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Un francés, un valenciano y dos americanos
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Un francés, un valenciano y dos americanos

Así quedaron fascinados por Andalucía Matisse, Sorolla, Archer Milton Huntington y Anna Hyatt Huntington

Foto: 'Café Novedades' de Sorolla. (Fundación Banco Santander)
'Café Novedades' de Sorolla. (Fundación Banco Santander)

“¡Vivan las mujeres, el vino y el tabaco!” escrito con letra funambulista en un cuaderno.

Apenas le bastaron unos días a Matisse, maestro del fauvismo, para quedar absolutamente embriagado del, manidamente llamado, embrujo andaluz, que no es más que poner en práctica la octava acepción de la palabra vivir.

A pesar de caer enfermo con fiebre durante los primeros días de su estancia en Andalucía, el francés no contempló la posibilidad de volver a Francia. Tanto le cogió el gusto al paisaje, al natural y, sobre todo, al humano, caritas guapas y flamencas en la noche sevillana, que poco le faltó a la esposa de ‘mesié’ para venir y llevárselo a rastras para Francia.

Foto: La familia Sorolla-García, 1901. Museo Sorolla, AFMS 80242. (Fotógrafo: Antonio García Peris) Opinión

Antes de atender al llamamiento de la jefa, ya se había escapado tres días a Granada para cumplir el sueño de pasear por La Alhambra y volver a Sevilla, a gastarse las ganas de vivir ligero de equipaje. Testigos de su corta, pero intensa estancia andaluza, son las obras ‘Joaquina’ y ‘Naturalezas muertas en Sevilla I y II’. Corría mediados de enero de 1912 cuando el francés marchaba a la llamada de su Amélie.

Diez años antes, en 1902, otro pintor de fama reconocida había plantado sus pies en el sur de España. Un valenciano dueño de la luz, Joaquín Sorolla.

“No soporto a los andaluces”. No te preocupes, Joaquín, hay días que nosotros tampoco nos aguantamos.

Le costó más al valenciano descifrar los códigos del paisaje andaluz, pero lo hizo. Algunos años después de aquel primer encuentro agridulce, Sorolla recibe el encargo de Alfonso XIII para realizar distintos retratos reales y visita el Real Alcázar de Sevilla. Y allí salta la chispa. Entre los jardines y el rumor del agua de las fuentes del palacio, Sorolla encuentra el camino que le llevará, esta vez sí, a descubrir la luz del sur.

placeholder 'La pesca del atún' de Sorolla. (Wikipedia)
'La pesca del atún' de Sorolla. (Wikipedia)

En Sevilla, entre otras muchas obras, pintó el ‘Café Novedades’ a partir de una fotografía que le dedicara Pastora Imperio. “Al maestro Sorolla”. Pastora envuelta en un mantón de manila, el cuerpo manierista y los brazos al cielo. Me gusta imaginarme mirando a través de una mirilla improvisada cómo es el encuentro entre el maestro y la artista.

También realizó Sorolla una serie pictórica de los jardines del Real Alcázar, aquellos que le habían fascinado hasta el punto de servir de inspiración, junto a los de La Alhambra, para diseñar su casa de Madrid, hoy Museo Sorolla. Hasta compró azulejos en Triana para decorar algunos de sus patios.

En noviembre de 1911, firma el valenciano un documento con Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society of America de Nueva York, por el que el pintor se compromete a realizar el encargo de una serie de pinturas que debían mostrar los temas más representativos de las regiones de la Península Ibérica. Córdoba, Cádiz, Granada y Sevilla formaron parte de su periplo en Andalucía buscando las visiones de España que le encargaba el señor Huntington. El año 1912 se lo pasó el bueno de Sorolla de Erasmus por España pintando ‘El Palmeral’ de Elche, ‘La Romería’ de Galicia o ‘El concejo del Roncal’ de Navarra. De los catorce lienzos que componen la serie, cinco están dedicados a Andalucía: ‘El baile’, ‘Los toreros’, ‘Los nazarenos’, ‘El encierro’ y ‘La pesca del atún’.

placeholder 'El encierro' de Sorolla. (Wikipedia)
'El encierro' de Sorolla. (Wikipedia)

En 1919 terminaría Sorolla la monumental serie que debía decorar las paredes de la biblioteca de la institución neoyorkina, pero no terminaría su relación ciclotímica con Andalucía, atraído irremediablemente por la luz sureña.

Una atracción compartida con el señor Milton Huntington, arqueólogo y amante de lo hispánico, un amor traducido en la fundación en 1904 de una institución para fomentar y divulgar los estudios hispánicos y que actualmente alberga joyas documentales como cartas de Carlos V, Rubens o Velázquez, el mapamundi de Juan Vespucio, sobrino de Américo, o manuscritos y obras de Antonio de Nebrija, Alfonso X el Sabio o el Marqués de Santillana. Y joyas artísticas como las cinco que atesora de La Roldana y que lo convierten en el museo con mayor número de obras de la escultora sevillana.

placeholder Escultura del Cid de Anna Hyatt Huntington. (Wikipedia)
Escultura del Cid de Anna Hyatt Huntington. (Wikipedia)

Completamente tarumba por la cultura española, se vino a dirigir excavaciones a Itálica y, a través del historiador local José Gestoso, con lo excavado, se fueron engrosando los fondos del Museo Arqueológico hispalense. El mismo amor por la Historia de España, le llevó a viajar por nuestro país siguiendo los pasos del destierro de Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, un personaje histórico por el que sentía una tremenda fascinación. Y como el destino no es más que un cruce de hilos de distintas madejas, fue la segunda esposa de Huntington, Anna Hyatt Huntington, escultora de profesión, la que realizaría el monumento ecuestre al Cid Campeador y que se encuentra en la avenida del Cid en Sevilla. Una estatua que fue donada por la Hispanic Society of America para la Exposición Iberoamericana de 1929, posiblemente gracias a la amistad del matrimonio Huntington con algunos de los organizadores de la muestra. Contaba la propia escultora que el rey Alfonso XIII llegó a decirle: “yo siempre quise saber qué clase de caballo cabalgaba el Cid. Ahora, al ver el que usted modeló, coincido en que este es el único caballo digno de haber sido montado por el héroe castellano”.

Anna había pasado temporadas en Sevilla y a Arthur no era nada raro verle pasear por las calles de la capital andaluza, una ciudad de la que fue nombrado Hijo Adoptivo.

Ya hubiera querido Matisse el título a base de retratos de bailaoras como aquella que, con los brazos al cielo, retrató Sorolla en un café de Sevilla.

“¡Vivan las mujeres, el vino y el tabaco!” escrito con letra funambulista en un cuaderno.

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