramón Rallo

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La democracia descansa sobre consensos tácitos y procedimientos

El sostén de unas instituciones formales siempre son las instituciones informales: la cultura, los valores y los consensos tácitos que estructuran la cooperación social

Foto: Simpatizantes de Trump, durante el asalto al Capitolio. (Reuters)
Simpatizantes de Trump, durante el asalto al Capitolio. (Reuters)
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Aunque la democracia suele caracterizarse y legitimarse apelando a “la voluntad del pueblo”, en realidad ni es ni puede ser tal cosa. La voluntad orgánica del pueblo no existe, puesto que lo único discernible son las voluntades individuales de cada ciudadano, las cuales, según qué arbitraria regla electoral usemos para agregar, dan lugar a muy heterogéneos resultados políticos: por ejemplo, si en 2016 hubiese gobernado “la lista más votada en EEUU”, Clinton habría sido presidenta (o no, porque entonces la campaña de Trump probablemente habría sido distinta y quizás hubiese arañado el diferencial de votos).

Si la democracia tiene algún cometido real, no es el de traducir los deseos subjetivos de los ciudadanos en un mandato objetivo de gobierno, sino más bien ritualizar un cambio pacífico de poder al frente del aparato estatal. El sistema establece unas reglas (arbitrarias) de agregación de sufragios y los aspirantes a comandar el Estado compiten de acuerdo con esas reglas para recibir los apoyos suficientes que les permitan acceder al poder. Los perdedores reconocen la victoria de los ganadores y rechazan usar la violencia contra los vencedores a cambio, claro, de que en el futuro los perdedores sigan deponiendo las armas para permitir que los nuevos ganadores en ese proceso arbitrario accedan al poder. La esencia del proceso no cambiaría demasiado si, en lugar de ser elegidos mediante votos, los representantes fueran escogidos mediante sorteo: la clave es, en cierto modo, distribuir las posibilidades de acceso al poder político y respetar un resultado no amañado de antemano. La alternativa, obviamente, sería algún tipo de sucesión dinástica (cuyo problema esencial es que predetermina quiénes accederán al poder) o la conquista violenta de ese poder (el gobierno de los más fuertes). Dejo fuera del análisis la mucho más deseable opción de que los ámbitos y la intensidad sobre los que se ejerce ese poder político se reduzcan de manera muy significativa y, por tanto, prime el autogobierno sobre el gobierno impuesto por terceros.

Foto: Trump acepta que se acaba su mandato y promete una "transición ordenada". (EFE)

Por supuesto, los sistemas democráticos están expuestos al riesgo del fraude, esto es, de que las reglas electorales por las que se agregan los votos sean manipuladas en favor de alguno de los contendientes. En tal caso, es lógico que los demás se opongan a una transición pacífica de poder que ha sido trampeada: si el pacto de no agresión solo se da en la medida en que uno gana respetando las reglas, si las reglas se rompen también se quiebra el pacto de no agresión. Pero justamente por ello, los sistemas democráticos también suelen establecer mecanismos meta-electorales para determinar si ha habido una vulneración de las reglas electorales, de modo que los distintos candidatos aceptan someterse al veredicto resolutorio de esos mecanismos meta-electorales. Por ejemplo, unos tribunales independientes del proceso electoral son los que examinan las acusaciones de fraude y resuelven de acuerdo con el peso de la evidencia presentada.

Evidentemente, cabe la posibilidad de que alguno de los contendientes rechace incluso el meta-procedimiento para dilucidar si ha habido o no ha habido fraude, pero en tal caso no resta más que el enfrentamiento civil entre los que no aceptan un resultado electoral y los que sí lo aceptan. A la postre, ¿cómo resolver diferencias irreconciliables entre dos grupos cuando al menos uno de ellos rechaza cualquier árbitro salvo aquel que le dé la razón? Por eso, en democracia es fundamental que los procedimientos sean escrupulosamente respetados e incluso reverenciados por todas las partes que participan en la competición electoral: porque la alternativa al descrédito de los procedimientos es la violencia política.

Foto: Foto de archivo de Donald Trump. (Reuters)

Trump jugó con fuego desde antes de que se celebraran las elecciones sembrando preventivamente la sospecha de fraude si salía derrotado. Posteriormente, se declaró vencedor de los comicios antes de que los estados hubiesen terminado de contar los sufragios emitidos y de que hubiesen certificado sus votos electorales. Más tarde, alimentó una machacona narrativa, con la que ha convencido a buena parte de sus votantes, de que el fraude efectivamente se produjo y tuvo una escala masiva, a pesar de que ninguno de los 60 tribunales que han analizado sus demandas encontrara indicios fiables (y a pesar de que muchos de los jueces habían sido nombrados por republicanos o incluso por el propio Trump). Si la historia hubiese terminado aquí, habría bordeado la irresponsabilidad presidencial, pero dentro de la legitimidad de los procedimientos democráticos: si Trump hubiese aceptado las resoluciones de los tribunales, la historia del fraude masivo habría concluido ahí mismo. Pero no: el gran problema es que Trump llegó a deslegitimar las meta-reglas que sirven para garantizar la integridad de los procedimientos democráticos. Es decir, espoleó a 70 millones de seguidores a rechazar la transición pacífica en el poder simplemente porque él había perdido. Visto en perspectiva, acaso lo sorprendente sea que el discurso antidemocrático solo prendiera en el asalto al Capitolio del pasado miércoles y no en una insurrección civil a mucha mayor escala (algo que, por otro lado y si atendemos a la textualidad de las palabras de Trump, tampoco parecía algo que él mismo deseara: pero, entonces, ¿qué esperaba que iba a suceder alimentando el relato conspirativo durante tantas semanas?).

Al final, pues, el sostén de unas instituciones formales siempre son las instituciones informales: la cultura, los valores, las reglas no escritas y los consensos tácitos que estructuran la cooperación social. Y si estas instituciones informales son atacadas —y los cuatro años de Trump han constituido un ataque sin cuartel a esos consensos políticos implícitos—, entonces las instituciones formales pueden llegar a tambalearse, como vimos el pasado miércoles. Nunca despreciemos el daño que discursos corrosivos repetidos hasta la saciedad pueden hacerle a un determinado orden social: pero tampoco creamos que la solución contra esos discursos corrosivos pasa por censurarlos imponiendo coactivamente una especie de credo oficialista.

Aunque la democracia suele caracterizarse y legitimarse apelando a “la voluntad del pueblo”, en realidad ni es ni puede ser tal cosa. La voluntad orgánica del pueblo no existe, puesto que lo único discernible son las voluntades individuales de cada ciudadano, las cuales, según qué arbitraria regla electoral usemos para agregar, dan lugar a muy heterogéneos resultados políticos: por ejemplo, si en 2016 hubiese gobernado “la lista más votada en EEUU”, Clinton habría sido presidenta (o no, porque entonces la campaña de Trump probablemente habría sido distinta y quizás hubiese arañado el diferencial de votos).

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