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Mariano Vergara

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En Málaga, ni en los peores tiempos se ha sentido el asfixiante yugo del 'qué dirán', aquí se ha practicado siempre el principio liberal del 'vive y deja vivir'

Foto: Vista aérea de Málaga. (iStock)
Vista aérea de Málaga. (iStock)

Hace 3.000 años, gentes procedentes de Tiro arribaron a nuestras costas en ágiles naves que portaban ojos pintados en las amuras de proa. Eran navegantes, comerciantes, fundadores de colonias y factorías, transportaban productos a lo largo de todo el Mediterráneo y no tenían ninguna pretensión de sojuzgar a nadie, ni discriminar sus negocios en razón de razas, ni religiones, ni mucho menos de crear imperios. Iban a lo que iban, a ganar dinero, y si para ello tenían que engañar a los nativos, lo hacían con la astucia de un jugador audaz. Nada por aquí, nada por allá. Para ello, trabajaban largas horas y en los descansos se tumbaban al sol, bebiendo el vino que ellos mismos transportaban, o criaban, rodeados de mujeres, niños y perros, sin molestar a nadie, gozando plenamente del vivir en un mundo azul de mar en calma y cielos rojos al atardecer.

Así nació Málaga, una de las más antiguas ciudades del Occidente europeo. Y a pesar de ello no es capital de nada, ni ganas de ello. No presume de nada, no alardea de nada, se ríe de sí misma como su vieja hermana Cádiz y sigue conservando en el olor de la sal marina, la agudeza de inteligencia, el centelleo en los ojos y la velocidad de la gaviota cuando se lanza en picado a cazar al ingenuo pez que nada tranquilo a ras de agua.

Foto: El Polo de Contenidos Digitales se ha convertido en una incubadora de empresas del sector de los videojuegos. (Ayuntamiento de Málaga)
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Pero no vayamos a confundirnos, como suele ocurrir en determinados ámbitos y lugares. En esta ciudad aparentemente tan aficionada a la fiesta, a veces nada es lo que parece. Aquí nunca ha existido una alta nobleza, aquí nunca ha existido una sociedad agrícola, ni ganadera, aquí ni en los peores tiempos se ha sentido el asfixiante yugo del 'qué dirán', aquí se ha practicado siempre el principio liberal del 'vive y deja vivir' y cada uno ha hecho de su capa un sayo. Aquí ha existido una espléndida alta burguesía culta, liberal, comerciante, industrial, exportadora, viajera, que mandaba a sus hijos a estudiar fuera, que construía mansiones de verano en la Caleta, compraba arte y sabía lo que era un buró de Maples. Una delgada clase media y un vasto proletariado, que trabajaba de sol a sol al otro lado del Guadalmedina en los primeros altos hornos que hubo en España.

Hasta la propia configuración geográfica de la ciudad, rodeada de montañas que la aíslan de calores, fríos y otro tipo de formas de vida de ventanas cerradas, ha hecho que a lo largo de los siglos el dinamismo, el optimismo, las ganas de vivir, el carácter indomable de sus gentes y la inteligencia de unas estirpes empresariales, que casi siempre llegaron de fuera, hayan reinventado Málaga cada vez que circunstancias adversas han hecho caer las altas torres de sus conquistas industriales o económicas. La primera en el peligro de la libertad, como dice su escudo. Sin libertad económica, el resto es una quimera. De fuera llegaron los cientos de apellidos, que crearon la mejor Málaga, esa cuya mayoría descansa en el bellísimo Cementerio Inglés, inspirador, al parecer, del mar siempre recomenzado de Paul Valery. Málaga siempre recomenzada, nunca derrotada, siempre puesta en pie ante cada caída.

Foto: Vista aérea de Málaga. (iStock)

Y a los frutos secos, el vino y las pasas, sucedieron la metalurgia y el textil. Y cuando la filoxera arrasó los viñedos, acabando con el glorioso comercio de vinos, se inventaron el clima y el primer turismo. Y después, cuando Málaga agotada y agostada por sucesivas quiebras, cuando el turista llegaba al aeropuerto y se marchaba a la inalcanzable Marbella, surgió el coraje y la fuerza y se inventó el mundo del ocio, la cultura y la tecnología. Y llegaron las comunicaciones y los museos y la restauración de un hermoso centro histórico abandonado por siglos. Y los 3.000 años de historia del arte en vertical del Museo Picasso. Y llegó el turismo. Algunos dicen que de forma masiva. Es posible. Mejor es eso que el gris menesteroso de tantas ciudades españolas de hoy. Y con el turismo llegaron los hoteles. Y ahí surgieron muchos jóvenes empresarios, que se dieron cuenta de que los inversores de fuera no querían oír hablar de la costa, sino de Málaga. Invertir en inmuebles del centro histórico. La segunda en España tras Madrid. Reinventar la ciudad otra vez.

Foto: Vista del cubo del Centro Pompidou Málaga (Agustín Rivera).

Entre esos jóvenes empresarios, he escogido como mejor ejemplo a Gonzalo Armenteros. Casi un chico en apariencia, que maneja con mano firme una empresa gigantesca. Como ejemplo de resistencia, de carácter indomable, de incapacidad de rendición y a base de cariño y buenas formas. Cuarenta y tres años, licenciado en Administración y Dirección de Empresas en la Complutense y máster en Gestión Hotelera en Cornell. Sabía lo que quería. En Málaga no existen los complejos. Al mejor alcalde se le ocurrió llamar Soho a una zona degradada de prostitución y drogas, que hoy es el bocado más exquisito del centro. Y Armenteros llamó Soho a la cadena hotelera que creó. Llegó a contar con 46 hoteles en todo el mundo entre 2014 y 2019. Y apareció el covid, y la ola de muerte y soledad. Y se encontró con la emblemática Equitativa en las manos, en las calles silenciosas, en el solar que ocupaba el palacio de los Larios. Y ahí está convertida en hotel y rescatada para la ciudad. Como en las estirpes de los grandes.

Gonzalo nunca se amilanó, aunque le daban un euro por su empresa. Una empresa que tiene aún hoy 600 empleados, cuyas nóminas suman un millón de euros al mes, y todo ello a base de calma, inteligencia, una infinita paciencia y un imbatible tesón. No conoce lo que es el descanso, ni la derrota. Está en la línea de los grandes del pasado. Con un préstamo de la SEPI de 40 millones y la esperanza del fin de la pandemia, mira con fe al horizonte, como la ciudad en que nació.

Hace 3.000 años, gentes procedentes de Tiro arribaron a nuestras costas en ágiles naves que portaban ojos pintados en las amuras de proa. Eran navegantes, comerciantes, fundadores de colonias y factorías, transportaban productos a lo largo de todo el Mediterráneo y no tenían ninguna pretensión de sojuzgar a nadie, ni discriminar sus negocios en razón de razas, ni religiones, ni mucho menos de crear imperios. Iban a lo que iban, a ganar dinero, y si para ello tenían que engañar a los nativos, lo hacían con la astucia de un jugador audaz. Nada por aquí, nada por allá. Para ello, trabajaban largas horas y en los descansos se tumbaban al sol, bebiendo el vino que ellos mismos transportaban, o criaban, rodeados de mujeres, niños y perros, sin molestar a nadie, gozando plenamente del vivir en un mundo azul de mar en calma y cielos rojos al atardecer.

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