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El turismo de la nada

La cultura de masas lo que genera es… masa. Y las exigencias propias de la masa —que es aglomeración, que es consumo y, por tanto, nutriente de este negocio— no parece que vayan por reclamar la autenticidad

Foto: Una persona disfrazada de torero canta ante un grupo de turistas en Valencia. (EFE/Biel Aliño)
Una persona disfrazada de torero canta ante un grupo de turistas en Valencia. (EFE/Biel Aliño)

Uno de los errores más flagrantes en que cayeron los expertos en turismo antes de la pandemia fue creer que las últimas tendencias generales de la demanda apuntaban hacia la “búsqueda de la autenticidad”, dada la saturación de los destinos y el empalago de su falso tipismo. Parecía claro que el éxito del turismo de masas, en el sedimento de una evolución de años, se basaba en una equilibrada oferta entre el punto de exotismo que siempre suscita una geografía diferente y la cómoda seguridad que aportaba el modo de vida de lo cotidiano, casi como un paracaídas de repuesto. Llevar o no este paracaídas es lo que marcaba precisamente la diferencia entre un turista y un viajero. Con el turista podía montarse una segura industria, como avizoró el genio de Thomas Cook. Con el viajero no, porque pertenece al género de la aventura, que es algo que está entre lo literario, la infancia recuperada y los documentales de Jesús Calleja. Y nada más.

La oferta de cotidianidad estaba en general bastante clara. Se componía de un completo código de señales que te remitían a la seguridad del lugar de origen, fuera este cual fuera. El ejemplo más próximo era el McDonald’s. El Big Mac y la Coca-Cola habían dado en la tecla de un sabor y una liturgia universales a precio de mochilero, pero, además, los dos arcos parabólicos de su gran M mayúscula, cuando alguna vez se ha encontrado uno perdido en un país lejano de idioma inextricable, debían ejercer un efecto parecido al de los arcos de medio punto del románico que, en el atrio de una modesta iglesia surgida de un páramo desolado, te devolvía la tranquilidad de saber que estabas en el Camino de Santiago, la modesta globalización del medioevo, o sea, en casa.

Pensábamos que como el turismo iba a más, y cada vez se incorporaban al negocio aspectos de la vida que lo hacían todo turistizable, la saturación podría conducir al hartazgo y a la merma del valor del destino. Era un craso error debido a la ofuscación que con frecuencia aqueja a los expertos cuando trasladan a la realidad lo que no es sino la formulación de sus deseos. Sinceramente, creemos que la autenticidad le importa una higa al turista, en un mundo esencialmente interconectado y en el que ya quedan pocos arcanos que susciten la curiosidad de nadie, excepto, en todo caso, esa fascinante isla de Sentinel, en el océano Índico, que descuartiza a los forasteros que arriban a sus playas sin distinguir si son turistas, viajeros o vendedores de telefonía móvil. Como explicaba Baudrillard en su ensayo sobre el Beaubourg, la cultura de masas lo que genera es… masa. Y las exigencias propias de la masa —que es aglomeración, que es consumo y, por tanto, nutriente de este negocio— no parece que vayan por reclamar la autenticidad, sobre todo cuando magníficas réplicas de lo auténtico están al alcance de cualquier móvil cercano que haya escuchado subrepticiamente tu conversación y quiera intervenir en ella.

Hoy, a las dimensiones que ha alcanzado el turismo ni siquiera les valdrían los diagnósticos de Baudrillard. De la pandemia ha salido un modelo de urbanita despendolado, no precisamente ávido de curiosidad por el patrimonio de los destinos turísticos, sino interesado en el mismo hecho de desplazarse, de satisfacer instintos gregarios que la pandemia casi ahogó, celebrando una especie de ritual consistente en pagar un viaje para no ver nada, algo que solo está al alcance de los elegidos, pues pagar por ver algo está al alcance de cualquiera. Las íntimas pulsiones que motivan hoy al turismo de masas revelan un comportamiento singular cuyo paradigma podría ser el turista de cruceros: alguien que practica el fetichismo del sitio, es decir, descender a tierra para estar unas pocas horas en el lugar, consumir su aire e invadir su espacio ciudadano, arrancando pequeños trocitos del alma urbana mediante compulsivos picotazos de selfis.

Foto: Obviamente, Tudela. (EFE/Mikel Arilla)

En el fondo, se trata de una modalidad de turista neoplatónico, pues sabe que la esencia de las cosas está en las imágenes reflectadas en la cueva y las otras, las arquetípicas, son como el mosto del vino, esencial para su fabricación, pero imbebible. Diríase, pues, que es el suyo un tipo de turismo abstracto, sin referencias ni inquietudes, abierto a emociones programadas, muchas de ellas derivadas del tópico que, a fin de cuentas, basa en su falsedad la viabilidad misma de su consumo.

Como escribe Antonio Fernández Vicente en su libro Ciudades del aire, “hay un deseo inscrito en el ciudadano en red: convertir su experiencia en imagen tomada por nosotros mismos”. Como el cazador que se cuelga las perdices del cinto, el nuevo turista cuelga sus selfis en el morral de su móvil para repasarlos en la soledad de la noche; y allí, deslizando religiosamente su dedito por la pantalla del smartphone como Irene Vallejo podría hojear las páginas de un incunable, exclama para sus adentros: "¡Yo estuve allí!".

Por supuesto, a lo que se refiera ese allí es algo completamente irrelevante.

*Salvador Moreno Peralta, arquitecto (codirector, con Damián Quero y José Seguí, del Plan General de Ordenación Urbana de Málaga 1983, Premio Nacional de Urbanismo 1985).

Uno de los errores más flagrantes en que cayeron los expertos en turismo antes de la pandemia fue creer que las últimas tendencias generales de la demanda apuntaban hacia la “búsqueda de la autenticidad”, dada la saturación de los destinos y el empalago de su falso tipismo. Parecía claro que el éxito del turismo de masas, en el sedimento de una evolución de años, se basaba en una equilibrada oferta entre el punto de exotismo que siempre suscita una geografía diferente y la cómoda seguridad que aportaba el modo de vida de lo cotidiano, casi como un paracaídas de repuesto. Llevar o no este paracaídas es lo que marcaba precisamente la diferencia entre un turista y un viajero. Con el turista podía montarse una segura industria, como avizoró el genio de Thomas Cook. Con el viajero no, porque pertenece al género de la aventura, que es algo que está entre lo literario, la infancia recuperada y los documentales de Jesús Calleja. Y nada más.

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