Al sur del sur
Por
Sor Ángela de la Cruz
Abran sus mentes, entréguense a la ayuda a los otros, especialmente si son diferentes y ajenos, no condenen, no censuren, no hagan caso a los insultos, no se dejen llevar por la melancolía, ni el desánimo, ni el espíritu de derrota
Viendo en los días precedentes y en los que vendrán la bajeza a la que puede llegar el ser humano, sobre todo entre la clase política, pero no exclusivamente, incluso cuando hay cientos de muertos en medio y mientras siguen apareciendo cadáveres y oyendo el diluvio que cae ahora mismo sobre Málaga en alerta roja, acuden en auxilio de mi consideración del ser humano, personas sin miedo, jóvenes excavando la tierra a la busca de los muertos o de los vivos, la ira justamente desbordada de un pueblo envuelto en el barro bíblico del que venimos y al que vamos, los militares que aprietan los puños en sus cuarteles, con rabiosa obediencia porque no se les deja salir a la busca de un gemido, que indique que allí respira ahogadamente un ser humano, contemplando la fachada de la Catedral cubierta de barro como si fuera del chocolate amargo de la miseria, las cadenas humanas que forma una nación, que no tiene por qué obedecer a unos vividores miserables, las escasas excepciones positivas en el comportamiento de los más obligados a dar su aliento y su vida por el pueblo al que sirven, porque los elegimos y les pagamos con nuestros impuestos, que solo son nuestros porque los sufrimos, pero nos son ajenos, porque ellos nos los imponen, viene de pronto, como del cielo, la seguridad de que no todos somos iguales. Y que como sostiene Scruton la belleza conduce a la bondad y a la inversa. Hay personas miserables y personas maravillosas a las que los miserables suelen odiar hasta extremos inverosímiles.
A espaldas del convento de las Hermanas de la Cruz, en la plaza de Arriola de Málaga, existe un monumento a su fundadora, Sor Ángela de la Cruz, no especialmente hermoso, pero sí humilde y sencillo como ella, junto al feo paredón del río, tantas veces desbordado. Cerca del hotel que hizo Rafael Moneo, como una muestra de sencillez ante la soberbia de la gran obra de arquitectura. En los tiempos del covid, la estatua amanecía con tres rosas en sus manos abiertas y un folio fijado con fixo en el pedestal, en el que una mano anónima escribía “que termine el covid, por el Papa Francisco, por la Iglesia Católica”. Cada mañana también, otra mano anónima desgarraba el papel, arrancando las dos últimas peticiones, dejando reducida la plegaria a la petición de que se acabara la enfermedad. Una forma de discriminación como otra cualquiera. Alguien consideraba que madre Angelita, que lo puede todo, cumplía con llevarse al covid y que al Papa y a la Iglesia los protegiera alguien con "menos mano" que ella. La verdad es que tenía gracia, pero si existe alguien en el mundo que sea lo opuesto a la discriminación entre seres humanos, ese alguien son las Hermanas de la Cruz. La saturación de condenas y de corrección de lo que se puede y lo que no se puede decir o pedir ha llegado a que hasta para pedir algo a los santos haya que hacerlo de acuerdo con lo políticamente correcto y éticamente presentable. Aunque el censor sea ateo.
Tampoco es aceptable hablar de caridad, sino de esa complicada palabra de la “solidaridad”. No debe escribirse sobre algo trascendente, porque el canon imperante ha decidido que solo existe el “aquí y ahora”. No se considera estético que una persona culta cometa la simpleza de escribir, o hablar sobre una pobre mujer, que empezó siendo una humilde chica zapatera con escasa instrucción de un barrio de Sevilla, pero se empeñó como Francisco de Asís, en despojarse de todo, vestir un hábito de estameña, ceñirse una soga a la cintura, calzar alpargatas, dormir en una tabla, ser la más pobre entre los pobres, cuidar a los ancianos alcoholizados, a los enfermos abandonados, a los dejados de la mano de Dios, a los drogadictos, a las prostitutas, a la hez de la tierra, para terminar siendo algo tan absurdo como una santa. Se considera absurdo ser pobre como los pobres y vivir entre los más pobres, para, una vez conocida la pobreza a fondo, actuar contra ella sin otro instrumento que la caridad, la entrega absoluta, el amor. Miles de ancianos mueren solos, abandonados en esta Jerusalén desolada en la que los monjes canten a los cielos que derramen el rocío y las nubes lluevan al Justo. Las monjas de la Cruz siguen su inagotable vereda de repartir sonrisas y consuelo, sin pedir nada a cambio, sin esperar nada de los que ellas amortajan, con amor y cuidado como hicieron con mi madre el día en que se fue. Misericordia, otra hermosa palabra pasada de moda, según la cursilería imperante del oxímoron y la distopía. La anormalidad de la normalidad ha llegado a tal punto de degeneración, que ya se nos dice por parte del llamado Bill Gates, ante el que El Avaro de Molière es un aprendiz, que no comamos animales, porque es mucho más sano comer carne sintética. Las Hermanas de la Cruz no comen carne nunca, son veganas por misericordia y no necesitan que nadie las empodere - ese ridículo verbo - porque ellas se confieren el poder para asistir en sus últimas horas a los parias y para dejarse insultar por los yonquis que las llaman brujas. No hay que ir a la India, porque suficiente miseria y santidad tenemos en España, ni tampoco buscar el misticismo hippy de los millonarios del primer mundo en el budismo zen, porque la espiritualidad de una hermana de la Cruz rezando postrada boca abajo sobre el frío suelo es tan alta como el vuelo de la caza de Juan de la Cruz.
La hermana María Petra, una chica joven, dejó su casa, sus padres y su patrimonio a los veinte años para seguir a Sor Ángela. Estuvo treinta años en Santiago del Estero, una provincia argentina árida, desértica y pobre, de la que volvió con la cara curtida y surcada de hondas arrugas resecas, como las de las gentes del campo y murió con noventa años con ojillos pícaros brillantes de felicidad, como portera de la inmaculada Casa Madre, en la antigua calle Alcázares, a la que el Ayuntamiento de la República impuso el nombre de Sor Ángela de la Cruz por su entrega a sofocar la pobreza de la ciudad de Sevilla. La Casa fue en tiempos el palacio de los condes de Miraflores de los Ángeles, cuyo hijo Fernando Villalón, el que soñaba con toros de ojos verdes, allí nació. Y donde la Macarena se detiene en Semana Santa, a cuya basílica seguramente algún año iría la hermana María Petra a cumplir esa tradición histórica de que solo las Hermanas de la Cruz peinan y planchan y visten la ropa interior a la Esperanza. Y ella abría el portón para que sus hermanas cantaran con el paso vuelto de cara hacia ellas. Comprendo que estas cosas dejen frío a la mayoría, sobre todo de Despeñaperros para arriba. Sor Ángela y sus hijas son puramente andaluzas. La Roma andaluza, la misma del Puente Romano de Córdoba, o el Teatro Romano de Málaga. Al amanecer del Viernes Santo, llegaban desde Motril, esos insólitos Balduino y Fabiola, a rezar el Vía Crucis con la comunidad por los hermosos patios porticados de columnas entre azahares. Nada más lejano a una clausura que una monja de la Cruz, que se tira literalmente a la calle en invierno y en verano con esa estameña que raspa la piel, a pedir limosna para los pobres y repartirla en los barrios marginales, a vencer con amor las pedradas de los pobres yonquis, que acaban siendo vencidos por el amor incondicional de estas mujeres, que desconocen el feminismo. Porque se ignora lo que se es y ni se plantea, cuando se tiene que curar las llagas del sida, o las venas encallecidas de los pinchazos de la heroína.
Y la hermana San Gonzalo, sobrina de la anterior, que siguió sus pasos hasta en el hecho de llevar décadas en la misma provincia argentina y los años que vendrán. Pensar en ese tipo de separaciones familiares en pos de un ideal de entrega y servicio a los pobres, aparte de la dificultad de entendimiento que entrañan, llevan consigo la admiración ante la firmeza de unos durísimos ideales. Jamás veréis a una hermana de la Cruz triste, deprimida, hundida. Nunca. Son la imagen de la plena felicidad que da el vivir por y para los demás. Y la defensa de una causa justa. La sonrisa en la cara siempre,
Abran sus mentes, entréguense a la ayuda a los otros, especialmente si son diferentes y ajenos, no condenen, no censuren, no hagan caso a los insultos, no se dejen llevar por la melancolía, ni el desánimo, ni el espíritu de derrota. Abandonen la mediocridad y sean héroes a ratos. Por difíciles que sean las circunstancias, como las de ahora, nada existe más fuerte contra el mal que el negarse a admitir que vamos a aceptarlo. Nunca vamos a aceptar que no somos capaces de modificar las circunstancias adversas.
Viendo en los días precedentes y en los que vendrán la bajeza a la que puede llegar el ser humano, sobre todo entre la clase política, pero no exclusivamente, incluso cuando hay cientos de muertos en medio y mientras siguen apareciendo cadáveres y oyendo el diluvio que cae ahora mismo sobre Málaga en alerta roja, acuden en auxilio de mi consideración del ser humano, personas sin miedo, jóvenes excavando la tierra a la busca de los muertos o de los vivos, la ira justamente desbordada de un pueblo envuelto en el barro bíblico del que venimos y al que vamos, los militares que aprietan los puños en sus cuarteles, con rabiosa obediencia porque no se les deja salir a la busca de un gemido, que indique que allí respira ahogadamente un ser humano, contemplando la fachada de la Catedral cubierta de barro como si fuera del chocolate amargo de la miseria, las cadenas humanas que forma una nación, que no tiene por qué obedecer a unos vividores miserables, las escasas excepciones positivas en el comportamiento de los más obligados a dar su aliento y su vida por el pueblo al que sirven, porque los elegimos y les pagamos con nuestros impuestos, que solo son nuestros porque los sufrimos, pero nos son ajenos, porque ellos nos los imponen, viene de pronto, como del cielo, la seguridad de que no todos somos iguales. Y que como sostiene Scruton la belleza conduce a la bondad y a la inversa. Hay personas miserables y personas maravillosas a las que los miserables suelen odiar hasta extremos inverosímiles.