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Economía imprevista

Todos los días ocurren cosas improbables, quizá porque las cosas funcionan aleatoriamente. La experiencia secular e incluso la razón biológica nos enseñan nuestra incapacidad para conocer

Todos los días ocurren cosas improbables, quizá porque las cosas funcionan aleatoriamente. La experiencia secular e incluso la razón biológica nos enseñan nuestra incapacidad para conocer las causas de los sucesos y, por tanto, su previsión. Nuestro no saber es mucho más amplio que nuestro saber. Para ablandar la angustia de tal realidad, recurrimos a diferentes falacias, en especial la narrativa y la retrospectiva. La falacia narrativa nos lleva a buscar la lógica de cualquier asunto intrínsecamente ilógico para presentar un mundo comprensible y abarcable (historia, literatura, periodismo). La falacia retrospectiva, que actúa con la anterior, nos permite seguir siendo listos: tenemos siempre, a toro pasado, un buen ramillete de causas con que explicar y entender un acontecimiento inesperado.
 
Por la repetición de sucesos el hombre confía en su capacidad de previsión y, en unos ámbitos más que en otros, hay incluso especialistas en probabilidades que cobran una pasta. Nada más absurdo: a cada poco su oficio queda desbordado por sucesos nuevos. Aunque su status a duras penas se resiente: saben acorazarse bien con las falacias mencionadas, que adornan de nuevo su severidad de traje y corbata. Estamos todos pensando ya en la economía, estructurada en forma de flujos, reflujos, ciclos y reciclos. Es sólo una herramienta, obviamente, para sostener nuestra posibilidad de comprensión, pues parece más o menos claro que está sometida a un brutal movimiento aleatorio. Si se sabe que la economía funciona por ciclos, nadie es capaz de prever los ciclos catastróficos o, al menos, de que los demás crean en sus posibles previsiones. Cuando llega la crisis, se ponen en funcionamiento los instrumentos de la tranquilidad: todos a una estrujamos nuestras mentes en busca de ilaciones lógicas y, cómo no, de causas evidentes.

Quizá nada como la economía para comprobar la futilidad de la repetición: por más crisis que ha habido, seguimos siendo incapaces de evitarlas. Cuando volvemos hacia atrás, como siempre pasa, hallamos avisos, notas, declaraciones de personas que anunciaban la debacle. Pero eran puras Casandras: la situación, de momento, iba viento en popa o, a lo sumo, se requería sólo algún ajuste para que siguiera su buena marcha. Los agoreros estaban condenados a la incredulidad. Y si se trataba de algún político, se le tachaba de antipatriota o catastrofista. En España se llegó a la pura obscenidad: todo un gobierno, con sus apéndices mediáticos, ensordeciendo a la población a fuerza de negar lo que ya resultaba evidente y conocido de todos. Lo que estaba siendo ya toro pasado.

Hace unas semanas he leído El cisne negro, del libanés Nassim Nicholas Taleb, quien se declara empirista escéptico. Aun cuando niega la capacidad humana para prever cosas improbables, en la página 91 (de la edición española: Paidós 2008) hace el siguiente relato, previo a la crisis financiera actual: “En verano de 1982, los grandes bancos estadounidenses perdieron casi todas sus ganancias anteriores (acumuladas), casi todo lo que habían reunido en la historia de la banca. Habían estado concediendo préstamos a países de América Central y del Sur, que dejaron de pagar todos al mismo tiempo, un suceso de carácter excepcional. Así que bastó con un verano para comprender que ése era un negocio de aprovechados y que todas sus ganancias provenían de un juego muy arriesgado. Durante ese tiempo los banqueros hicieron creer a todo el mundo, ellos los primeros, que eran conservadores. No son conservadores, sólo fenomenalmente diestros para el autoengaño y para ocultar bajo la alfombra la posibilidad de una pérdida grande y devastadora. De hecho, la parodia se repitió diez años después con los grandes bancos conscientes del riesgo, que nuevamente se hallaban bajo presión económica, muchos de ellos a punto de quebrar, tras la caída del precio de las propiedades inmobiliarias a principios de la década de 1990, cuando la hoy desaparecida industria del ahorro y el préstamo necesitó un rescate a cargo del contribuyente de más de medio billón de dólares. El banco de la Reserva Federal los protegió a nuestras expensas: cuando los banqueros conservadores obtienen beneficios, ellos son quienes se llevan las ganancias; cuando caen enfermos, nosotros nos hacemos cargo de los costes”. La parodia, nuevamente.

En casos así, la aleatoriedad de los sucesos no debería servir para borrar responsabilidades: a no ser que los dirigentes económicos y políticos obedezcan en sus actos a una determinación biológica (lo que incumbiría más bien a la medicina genética), habrá que exigirles cuentas. En Davos lo ha dicho el propio Taleb: “You can’t have capitalism without punishment”. Pero nuestro tiempo es proclive a eximir de responsabilidades individuales: igual que, cuando una tromba de agua mata a cien personas en un camping levantado sobre un viejo cauce, la responsabilidad es de la administración y no del funcionario o funcionarios que firmaron los permisos, así la mala gestión del dinero común o privado se ampara en la imprevisión de unos acontecimientos que, quién iba a pensarlo, nos han sorprendidos a todos y han resultado mucho peores de lo que cabría esperarse. De nada sirven las quejas, y la única solución a la vista, como dice la politicastra metafórica, es que todos nos apretemos el cinturón. Lo que quiere decir, por usar unas palabras de Loretta Napoleoni (El País, 30 de enero) que “nadie, ni los gobiernos, ni los mercados, ni los economistas ni los políticos saben de verdad qué hacer”. Eso sí: cuando pase el ciclo y la cosa mejore, volveremos a complacernos y adormecernos, en espera de otra catástrofe imprevista. E così via.

Todos los días ocurren cosas improbables, quizá porque las cosas funcionan aleatoriamente. La experiencia secular e incluso la razón biológica nos enseñan nuestra incapacidad para conocer las causas de los sucesos y, por tanto, su previsión. Nuestro no saber es mucho más amplio que nuestro saber. Para ablandar la angustia de tal realidad, recurrimos a diferentes falacias, en especial la narrativa y la retrospectiva. La falacia narrativa nos lleva a buscar la lógica de cualquier asunto intrínsecamente ilógico para presentar un mundo comprensible y abarcable (historia, literatura, periodismo). La falacia retrospectiva, que actúa con la anterior, nos permite seguir siendo listos: tenemos siempre, a toro pasado, un buen ramillete de causas con que explicar y entender un acontecimiento inesperado.
 
Por la repetición de sucesos el hombre confía en su capacidad de previsión y, en unos ámbitos más que en otros, hay incluso especialistas en probabilidades que cobran una pasta. Nada más absurdo: a cada poco su oficio queda desbordado por sucesos nuevos. Aunque su status a duras penas se resiente: saben acorazarse bien con las falacias mencionadas, que adornan de nuevo su severidad de traje y corbata. Estamos todos pensando ya en la economía, estructurada en forma de flujos, reflujos, ciclos y reciclos. Es sólo una herramienta, obviamente, para sostener nuestra posibilidad de comprensión, pues parece más o menos claro que está sometida a un brutal movimiento aleatorio. Si se sabe que la economía funciona por ciclos, nadie es capaz de prever los ciclos catastróficos o, al menos, de que los demás crean en sus posibles previsiones. Cuando llega la crisis, se ponen en funcionamiento los instrumentos de la tranquilidad: todos a una estrujamos nuestras mentes en busca de ilaciones lógicas y, cómo no, de causas evidentes.