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Sanz Portolés y Alfonsín: dos validos, dos Reyes, dos Españas
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Nacho Cardero

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Sanz Portolés y Alfonsín: dos validos, dos Reyes, dos Españas

Radiografía de la Corona un año después de la abdicación, según el prisma de los 'validos reales': Sanz Portolés, jefe de la Secretaría de Don Juan Carlos, y Jaime Alfonsín, jefe de la Casa de Felipe VI

Foto: Foto: El Confidencial
Foto: El Confidencial

A Don Juan Carlos le embarga estos días un sentimiento de profunda soledad. No se trata de una soledad lúgubre, sino de una soledad sobrevenida, buscada, en cierto sentido deseada, como si se hubiera quitado una gran carga de encima. Apenas frecuenta a su hijo, el rey Felipe VI. No tiene trato con su esposa Doña Sofía ni con el resto de su familia, más allá de las celebraciones y onomásticas para las que es requerido por mera cuestión de prosapia, como la comunión de la Princesa de Asturias. Tampoco se ve ya con Corinna.

Las escasas instantáneas que la actualidad roba a la intimidad del rey emérito, tales que las fotografías tomadas en la parroquia de Aravaca o la tradicional corrida de la Prensa en Las Ventas, muestran a un hombre de rictus circunspecto y andares renqueantes que prefiere a los ‘otros’ antes que a los ‘suyos’. Su chasis, visto está, necesita de la ayuda de bastón. No aparenta mejoría física alguna después de la delicada intervención a la que fue sometido hace algo menos de dos años por el doctor Cabanela, operación por la cual le implantaron una prótesis de cadera. Le cuesta ponerse en pie. Tiene dolores.

El calvario pélvico debe ser tal que ni siquiera se levanta para recibir a los invitados que Alfonso Sanz Portolés le lleva a la Zarzuela. Cuando uno cumple los setenta y siete años, la salud empieza a mostrarse tozuda y por mucho experto que se importe de los Estados Unidos, poco se puede hacer. Sanz Portolés (1954), que de tanto tiempo estar al servicio de la Casa de Su Majestad, veintiún años, se le está quedando cara de ciervo de Monte del Pardo, se ha erigido en su coach personal. Cuida de su bienestar, de sus desvelos y de llevarle amigos con los que departir y matar los ratos libres.

Sobrado de parné, casado y con tres hijos, Sanz Portolés ingresó en la carrera diplomática en 1984, luego estuvo destinado en las embajadas de España en Arabia Saudí y Sudáfrica, pasó por el Ministerio de Asuntos Exteriores y en septiembre de 1993 le abrieron las puertas de la Casa de Su Majestad el Rey para de allí nunca más salir. Discreto y educado, se da un aire al señor Stevens, el mayordomo de la mansión Darlington Hall de la novela Lo que queda del día, de Kazuo Ishiguro, que en el cine interpretó magistralmente Anthony Hopkins.

Vídeo: Don Juan Carlos se disculpa. (EP)

Hace ahora un año de la abdicación del Rey, de aquel fin de semana de nervios, de silencios pactados, de sentimientos encontrados, de final de una era, que desembocó en una gran exclusiva, la de El Confidencial, rumiada los días previos, y en un parco comunicado institucional del presidente del Gobierno, el lunes 2 de junio a las 10.30 horas, en el que anunciaba las intenciones del Rey y elogiaba su figura, al tiempo que incidía en la "impagable deuda" que todos los españoles tenían contraída con él.

El proceso de abdicación, sin embargo, se venía larvando de tiempo atrás, de antes de Botsuana, de Corinna, de Urdangarin, de mucho antes, sin que el mismo Don Juan Carlos fuera consciente de ello. Realmente, el proceso de abdicación comenzó el 15 de septiembre de 2008, fecha de la quiebra de Lehman Brothers y espoleta de la mayor crisis financiera que jamás haya sacudido a este planeta y que, en el caso de España, dejó desnudas a las instituciones y a una clase política y económica que hasta ese momento, para mantener los privilegios adquiridos desde la llegada de la democracia a este país, se había negado sistemáticamente a la regeneración y la transparencia. Sirva Don Juan Carlos de paradigma.

Hay muchas fechas clave, pero de entre todas ellas José Antonio Zarzalejos se detiene en la del 18 de abril de 2012 (Mañana será tarde, editorial Planeta): “Aquel miércoles primaveral, un hombre con el rostro compungido, achiquillado y huidizo, desgranó una breve y letal declaración: “Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir”. El Monarca pedía perdón después de su periplo cinegético de Botsuana. Era el principio del fin.

Luego vendría el contubernio de la Casa del Rey, con Rafael Spottorno y Javier Ayuso como arietes del mismo, quienes, arrogándose un papel cuasi divino, como si el Espíritu Santo se hubiera posado sobre sus cabezas, pusieron en marcha un proceso de abdicación al que el propio Rey se resistía. Desde entonces hasta ahora, para salvar la Corona, los españoles fuimos víctimas de un sublime embeleco cuyo colofón cumple su primer aniversario.

Don Juan Carlos dispone de despacho en el Palacio de Oriente, pero sigue atendiendo en la Zarzuela, donde tiene su residencia, a poca distancia del palacete que Patrimonio Nacional construyó en 2002 para los actuales Reyes de España, Felipe VI y Letizia. En su afán por hacer de su capa un sayo y poner pies en polvorosa, el rey emérito viene insistiendo a su secretario en la necesidad de mudarse al Palacio Real del Pardo, emplazamiento un tanto inhóspito hoy reservado a los jefes de Estado extranjeros en visita a nuestro país, que pretende acondicionar debidamente para hacer de él su retiro, un lugar aislado y tranquilo donde rememorar en soledad los ‘Rosebuds’ del pasado a modo e imagen de Charles Foster Kane.

Se pasa las horas hablando con melancolía de su etapa portuguesa, de aquellos años dorados de Estoril de suntuosos cócteles y tertulias con la hoy quebrada familia Espírito Santo. También a veces, de pasada, saca a colación la figura de Don Juan de Borbón, como si de esa forma pudiera atenuar su sentimiento de culpa, ese remordimiento que arrastra de por vida por el hecho de haberse quedado con una corona que, ius sanguinis mediante, correspondía a su progenitor. Así, de tanto recordar tiempos pasados y relaciones paterno-filiales, da la impresión de que a Don Juan Carlos se le está quedando cara de verso de Jorge Manrique.

El tiempo pasa y el rey emérito va perdiendo la prolija red de contactos que se ha ido agenciando en sus múltiples viajes internacionales y que su ‘niño’, Felipe VI, por otro modo que tiene de entender el cargo, no ha querido heredar. De su hijo dice un tanto escéptico que es un chico terriblemente formal, que lo ha sido siempre y que lo es más ahora. Le atribuye el ‘mérito’ a Jaime Alfonsín, actual jefe de la Casa del Rey, que ha logrado bosquejar un arquetipo de Monarca con características tan juiciosas como tediosas. El cargo obliga.

Jaime Alfonsín (1956), casado y con dos hijas, abogado del Estado, ha prestado servicios en el Ministerio de la Presidencia y el Tribunal Supremo y ha trabajado como asesor jurídico para Barclays Bank y el despacho de Uría & Menéndez. El 1 de diciembre de 1995 fue nombrado jefe de la Secretaría de Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, al que ha ligado desde entonces su vida profesional y personal. Alfonsín es un demiurgo discreto, una persona que, en su calidad de valido real, viene aconsejando a Felipe VI que se deje de aventuras y represente de verdad a España, que es lo que reclama el país en estos momentos delicados: una verdadera monarquía constitucional donde las labores del Rey se limiten a la representatividad.

Los embajadores que han tenido la oportunidad de tratar con Felipe VI no escatiman elogios para su persona, enfatizando con diplomática sutileza las diferencias con su predecesor. Mientras el reinado de Don Juan Carlos ha venido marcado por su personalismo y uso y abuso de ciertas prerrogativas aparejadas al ‘puesto’, el de Felipe VI se viene caracterizando por una pulcra “profesionalidad”, la de una persona que sabe de sus funciones y no se excede de las mismas, la de alguien “que conoce la calle, que la pisa y que se aleja de esa burbuja gubernamental en la que se instalan algunos ministros”, la de alguien que entiende y digiere lo que está pasando el país, la catarsis que se está produciendo y el cabreo de un Juan Español capaz de dar las alcaldías de Madrid y Barcelona a los satélites de Podemos.

A Don Juan Carlos le embarga estos días un sentimiento de profunda soledad. No se trata de una soledad lúgubre, sino de una soledad sobrevenida, buscada, en cierto sentido deseada, como si se hubiera quitado una gran carga de encima. Apenas frecuenta a su hijo, el rey Felipe VI. No tiene trato con su esposa Doña Sofía ni con el resto de su familia, más allá de las celebraciones y onomásticas para las que es requerido por mera cuestión de prosapia, como la comunión de la Princesa de Asturias. Tampoco se ve ya con Corinna.

Jaime Alfonsín