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El bostezo del príncipe Luis
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Antonio Casado

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El bostezo del príncipe Luis

También España es una democracia coronada, pero no recuerda ni de lejos la necrosada idea sobre el origen divino del poder

Foto: El príncipe Luis, junto al resto de la familia real británica, en la coronación de Carlos III. (Reuters/Yui Mok)
El príncipe Luis, junto al resto de la familia real británica, en la coronación de Carlos III. (Reuters/Yui Mok)
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La coronación de Carlos III multiplica los motivos de quienes, dentro y fuera del Reino Unido, consideran apremiante el reto de recomponer la deteriorada imagen de la familia real, así como el de modernizar los usos y costumbres de la monarquía británica.

A estas alturas de la película tiene muy difícil acomodo mental la necrosada idea sobre el origen divino del poder. Aunque es mucho peor su abigarrado modo de escenificarlo, sus dos coronas, sus dos cetros, sus dos carrozas, su trono de Eduardo decorado con pájaros, hojas y animales, su anillo de oro con incrustaciones de diamantes para el cuarto dedo del monarca, o sea…

Foto: El príncipe Louis, junto al resto de la familia real británica en el balcón de Buckingham. (Reuters/Hannah McKay)

De haberse llevado a cabo un par de horas más tarde, lo del sábado en Londres hubiera sido el mejor inductor para la siesta de fin de semana. Simbolismo hasta el aturdimiento. Ritual hasta el hartazgo. Y ceremonioso hasta el punto de que algunos echamos de menos al niño Froilán, el hijo de la infanta Elena y Jaime de Marichalar que atraía a las cámaras de televisión y enamoraba a los telespectadores con sus infantiles provocaciones en los momentos más solemnes de la ceremonia.

El papel disonante del entonces niño Froilán en España lo hizo en esta ocasión el príncipe Luis (hijo menor del heredero, Guillermo, príncipe de Gales). Las sonrisas que nos arrancó cursaron como contragolpes de realidad en medio del cuento de hadas. Y su bostezo ha dado la vuelta el mundo porque fue una excelente reseña visual del tedio generado por la arcaica liturgia que no ha cambiado desde el siglo XIV.

No procede endosar la candorosa lucidez del príncipe Luis a su inmaculada condición infantil. El mismo tedio, aunque ya sin el don de la inocencia, apareció en el semblante del mismísimo Carlos III, que era el desganado protagonista. Se entiende. En su tercera edad (y última) está de vuelta de los cuentos que mecen la cuna del hombre.

Foto: Carlos III en su acto de coronación. (Reuters)

De ahí su cara de aburrimiento. Al adúltero rey de Inglaterra —en eso se parece a nuestro Borbón emérito— le han dormido con todos los cuentos, y ya se los sabe todos (ay, mi León Felipe), incluido uno de los salmos declamados por el arzobispo de Canterbury. El que dice que el privilegio del poder viene acompañado del deber de servir a los demás.

Cuando el templo se come pomposamente a la doctrina, cuando las formas entierran el fondo so pretexto de respeto a la tradición, cuando la liturgia confisca razones y pensamientos, cuando de todo eso se despachan dosis de caballo, no me extraña que tras la muerte de Isabel II el grito amarillo de Not My King, reprimido este fin de semana por las fuerzas policiales, haya sonado en la calle más que el God Save the King.

¿Alguien se imagina al cardenal primado de España coronando a Felipe VI y pidiendo a los españoles un juramento de lealtad al Rey?

Absténganse quienes crean haber encontrado en la coronación de Carlos III una oportunidad para arremeter contra la monarquía española en nombre de nuestro retrospectivo ardor republicano. Nada comparable al ritualismo debido a un obsoleto compromiso con tradiciones medievales. También la nuestra es una democracia coronada, pero nada recuerda ni de lejos la obsoleta alianza del poder temporal con el espiritual.

¿Alguien se imagina al cardenal primado de España, o en su caso al papa Francisco, coronando a Felipe VI y pidiendo a los españoles un juramento de lealtad al Rey?

La coronación de Carlos III multiplica los motivos de quienes, dentro y fuera del Reino Unido, consideran apremiante el reto de recomponer la deteriorada imagen de la familia real, así como el de modernizar los usos y costumbres de la monarquía británica.

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