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Democracia y libertad de expresión
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Jesús Cacho

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Democracia y libertad de expresión

Ayer domingo se celebró el Día Internacional por la Libertad de Prensa, una efeméride que pasó de puntillas, sin meter ruido, como sucede a menudo con

Ayer domingo se celebró el Día Internacional por la Libertad de Prensa, una efeméride que pasó de puntillas, sin meter ruido, como sucede a menudo con las cosas importantes. Son las consecuencias de esas silenciosas “cosas importantes” las que, pasando el tiempo, suelen aparecer ante el perplejo ciudadano cargadas de furia y ruido. Decía ayer la nota publicada en este diario que “la crisis económica que afecta particularmente al mundo de la comunicación constituye un peligro para la libertad de expresión debido a la desaparición de medios, la reducción de recursos y efectivos y la precariedad laboral, que hace más arriesgada la crítica”.

Un enunciado demasiado simplista, a mi modo de ver, que no resiste el más somero análisis en lo que al caso español concierne. Que los grandes grupos de comunicación españoles atraviesan una crisis de dimensión terminal –como el gran trabajo de S. McCoy sobre el Grupo Prisa ponía de relieve este sábado en El Confidencial- para la mayoría de ellos es una obviedad que no precisa mayor explicación. Crisis financiera, cierto, pero ¿sólo eso? Soy de los que piensan, por ir directo al grano, que la crisis de los medios no es sino el reflejo de la gran crisis de la democracia española –que se refleja también en estados comatosos como el de la Justicia-, crisis de eso que algunos llamarían de agotamiento del sistema salido de la Transición.

He escrito muchas veces -y voces más autorizadas que la mía lo han dicho o escrito también- que la democracia española hubiera necesitado como el comer un “recauchutado” completo seguramente a la salida -y tal vez como una consecuencia- de la gran crisis económica de los años 92 y 93. Un nuevo gran pacto nacional para abordar aquello que años atrás se llamó la “regeneración democrática”. Porque, desaparecido el miedo al golpismo de corte militar, los problemas de una democracia joven como la nuestra solo podían resolverse con más democracia. Pero la clase política no ha querido saber nada de cambios, nada de medidas regeneradoras que pudieran poner en riesgo el statu quo.

Y la prensa, los grupos de comunicación españoles, han participado activamente de esa tesis, han arropado esa conducta de la clase política, han avalado la deriva hacia la corrupción -no solo económica, tal vez la menos importante de todas las corrupciones- generalizada de un sistema en el que resulta difícil creer con la mirada virginal de quienes vivimos con enorme ilusión el final de la dictadura. Por decirlo de manera tan directa como brutal: los medios de comunicación españoles, y en particular sus propietarios por la responsabilidad que les compete, han participado activamente en el proceso de degradación experimentado por nuestra democracia.

Todos dependiendo de la caridad del Gobierno

En consecuencia, su crisis es un destello, una prueba, una manifestación más de esa otra crisis general y global: la crisis del sistema político que nos dimos los españoles a la muerte del general Franco. El mimetismo es tan evidente que los señores editores, tan embebidos andaban en el engaño de estos años de burbuja, se dejaron seducir por el maná del dinero  fácil y se endeudaron hasta las cejas en proyectos faraónicos -o simples y sospechosos negocios colaterales- muy alejados de las reales posibilidades que la generación de caja de sus grupos hubiera hecho aconsejables. El resultado es que muchos, por no decir todos, están quebrados, y hoy no tienen más futuro que la caridad del Gobierno de turno se digne asignar.  

Entregados en cuerpo y alma a participar en el “negocio”, los medios dejaron hace tiempo de contar “la” verdad, o al menos intentarlo, para vender cada uno su mercancía. Hemos llegado así al desolador panorama de politización extrema, de ausencia de pluralidad, de exigencia de carné a los periodistas, etcétera, etcétera, que hoy distingue a nuestros medios de comunicación. De independencia, ni un ápice. Unos a la sombra del Gobierno de turno, y otras a rebufo de la oposición, en espera de que el cambio de tercio nos permita hacer mañana los negocios que hoy hacen otros. Unos sirviendo de altavoces del Gobierno, y otros diciéndole al inquilino de Génova lo que tiene que hacer. O al menos intentándolo. Y siempre tratando de medrar.

Si a ello se le añade el proceso de concentración de poder económico-financiero operado en España en los últimos 15 o 20 años, y su demoledor efecto sobre las libertades informativas, o simplemente sobre las libertades, el cuadro quedará bastante completo. Insisto: la crisis de los medios no es más que el particular reflejo de la crisis global de la democracia española. No se podrá contar con una auténtica libertad de prensa sin una ciudadanía madura, sin una sociedad civil fuerte y defensora a ultranza de las libertades, de la misma forma que no se puede construir una democracia sin demócratas. Lo demás son sucedáneos. ¿La solución? Tal vez no haya otra que esperar el paso de las generaciones.   

Ayer domingo se celebró el Día Internacional por la Libertad de Prensa, una efeméride que pasó de puntillas, sin meter ruido, como sucede a menudo con las cosas importantes. Son las consecuencias de esas silenciosas “cosas importantes” las que, pasando el tiempo, suelen aparecer ante el perplejo ciudadano cargadas de furia y ruido. Decía ayer la nota publicada en este diario que “la crisis económica que afecta particularmente al mundo de la comunicación constituye un peligro para la libertad de expresión debido a la desaparición de medios, la reducción de recursos y efectivos y la precariedad laboral, que hace más arriesgada la crítica”.