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Ignasi Guardans

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Covid-19: gobernantes a ciegas

El Covid-19 y sus consecuencias representan una llamada sin precedentes al ejercicio de la responsabilidad individual

Foto: La Plaza Mayor de Madrid casi desierta este sábado. (EFE)
La Plaza Mayor de Madrid casi desierta este sábado. (EFE)

No soy catastrofista, y no tengo la mínima duda de que en un período prudencial dejaremos atrás estos días que estamos viviendo, saldremos de nuestros actuales refugios y podremos empezar la recuperación hasta la normalidad. Pero todavía no sabemos cuándo será eso, ni sabemos exactamente con qué consecuencias personales, económicas o sociales nos encontraremos cuando alguien nos asegure que ha vuelto la normalidad. Esa incertidumbre es muy difícil de llevar para cualquiera, pero resulta particularmente preocupante cuando afecta a quienes tienen la obligación de tomar decisiones colectivas sobre todos nosotros.

Llevamos muchas semanas escuchando a médicos y científicos, y es verdad que su información, sus conocimientos, sus cálculos y sus estimaciones sobre la pandemia deben estar ahora mismo en el fundamento de cualquier decisión relevante de carácter político, social, gubernativo o económico. Pero no nos engañemos: ni nos gobiernan científicos, ni aceptaríamos que así fuera. Todas las decisiones que se deben adoptar estos días han de tomar en consideración muchísimos factores que escapan del todo al estricto cálculo científico o médico. Tan irresponsable es el gobernante que no escuche a los médicos y científicos, como el que pretenda eludir sus responsabilidades y su obligación de tomar decisiones arriesgadas ocultándose detrás de batas blancas, de comités de análisis o de cuadros estadísticos.

El Covid-19 y sus consecuencias representan una llamada sin precedentes al ejercicio de la responsabilidad individual. Es cierto: nuestras conductas no pueden depender solo de lo que digan o no digan las autoridades públicas.

Pero es evidente que, aunque la gestión colectiva y pública no sustituye a la responsabilidad personal, los efectos del virus en todos los frentes obligan a cualquier gestor político a tomar decisiones arriesgadas con consecuencias sobre la vida, la salud, el bienestar y la economía de todos aquellos que están bajo su autoridad. Pero ¿a quién corresponde realmente tomar esas decisiones o fijar las pautas a seguir? ¿A los ayuntamientos? ¿Las regiones? ¿Los estados? ¿A la Unión Europea? ¿O incluso al planeta y al sistema de Naciones Unidas? La respuesta es que de todo un poco, como estamos viendo. Pero sin reglas claras, ni estructuras preparadas para adoptarlas.

Para muchos ciudadanos, en todas partes, la impresión es de cierta confusión en quienes nos gobiernan. Parece que nadie ni nada les haya preparado de verdad, ni a ellos ni a nuestras instituciones democráticas, para afrontar esta situación. Y quizá de ahí proceden las contradicciones, la improvisación, las rectificaciones a errores graves. Así como algunas reacciones lamentables de falta de solidaridad.

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Es sorprendente ver cómo a pesar del carácter ya esencialmente global de la pandemia, cada gobernante está actuando como si solo debiera tomar decisiones para atender las necesidades de aquellos y aquellas que tiene bajo su directo ámbito de responsabilidad, y sin atender a las decisiones adoptadas antes por otros en circunstancias idénticas. Recordemos que empezamos esta historia creyendo que todo era un problema local de una remota provincia de China (a gestionar exclusivamente por sus autoridades). Luego se presentó como una crisis de China entera: muchos millones de personas, pero lejanos y bien definidos. Pronto pasó a ser algo de otros países asiáticos y sus "zonas de riesgo": todavía no era cosa nuestra de verdad. Más tarde, quisimos creer que aquello era un problema de una región italiana, convertido para sorpresa de tantos en una crisis de todo el país. Pero seguía siendo "de ellos". No nuestro. Incluso cuando llegó a La Rioja, a Vitoria, a Madrid, tardamos en empezar a conjugar el "nosotros". Hoy ya es España entera la que aparece ante el mundo como (cito el 'New York Times') "el nuevo epicentro del coronavirus".

País por país, en Europa se ha ido viendo una evolución similar, en la que sociedad a sociedad, gobierno a gobierno, se ha ido imponiendo el paso del "ellos" al "nosotros" como sujetos reales de esta crisis que ya no es solo sanitaria.

Y así se explica —que no se justifica— que la Unión Europea —representada por la Comisión— solo haya empezado a entrar en juego de verdad esta semana, y todavía quede muy lejos de lo que cabría esperar. En la crisis del Covid-19 el "nosotros" europeo no estaba realmente activado. Y, en todo caso, la entrada en escena de la UE va a limitarse a aquellos ámbitos donde los Tratados le dan la posibilidad de hacerlo. No, en Europa no tenemos una autoridad federal, aunque los más europeístas confundamos a veces nuestros deseos con la cruda realidad. No existe el estado de alarma europeo. No hay nadie en la UE con capacidad de dar "órdenes" con efecto en toda Europa en ninguno de los asuntos más acuciantes de la gestión sanitaria de la crisis, o la restricción de movimientos o actividades. Todo ello es y seguirá siendo nacional, aunque la UE pueda establecer foros de coordinación y comunicación de decisiones.

Desgraciadamente, ni siquiera en el frente financiero y fiscal dispone la UE de todos los recursos decisorios que ahora necesita. Desde la crisis del 2008, y pese a tantas promesas que la siguieron, se perdieron unos años preciosos para "arreglar el tejado y prepararse para tormentas futuras", como le gustaba decir a Juncker. La irresponsable resistencia de algunos impide hoy contar la tan cacareada Unión Bancaria, con un verdadero presupuesto para actuar frente a las crisis o con el marco de un auténtico seguro europeo de desempleo.

Las medidas anunciadas incluyen una movilización limitada de recursos que en parte "desvestirán a un santo para vestir a otro", como puede ocurrir con los 37.000 millones de fondos estructurales redirigidos hacia esta crisis para facilitar la liquidez. Otras tienen un impacto incierto a medio y largo plazo, como las propuestas contra el desempleo o las propuestas de apoyo a la pequeña y mediana empresa a través del Fondo Europeo de Inversiones. Más relevante será la flexibilización de restricciones a la capacidad de actuar de cada Estado con incentivos fiscales y ayudas públicas. Y, de forma contundente, la Comisión se compromete también a asegurar que no se repiten escenas de insolidaridad entre estados miembros, rompiendo el mercado interior en la distribución de bienes y equipos necesarios para lidiar con la crisis.

Me gusta hacer pronósticos. Pero esta vez es imposible. También a escala europea es ya obvio que el virus y sus consecuencias corren mucho más rápido que la capacidad política para darles respuesta.

No soy catastrofista, y no tengo la mínima duda de que en un período prudencial dejaremos atrás estos días que estamos viviendo, saldremos de nuestros actuales refugios y podremos empezar la recuperación hasta la normalidad. Pero todavía no sabemos cuándo será eso, ni sabemos exactamente con qué consecuencias personales, económicas o sociales nos encontraremos cuando alguien nos asegure que ha vuelto la normalidad. Esa incertidumbre es muy difícil de llevar para cualquiera, pero resulta particularmente preocupante cuando afecta a quienes tienen la obligación de tomar decisiones colectivas sobre todos nosotros.

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