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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Extranjeros en tierra propia

Las colas del Prado no las vemos en ningún Museo de Bellas Artes andaluz. En el sur sobreviven gracias al esfuerzo de sus escasas plantillas de profesionales, sin apenas inversiones ni programas adaptados

Foto: El Museo de Bellas Artes de Sevilla, en una imagen de archivo. (EFE/Raúl Caro)
El Museo de Bellas Artes de Sevilla, en una imagen de archivo. (EFE/Raúl Caro)
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Marco eleva la mirada contemplando con los ojos muy abiertos el lienzo imponente de la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino de Francisco de Zurbarán. A su lado, agachado en ese ejercicio paternal de exigencia física que lo coloca a su misma altura, su padre, Ramsés, historiador del arte y buen amigo de quien suscribe estas líneas, le va explicando a través de lo que me gusta llamar una pequeña píldora didáctica, todos los detalles de la obra del extremeño que hizo vida y carrera en aquella Sevilla cosmopolita y capital comercial del Imperio en el siglo XVII.

Los amparan las altísimas e imponentes bóvedas con pinturas murales del siempre infravalorado Domingo Martínez, figura fundamental en el panorama artístico de la Sevilla del XVIII, que forman parte de la iglesia del antiguo convento de la Merced, histórico edificio convertido en “Museo de pinturas” por Real Decreto del 16 de septiembre de 1835.

Pues ese ejercicio de aprendizaje, de inculcar el amor a nuestros hijos por el patrimonio propio, de reforzar los vínculos sentimentales con una ciudad que cada vez nos parece más extraña y ajena a través de sus museos, ha decidido la Consejería de Turismo, Cultura y Deporte de la Junta de Andalucía, presidida por el consejero Arturo Bernal, que debe pasar a ser de pago. Nada bueno presagiaba la supresión de una Consejería exclusiva de Cultura para pasar a integrarla y quedar relegada a la sombra de la maquinaria mastodóntica del Turismo.

placeholder El consejero andaluz de Turismo, Cultura y Deporte, Arturo Bernal, observa un cuadro de Murillo en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. (EFE/JUNTA DE ANDALUCÍA)
El consejero andaluz de Turismo, Cultura y Deporte, Arturo Bernal, observa un cuadro de Murillo en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. (EFE/JUNTA DE ANDALUCÍA)

Lo verdaderamente doloroso es que quienes pagamos con nuestros impuestos los servicios públicos debamos pasar por caja como un turista más en nuestra propia casa. Ni las cantidades que se estiman recaudar justifican la medida (¿reportará la exigua recaudación en los museos y enclaves arqueológicos?) ni la afluencia de visitantes, desgraciadamente.

Las colas del Prado no las vemos en ningún Museo de Bellas Artes andaluz. Los museos andaluces sobreviven gracias al esfuerzo de sus escasas plantillas de profesionales, sin apenas inversiones, sin programas didácticos adaptados a las nuevas tecnologías que acerquen estos centros de enseñanza a los ciudadanos. Porque un museo o un yacimiento arqueológico es un centro de enseñanza, un templo del saber, no es una empresa que tenga que rendir cuentas económicas a final de año ¿o es que si tiene pérdidas cerramos el edificio, almacenamos las obras y le damos al otrora espacio museístico un uso rentable desde el punto de vista exclusivamente económico?

Ay, cuántos Nuccio Ordine hacen falta en este mundo donde solo se valora lo rentable en caja, qué pocos al mando de los designios municipales, autonómicos y estatales conocen la utilidad de lo inútil que promulgaba el genial y malogrado profesor y escritor italiano… No se llevan las Humanidades, son algo carca, aburridas, se les empezaron a desprestigiar en los planes de estudio y quienes nos dedicamos a ellas, en un sentido u otro, somos vistos como unos románticos trasnochados. Pues cuán necesarias son en un mundo cada vez más mecanizado y deshumanizado.

"Los museos andaluces sobreviven gracias al esfuerzo de sus escasas plantillas de profesionales, sin apenas inversiones o sin programas didácticos adaptados"

Un mundo que nada tiene que ver con aquel que vio nacer los primeros museos, algo que en Andalucía se produjo en la segunda mitad del siglo XVI al calor del comercio con el Nuevo Mundo, un nuevo continente que proveía de nuevos objetos, fauna y flora sobre todo, las colecciones que desde décadas anteriores ya estaban configuradas como gabinetes de curiosidades, cámaras o estudios.

En Sevilla será referente en esta segunda mitad de la centuria el famoso museo de Gonzalo Argote de Molina que reunía una armería, biblioteca, retratos de Sánchez Coello, curiosidades y distintas rarezas. Con la Ilustración en el siglo XVIII ya se empezó a abrir paso el concepto de “lo público” y encontramos casos fuera de España de donaciones hechas a una ciudad u organismo para constituir un museo que empieza a tener un carácter “público” (Historia de los museos en Andalucía, José Ramón López Rodríguez, Editorial Universidad de Sevilla).

El Siglo de las Luces va a ver la apertura del Museo Capitolino de Roma, la donación de la Galería degli Uffizi a la Toscana, el British Museum (que junto a la National Gallery, entre otros museos londinenses, son gratuitos para todo el mundo…) o el Louvre, entre otros.

placeholder Turistas hacen cola para entrar en la Galería Ufizzi en Florencia (Italia), en una imagen de archivo. (EFE/Maurizio Degl Innocenti)
Turistas hacen cola para entrar en la Galería Ufizzi en Florencia (Italia), en una imagen de archivo. (EFE/Maurizio Degl Innocenti)

En Andalucía, hasta que llegaron los museos provinciales, autonómicos o estatales con gestión autonómica, es justo reconocer el papel de personajes como Pedro Leonardo de Villacevallos, quien forma en el siglo XVIII el museo más importante de Córdoba, los gaditanos de ascendencia extranjera Guillermo Terry (Museo del Marqués de la Cañada en El Puerto de Santa María) y Pedro Alonso O’Crouley (Museo O’Croulianense en Cádiz) o la extraordinaria Colección de Antigüedades de la Bética que reunió Francisco Bruna, teniente de alcalde del Real Alcázar de Sevilla, en el Palacio Gótico levantado en época de Alfonso X el Sabio en el recinto palaciego.

Los museos de Bellas Artes andaluces, en su mayor parte, tienen su origen en la desamortización de Mendizábal. Había que encontrar espacios donde exponer la ingente cantidad del patrimonio procedente de cientos de conventos y monasterios exclaustrados. En Sevilla se eligió el histórico convento de la Orden de la Merced fundado tras la conquista de la ciudad en 1248 y transformado de forma integral en las primeras décadas del siglo XVII por Juan de Oviedo hasta quedar convertido en un bellísimo ejemplo del manierismo andaluz.

Museos en busca de paz

En Córdoba se eligió el Hospital de la Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, en la Plaza del Potro, un histórico hospital con gran proyección en la ciudad cuyo objeto era atender a los enfermos y la redención de cautivos. Después de pasar por distintos usos, desde Hospital Militar de Sangre en la Guerra de la Independencia hasta casa de vecinos, a partir de 1862 se instalan en él distintas instituciones como el Museo de Bellas Artes, el Museo Arqueológico o la Real Academia de Córdoba, entre otros.

Van a ser fundamentales en la historia del museo de Bellas Artes cordobés nombres como Ramón Aguilar Fernández de Córdoba, Rafael Romero Barros y Enrique Romero de Torres (padre y hermano de Julio), Luis Maraver y Alfaro, Fuensanta García de la Torre o José María Palencia Cerezo, entre otros, que van a configurar el museo tal como lo conocemos hoy. En Granada, compartiendo origen en la desamortización de Mendizábal, se organiza el Museo Provincial en el exconvento dominico de Santa Cruz la Real, para terminar en la Casa de Castril.

Será ya bajo el impulso de Emilio Orozco Díaz y Antonio Gallego, cuando se cumpla el viejo anhelo de trasladar la colección al imponente Palacio de Carlos V que proyectó Pedro Machuca en el siglo XVI. Tres son los ejemplos que he querido traer de nuestros museos de Bellas Artes, nuestros templos del saber. No seremos multitud, pero sí somos muchos los andaluces que visitamos nuestros espacios museísticos en busca de paz y calma, de conocimiento e investigación, del puro placer de la contemplación de la belleza o buscando un momento de complicidad como Ramsés y el pequeño Marco que aprende a amar la pintura del barroco sevillano a través de los ojos de su padre. No pongan la tasa donde no es justa.

Marco eleva la mirada contemplando con los ojos muy abiertos el lienzo imponente de la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino de Francisco de Zurbarán. A su lado, agachado en ese ejercicio paternal de exigencia física que lo coloca a su misma altura, su padre, Ramsés, historiador del arte y buen amigo de quien suscribe estas líneas, le va explicando a través de lo que me gusta llamar una pequeña píldora didáctica, todos los detalles de la obra del extremeño que hizo vida y carrera en aquella Sevilla cosmopolita y capital comercial del Imperio en el siglo XVII.

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