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Doñana, Tierra Madre
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Doñana, Tierra Madre

La extraña belleza​ de una quietud que encierra una vida latente, tan hermosa como frágil, etérea como la estela del vuelo de los ánsares que al amanecer broncíneo planean desde la marisma a su Cerro en un rito repetido

Foto: Cuadro de la Duquesa de Alba. (Goya)
Cuadro de la Duquesa de Alba. (Goya)
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Tres ánsares despliegan sus alas en un vuelo rasante sobre el espejo líquido de la marisma. El paisaje azulado de brumas delata una mañana de otoño en Doñana a través del objetivo del fotógrafo almonteño Francisco Romero Cáceres. A pesar de la sequía que castiga a esta tierra sagrada del Bajo Guadalquivir, las aves migratorias acuden puntuales al ritual que les marca un vuelo con origen en el frío norte de Europa y destino en la mayor reserva ecológica del continente. Al despuntar el alba, los ánsares vuelan hasta el cerro que lleva su nombre, el punto más alto del parque natural. Allí, tragan la arena de las dunas, un remedio natural que les facilita la posterior digestión de las raíces que crecen bajo las marismas y de las que se alimentan.

Doñana y el agua. Doñana y la tierra. Doñana y la vida. Doñana “es la primera visión sensitiva del edén, esto es, de una tierra virgen, primigenia, favorecida por los dioses, a la que nadie podría nunca mancillar". Así lo afirmaba José Manuel Caballero Bonald, el escritor que encontraba a las musas en su Argónida de arena, pino y cielo.

Foto: Iván Garrido, uno de los hijos de Doñana. (Héctor Garrido)

Doñana, ese líquido y verde objeto de intereses de quienes solo ven la vida desde el cortoplacismo de su existencia, sin llegar a entender lo valioso del frágil equilibrio de este santuario de la naturaleza. Tierra mítica, sueño tartésico de aventureros con corbata y sombrero, memoria dorada de un paisaje transformado por el tiempo y por todos los que la han poblado buscando las bondades de la Tierra Madre.

Hacia los albores del primer milenio, el Lago Ligustinus citado por fuentes romanas, debió cubrir el actual Parque Nacional, que se fue colmatando de sedimentos y en cuyas marismas se asentaron pobladores romanos dedicados a la pesca y el salazón.

En época califal, los árabes criaban caballos y yeguas en Al-Mada'in (las Marismas) y los trasladaban hasta Medina Azahara, donde se elegían los mejores ejemplares para el ejército. Este es el primitivo origen de la Saca de las Yeguas, un acontecimiento que quedaría regulado en 1504 por los Duques de Medina Sidonia, dueños entonces de un lugar que había sido el cazadero real de Alfonso X El Sabio.

placeholder Alrededor de 1.500 cabezas de equinos en estado semisalvaje pasan delante de la ermita de El Rocío (Huelva) en la 'Saca de las Yeguas'. (EFE/Julián Pérez)
Alrededor de 1.500 cabezas de equinos en estado semisalvaje pasan delante de la ermita de El Rocío (Huelva) en la 'Saca de las Yeguas'. (EFE/Julián Pérez)

Doña Ana Mallarte, esposa del alcalde de Sanlúcar de Barrameda, a quien el VI Duque de Medina Sidonia había alquilado las Dehesas del Carrizal y la Ahulaga, construyó una vivienda conocida como el Hato de Doña Ana, sin saber que su nombre quedaría ligado a uno de los rincones más hermosos del mundo.

Rincón en el que posa una mujer con mantilla española. El nácar de su rostro está enmarcado por el azabache de una melena rizada, atrevida, indómita. María del Pilar Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo, vestido negro ceñido a la cintura con un fajín rojo como un azote, señala con el dedo índice de su mano hacia el suelo, a una inscripción que solo ella puede leer al derecho: “Solo Goya”. En las dos sortijas de sus dedos aristocráticos puede leerse “Alba” y “Goya”.

¿Amores imposibles a tu edad, Francisco?

Lo que tuvieron el maestro de Fuendetodos y la XIII Duquesa de Alba en su palacio de Doñana durante el verano de 1797, solo lo saben ellos y las dunas que guardan secretos de siglos. Dunas que serpentean seducidas por el viento de la costa atlántica, salpicadas de barron en pinceladas al óleo en las Dunas de Malandar de Daniel Bilbao, otro de los artistas que quedó atrapado por la belleza salvaje e introspectiva de Doñana. Finas capas de veladura van transmutando la materia en la bruma que envuelve al paisaje como una ensoñación, como un fotograma velado en la memoria de un tiempo pasado.

placeholder 'La Sal'. (Carmen Laffón)
'La Sal'. (Carmen Laffón)

Ese tiempo pasado me lleva a una playa de arena blanca a los pies de un acantilado por el que asoman los pinos piñoneros del Coto. Neveras y bronceadores para pieles dos décadas más jóvenes y menos expertas. Tersura en cuerpos verticales quebrando el horizonte que, a duras penas, separa los azules de mar y tierra, azules que escapan de la Punta de Malandar de Carmen Laffón. Una finísima lengua de tierra colmada de verdes y suspendida en una horizontal perfecta sobre el Río Grande que se vuelca al mar. Eso avistaba Carmen desde su terraza en Sanlúcar de Barrameda.

La extraña belleza de una quietud que encierra una vida latente tan hermosa como frágil, etérea como la estela del vuelo de los ánsares que al amanecer broncíneo de Doñana, planean desde la marisma a su Cerro en un rito repetido. Otoño de ciclos que se cumplen. El calendario se irá deshojando, pero será la partida de los ánsares hacia las tierras del norte la que anuncie la llegada de la primavera. En las manos de todos está que Doñana siga siendo la Tierra Madre a la que volver en un eterno retorno.

Tres ánsares despliegan sus alas en un vuelo rasante sobre el espejo líquido de la marisma. El paisaje azulado de brumas delata una mañana de otoño en Doñana a través del objetivo del fotógrafo almonteño Francisco Romero Cáceres. A pesar de la sequía que castiga a esta tierra sagrada del Bajo Guadalquivir, las aves migratorias acuden puntuales al ritual que les marca un vuelo con origen en el frío norte de Europa y destino en la mayor reserva ecológica del continente. Al despuntar el alba, los ánsares vuelan hasta el cerro que lleva su nombre, el punto más alto del parque natural. Allí, tragan la arena de las dunas, un remedio natural que les facilita la posterior digestión de las raíces que crecen bajo las marismas y de las que se alimentan.

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