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La inteligencia de unir y la torpeza de separar
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Plácido Fajardo

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La inteligencia de unir y la torpeza de separar

Frente a la tendencia disgregadora, la primera misión de cualquier líder que se precie debería ser unir a las personas, conciliar los intereses y alinear las voluntades

Foto: Representación de los hemisferios del cerebro. (iStock)
Representación de los hemisferios del cerebro. (iStock)

Hace unos años leí un estupendo libro de José Antonio Marina, 'La inteligencia fracasada, teoría y práctica de la estupidez', que sugería bajar de su pedestal a la inteligencia tal y como se entiende, en su vertiente cognitiva —razón y capacidad de procesamiento—, para impregnarla en la vida cotidiana. Lo relevante de la inteligencia es su puesta en acción, es decir, cómo usamos nuestras capacidades y cómo tomamos decisiones que nos lleven a alcanzar el propósito último, la felicidad.

A menudo vemos cómo personas inteligentes toman decisiones torpes en sus vidas que no solo carecen de beneficio alguno, sino que producen desdicha o perjuicio, tanto a ellos como a los demás. Se trata de fracasos de la inteligencia de distinta naturaleza, que el libro clasifica. Hay fracasos cognitivos, cuando nos obcecamos en algo o nos ciegan los prejuicios. Fracasos afectivos, cuando nos dejamos dominar por las pasiones. Fracasos del lenguaje, que provocan incomprensión y malentendidos. Y fracasos de la voluntad, cuando nos dejamos llevar por la desidia o la apatía. ¿Quién no ha hecho descarrilar su inteligencia en alguna ocasión tomando decisiones estúpidas, por uno u otro motivo?

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Algunas noticias recientes me han recordado a este fracaso de la inteligencia. Una de las cualidades más valiosas y admirables de una persona es su capacidad para unir, particularmente si ejerce una posición de liderazgo. Los elogios hacia la unidad y sus indudables bondades han sido una constante en la historia de la humanidad. La unión hace la fuerza es mucho más que un lema, es toda una máxima de gobernanza inspirada, cómo no, en la sabiduría clásica.

Apelar a la unión es una constante en cualquier organización, ya sea en la política, en los ejércitos, en las instituciones, en las empresas o en el deporte de competición. La consecuencia habitual de unir a las personas da como resultado una mejora o un beneficio, sencillamente porque la suma de esfuerzos multiplica el rendimiento.

En cambio, una tendencia natural del comportamiento humano en las organizaciones consiste en autoafirmarse mediante la diferenciación con el vecino. Lo propio es mejor, más importante, valioso o difícil que lo ajeno. Se potencia la autoestima a fuerza de minusvalorar al de enfrente. Se marcan terrenos y se establecen distancias que, en lugar de unir, separan, y que, en lugar de acercar, alejan.

Foto: Angela Merkel. (EFE/EPA/Michael Hanschke) Opinión
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A menudo, este proceso es alentado por los propios líderes, que suelen poseer entre sus rasgos de personalidad uno bastante importante: la competitividad. Este rasgo, que es muy conveniente en dosis óptimas, es nocivo en dosis excesivas, al inflar los egos, alimentar los conflictos, la rivalidad y favorecer el separatismo. La propensión a crear silos independientes suele reproducirse como esporas en las organizaciones de cualquier naturaleza, como mecanismo para establecer parcelas autónomas de poder. Como resultado, las disputas entre silos acarrean una pérdida de energía tan ineficiente como desesperante y una manifestación visible de torpeza, o sea, de inteligencia fracasada.

Frente a la tendencia disgregadora, la primera misión de cualquier líder que se precie debería ser unir a las personas, conciliar los intereses y alinear las voluntades. No solo para buscar consensos, sino para moldearlos, como decía Martin Luther King. El líder debería ser el mejor pegamento para mantener unido lo que tiende a separarse, para fijar un propósito común y conseguir que sea, además, compartido. Si quieres valorar a alguien por su capacidad de liderazgo, pregúntale qué ha sido capaz de unir, cómo lo ha conseguido y por cuánto tiempo.

Las disputas entre silos acarrean una pérdida de energía tan ineficiente como desesperante

Lo de separar, en cambio, es más fácil. Siempre hay argumentos para animar a la separación si alguien quiere dejarse llevar. Exaltar el sentimiento de independencia es un mensaje que se vende bien. Serás autónomo en tus decisiones, más dueño de tus actos e incluso más libre. Se me ocurren ejemplos por doquier. Los países frente a los organismos supranacionales, las regiones frente a los países, las organizaciones territoriales frente a las nacionales, las unidades de negocio frente a las empresas y hasta un cónyuge frente a otro en los matrimonios. Es fácil encontrar razones —o fantasías— por las cuales se vive mejor siendo independiente, autónomo, libre o separado, llámalo como quieras.

El arte de unir es mucho más difícil, valioso y digno de reconocimiento que sucumbir a la tentación de separar. Las buenas empresas penalizan a quienes van a su bola, a los versos sueltos que, en lugar de trabajar para el equipo y para el beneficio común, lo hacen para su exclusivo interés y promoción personal. Me parece una práctica imprescindible de la que debería tomar nota cualquier otro tipo de organización social o política. Consentir a quienes propugnan la separación en su propio beneficio y arrastran tras de sí seguidores en contra del bien común e interés general es un error muy caro de fatales consecuencias. Pero, además, significa ignorar que se está ensalzando con laureles a quienes representan un vivo ejemplo de inteligencia fracasada.

Hace unos años leí un estupendo libro de José Antonio Marina, 'La inteligencia fracasada, teoría y práctica de la estupidez', que sugería bajar de su pedestal a la inteligencia tal y como se entiende, en su vertiente cognitiva —razón y capacidad de procesamiento—, para impregnarla en la vida cotidiana. Lo relevante de la inteligencia es su puesta en acción, es decir, cómo usamos nuestras capacidades y cómo tomamos decisiones que nos lleven a alcanzar el propósito último, la felicidad.

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