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Limitando la política limitamos la corrupción
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Antonio España

Monetae Mutatione

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Limitando la política limitamos la corrupción

Seguramente ustedes conocen la novela El retrato de Dorian Gray, escrita y publicada por Oscar Wilde en 1890. El relato está protagonizado por el propio Dorian,

Seguramente ustedes conocen la novela El retrato de Dorian Gray, escrita y publicada por Oscar Wilde en 1890. El relato está protagonizado por el propio Dorian, un joven seducido por una visión hedonista del mundo que, convencido de que lo único que importa en la vida es la belleza y la satisfacción de los sentidos, desea mantenerse siempre con el mismo aspecto con el que le retrató Basil Hallward. Su deseo se ve cumplido, pero como contrapartida es su propia imagen sobre el lienzo, que da título a la obra, la que va envejeciendo y corrompiéndose tras cada uno de los crímenes y actos perversos que comete en su búsqueda permanente del bienestar.

Pues bien, algo parecido puede estar ocurriéndole a nuestra sociedad. Vendimos nuestra libertad a cambio de bienestar, y delegando algunas de las decisiones clave en nuestra vida, aceptamos también un cierto grado de corrupción política. Si somos honestos con nosotros mismos, hemos de admitir que, explícita o implícitamente, toleramos algo de corrupción siempre y cuando no la veamos. Siempre que el Estado siga satisfaciendo nuestras necesidades, y siempre que todo funcione bajo la apariencia de una democracia, mientras todos vivamos, como decía Bastiat, en la ficción de hacerlo a costa de los demás, no hay mayor problema.

Fíjense, si no, en la evolución del voto en nuestro país. Escándalos de corrupción los han tenido tanto el PSOE como el PP desde que inauguramos la democracia en nuestro país. Y, sin embargo, a lo largo de la serie histórica observamos cómo ambos partidos en su conjunto llevan dos décadas acaparando el voto ciudadano y, exceptuando la última convocatoria, han experimentado un claro ascenso desde que se destaparon los casos de corrupción del PSOE a principios de los 90, algunos de ellos, como el caso Filesa o el de los fondos reservados, tanto o incluso más graves que la sospecha que actualmente pesa sobre el partido de Mariano Rajoy de pagos en dinero negro.

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O miren los casos recientes en Valencia con la trama Gürtel, Andalucía con los ERE falsos o Cataluña con el caso Palau y su reflejo en el resultado electoral en esas comunidades autónomas. ¿Toleramos o no toleramos la corrupción? Pero, de vez en cuando, alguien se empeña en descorrer la cortina que, como en la novela de Oscar Wilde, cubre nuestras vergüenzas y oculta la incómoda presencia de la corrupción en nuestra sociedad. Y entonces es cuando nos indignamos, pese a que esta siempre estuvo allí, porque es inherente al sistema intervencionista en el que vivimos.

Miren, ahora mismo el debate está centrado en si debemos creer o no al presidente, si Rajoy hizo mal en no comparecer y no aceptar preguntas, si ha de querellarse o no contra Luis Bárcenas, o si el Gobierno en pleno ha de dimitir o no. Sinceramente, les confieso que no sé si el jefe del PP dice o no dice la verdad. Desde luego, comete un error de bulto por no enfrentarse a la opinión pública hasta que ésta quede satisfecha con sus explicaciones. Y tampoco ha dado muestras en su pasado reciente de que su palabra y sus convicciones tengan la solidez de una roca –ahí están las subidas de impuestos o la liberación de Bolinaga, en contra de lo que siempre ha defendido su partido. Además, como regla general, considero que debemos creernos, como máximo, el 5% de lo que diga cualquier político de cualquier partido. Pero tampoco podría sostener que miente, pues eso sólo lo conocen los afectados.

En todo caso, quizás sea una ocasión excepcional para hacer de la necesidad virtud y plantearnos, como sociedad, una reflexión seria acerca de la corrupción política y sus verdaderas causas.

Pueden leerse interesantes análisis sobre la diferente intensidad de la corrupción en los diferentes países, como es el caso de los informes que elabora anualmente la organización Transparencia Internacional –y que nos sitúa en el puesto 30, justo después de Botsuana–,  de los efectos que tiene la misma sobre la riqueza o pobreza de los países o en su desarrollo económico y social. También sobre cómo combatirla –generalmente proponiendo el endurecimiento de las sanciones, el incremento de la regulación o el  establecimiento de nuevos órganos gubernamentales de control y vigilancia.

Pero son poco frecuentes los informes que se orientan a estudiar las causas últimas que dan lugar a la existencia de prácticas de corrupción en nuestras sociedades. Y sin conocer las causas últimas, difícilmente podremos erradicarlas.

Para comprender el origen de la corrupción, les propongo que, por su brevedad y precisión, partamos de la definición sugerida por el profesor argentino y autor de Una teoría de la corrupción, Osvaldo Schenone, para quien ésta es una transacción voluntaria e ilegal entre un agente y su cliente, en perjuicio de un principal a quien el agente se suponía que tenía que servir.

Por aclarar términos, un agente es alguien que ha aceptado la obligación de actuar en representación de un tercero, al que los economistas denominan principal. Por ejemplo, un político es agente de los votantes, que actúan como principal. Por tanto, un político comete un acto de corrupción cuando, actuando en beneficio propio, traiciona a su electorado, y pacta una comisión con un tercero a cambio de, por ejemplo, adjudicarle una obra pública o promulgar una norma que favorece a éste y, en cambio, perjudica al resto de los ciudadanos.

Como pueden ver, es condición necesaria para que pueda darse el fenómeno indeseable de la corrupción que alguien tenga delegado el poder de tomar decisiones en nombre de otros. Y cuando los políticos deciden en nuestro nombre el destino de entre el 40 y el 50% de la producción del país en términos de PIB, es evidente que el terreno está abonado para que se den prácticas ilegales. La tarta es demasiado golosa como para desaprovechar las oportunidades que brinda el elefantiásico tamaño del estado y el grado de intromisión que le hemos permitido que alcance en nuestras vidas.

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Y es que teniendo en cuenta que, a diferencia del mercado, el proceso estatal es en esencia un juego de suma cero en el que cada acto del Gobierno supone siempre quitarle recursos a alguien para dárselos a otros, es perfectamente humano (1) tratar de evitar caer en el lado de los que salen perdiendo o (2) intentar formar parte de los beneficiarios de la redistribución pública.

Desde el mismo instante en que los poderes del Estado, encarnados en políticos y gobernantes, son quienes deciden de forma discrecional qué lado nos toca a cada uno de nosotros, están en disposición de comerciar con dicha capacidad y admitir sobornos de aquéllos que quieren evitar salir perjudicados de la acción gubernamental o salir beneficiados de ella. Sea para lucro personal, sea para la financiación de su partido. O, más probablemente, para ambas.

Es decir, que sin esa capacidad discrecional en manos del político profesional, sin intervencionismo estatal, no hay ocasión para la comisión.

Cuestión aparte es que toleremos, como decía más arriba, un cierto nivel subclínico de corrupción a cambio de creernos que siempre nos tocará en el lado de los beneficiados por el Estado del bienestar. Pero si queremos combatir realmente la corrupción y erradicarla, convendrán conmigo en que de todo lo anterior se deduce que la primera tarea será reducir gran parte de ese poder discrecional que han acumulado políticos y gobernantes a lo largo del tiempo.

Políticamente ya han visto que el proceso democrático no parece precisamente el más efectivo para acabar con la corrupción. Y tampoco podemos poner un policía en cada sede de partido político o en cada despacho ministerial, parlamentario o municipal. En todo caso, las regulaciones y el endurecimiento de las penas sólo encarecen el coste de la corrupción, pero no eliminan el incentivo. Probablemente, sólo lograrían aumentar el importe de la comisión, pero mientras el beneficio esperado sea superior al coste, seguirá habiendo trato. Así funcionamos los seres humanos, nos guste o no.

Entonces, permítanme que les pregunte, ¿por qué a pesar de la alarma social que origina la corrupción, y por qué a pesar de existir numerosas regulaciones y controles contra ella –desde los órganos jurisdiccionales ordinarios hasta los especialistas como la Fiscalía Anticorrupción, el Tribunal de Cuentas, la Intervención General del Estado o la UDEF–, nunca hemos podido combatirla eficientemente?

La cura más efectiva a largo plazo para la corrupción es, pues, la disminución del ámbito de actuación del Estado. Si no están de acuerdo y piensan que la corrupción se combate con más Estado, les invito a adivinar a qué país corresponde el punto más alejado abajo a la izquierda en el gráfico que acompaña a este post. Se trata de Corea del Norte, un país donde sólo hay Estado. 

Seguramente ustedes conocen la novela El retrato de Dorian Gray, escrita y publicada por Oscar Wilde en 1890. El relato está protagonizado por el propio Dorian, un joven seducido por una visión hedonista del mundo que, convencido de que lo único que importa en la vida es la belleza y la satisfacción de los sentidos, desea mantenerse siempre con el mismo aspecto con el que le retrató Basil Hallward. Su deseo se ve cumplido, pero como contrapartida es su propia imagen sobre el lienzo, que da título a la obra, la que va envejeciendo y corrompiéndose tras cada uno de los crímenes y actos perversos que comete en su búsqueda permanente del bienestar.