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La Diada desde dentro: impresiones de un murciano atónito a pie de calle
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Juan Soto Ivars

Un murciano en la corte del rey Artur

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La Diada desde dentro: impresiones de un murciano atónito a pie de calle

Las urnas pueden darnos a todos una sorpresa, pero esta demostración multitudinaria hace que uno se pregunte cuánto tiempo más puede postergarse la avalancha

Foto: Banderas independentistas en la Meridiana de Barcelona. (EFE)
Banderas independentistas en la Meridiana de Barcelona. (EFE)

Ella es adolescente, alta y delgada como la luna. Pasa con sus amigas que van todas esteladas y rápidas camino de la Meridiana. Yo con la edad de estas chicas no corrí delante de los grises y en educación física me escondía a fumar, así que alcanzarlas es un prodigio. Está la calle llena como si fuera carnaval, y no es solo la gente: la inundan las expectativas, que son mucho más grandes. Por fin pillo a las chicas y les pregunto: ¿Y vosotras? ¿Cómo veis lo que está pasando? Son jefas sioux, les salen las banderas de los moños y llevan las caras pintadas con rayas rojas y amarillas, triángulos azules con estrellas blancas dentro. Se ponen serias y tiesas, dice la más alta:

-Estamos pidiendo libertad porque estamos hartas de España. [La Diada en imágenes: de la ofrenda floral a la manifestación]

Lo ha dicho con voz desafiante y en catalán porque el murciano preguntaba en español, y creo que no hay mucho más que decir. Se disuelven en la masa, avanzo con el reguero humano sin saber dónde están mis propios pies, si en España o en la República Catalana, esto es, si en el presente turbulento o en un futuro extraño.

Cada pocos metros las gargantas, que son fuertes y vigorosas. Corean independencia, retumban los edificios, veo a un padre que lleva a una niña encima como si fuera un muñeco y la sacude, la niña chilla, patalea, y finalmente se da cuenta el padre de que hay que separar la pasión y el cuidado de los críos. La baja de los hombros y la consuela. Por un momento, el hombre deja los aperos de manifestante -la bandera, el silbato, el triángulo de cartón color de rosa- y saca de la mochila de la ANC una botella de agua Bezoya para darle de beber a la criatura.

Por fin pasamos junto al edificio imponente del Mercado de los Encantes. Más allá sólo hay vía catalana. Con una coordinación digna de hormigas, son cientos de miles de personas las que componen mosaicos. Las voces vienen de lo lejos y nos alcanzan. Independencia, independencia, independencia, tan fuerte que cuesta trabajo amansar el entusiasmo, permanecer frío.

Un poco después, la frialdad periodística da paso a una melancolía literaria. Los he visto reflejados en el techo metálico de los Encantes y he recordado la escena final de Cabaret, la última canción de la película. Entonces se veía también al gentío reflejado en un espejo deformante. Como necesito asirme a cualquier cosa le pregunto al hombre que tengo al lado:

placeholder Fotografía: Edgar Melo.
Fotografía: Edgar Melo.

-¿Usted qué cree, será la última Diada?

Y primero me investiga con los ojos, y como no me ve banderas ni pintura ni cartones de colores desconfía:

-¿La última Diada? ¿Estás loco?

Reconstruyo la pregunta:

-La última Diada reivindicativa.

Y sonríe:

-¡Eso sí! La próxima Diada será una fiesta.

Digan lo que digan los optimistas que hay al otro lado de la frontera imaginaria, el independentismo está creciendo sin que ningún adversario logre amansarlo

No es el único que lo dice. En este río de gente, que unos cifrarán más tarde en dos millones y otros en medio solamente, están los votantes más puntuales, los que madrugan para ir a visitar la urna. Desde lo alto de una terraza a la que he subido para descansar veo cientos de miles de votos para Junts pel sí y la CUP, es como si las nubes hubieran dejado caer papeletas independentistas antes de disolverse.

Yo llevo ya tres años contándoles mis impresiones sobre la Diada desde este periódico, y nunca había visto un espectáculo semejante. La fuerza que ha invadido las calles este año me parece mucho mayor que la de los años anteriores. Digan lo que digan los optimistas que hay al otro lado de la frontera imaginaria, el independentismo está creciendo sin que ningún adversario logre amansarlo.

No creo que esta gente esté por la labor de negociar, es más: les pregunto cómo verían una salida federal, un autogobierno pactado con Madrid, y me responden que eso sería traicionarles. Han creído a pies juntillas todo lo que les han dicho desde ANC, Òmnium, CDC y Esquerra; consideran una herejía poner en duda que la independencia unilateral es un camino de rosas. Es como si la corrupción de Convergència fuera un cuento de España, como si las amenazas de Merkel o Cameron no fueran con ellos, como si la lección griega sobre el valor real de la democracia les hubiera pasado desapercibida.

La multitud canta Els Segadors y después empieza a disolverse la serpiente humana. Salgo por patas hacia las calles tranquilas. Por allí van personas desorientadas, gente sin bandera que no ha querido acercarse a Meridiana. Veo caras largas, serias; ojos que no miran a ninguna parte, como para evitar ver una estelada.

Las urnas pueden darnos a todos una sorpresa, pero esta demostración multitudinaria hace que uno se pregunte cuánto tiempo más puede postergarse la avalancha.

Ella es adolescente, alta y delgada como la luna. Pasa con sus amigas que van todas esteladas y rápidas camino de la Meridiana. Yo con la edad de estas chicas no corrí delante de los grises y en educación física me escondía a fumar, así que alcanzarlas es un prodigio. Está la calle llena como si fuera carnaval, y no es solo la gente: la inundan las expectativas, que son mucho más grandes. Por fin pillo a las chicas y les pregunto: ¿Y vosotras? ¿Cómo veis lo que está pasando? Son jefas sioux, les salen las banderas de los moños y llevan las caras pintadas con rayas rojas y amarillas, triángulos azules con estrellas blancas dentro. Se ponen serias y tiesas, dice la más alta:

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