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El juez y su banquero
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Jesús Cacho

Con Lupa

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El juez y su banquero

“¿En qué momento se jodió el Perú?” Es la pregunta que, consternado, se formula de manera constante Santiago Zavala, el protagonista de Conversaciones en la Catedral,

“¿En qué momento se jodió el Perú?” Es la pregunta que, consternado, se formula de manera constante Santiago Zavala, el protagonista de Conversaciones en la Catedral, quizá la mejor de las novelas de Mario Vargas Llosa, de cuya publicación se acaban de cumplir 40 años. Entre cerveza y cerveza y el humo de decenas de pitillos baratos, Zavalita y Ambrosio se lamentan en un humilde bar limeño llamado La Catedral de la triste suerte del Perú, cuándo se fue a pique el Perú, en una suerte de búsqueda existencial que denodadamente intenta dar con la pregunta de futuro capaz de colmar las aspiraciones de ambos: ¿hasta cuándo seguirá jodido el Perú? Y bien, ¿cuándo se jodió España? El profesor Toribio, del IESE, opina que desde el punto de vista económico fue la famosa huelga general del 14 de diciembre de 1988 la que torció el rumbo de la ortodoxia económica hasta entonces seguida por los gobiernos de Felipe González para adentrarse, con Carlos Solchaga al volante, en la carrera de un gasto público desbocado que, por satisfacer a los sindicatos, culminaría con tres devaluaciones y un millón de parados en 1992/93. En lo político, sin embargo, muchos coinciden en que España se había jodido antes, justo en el 85, cuando el propio Felipe decidió acabar con la independencia del poder judicial, haciendo pasar a los jueces por las horcas caudinas del sometimiento a la clase política. 

De lo jodida que está la práctica democrática española, de la degradación de sus instituciones, de la postración que sufre la Justicia, santo y seña de la calidad de una democracia digna de tal nombre, acabamos de tener esta semana una buena prueba con la revelación efectuada por María Peral en las páginas de El Mundo sobre la correspondencia mantenida por el intrépido juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón y el presidente del Banco Santander, Emilio Botín, a propósito de 302.000 dólares de nada que el magistrado necesitaba para financiar unos coloquios por él mismo planteados en la Universidad de Nueva York, dinero que, naturalmente, obtuvo. Una idílica amistad entre el juez campeador y su banquero, que empieza con un “querido Emilio” y termina, pago, arrobo y éxtasis mediante, con “un gran abrazo”. Y varias veces un elocuente “te agradezco la financiación”. Justicia corrompida y banca corruptora y vamos amarraditos los dos, espumas y terciopelo, yo con un recrujir de almidón y tú serio y altanero…

Escándalo sin paliativos, con la prueba del delito expuesta a público escrutinio. Cinco meses después de volver de Nueva York  y ya reincorporado a la Audiencia Nacional, el juzgado del inmarcesible juez recibió una querella del difunto Rafael Pérez Escolar –flecos de las “cesiones de crédito”- contra Botín. No se abstuvo de intervenir y no la admitió a trámite. Hizo más: declaró que no tenía ninguna relación con el banquero. Mintió. La Sala de lo Penal de la Audiencia confirmó la inadmisión. Las preguntas corren cual caballos desbocados. ¿Fue la dádiva del Santander una forma de desactivar al juez? La técnica fue puesta en práctica con cierta regularidad en el pasado por la gran banca española. Por casi toda. Con la excusa de que el estipendio que reciben los magistrados es demasiado bajo para sus altos merecimientos, las entidades ofrecían discretamente a togada gente principal la posibilidad de dictar alguna que otra conferencia, por la que recibían un dinero que, por razones de incompatibilidad, no era declarado oficialmente, no obstante lo cual el juez de turno era obligado a firmar un recibo por las cantidades percibidas al solo objeto de dejar “constancia administrativa”. Es fácil colegir que esos recibos en manos del pagador de turno auguraban un buen pasar en caso de tropiezo judicial de mayor cuantía. Se trataba, se trata en el caso que nos ocupa, de una especie de póliza de seguro que ha surtido una eficacia impresionante, pues ha funcionado apenas cinco meses después de producido el siniestro.

Parece obvio que una sociedad democrática dotada de cierto pulso moral no debería permitir ni un minuto más la presencia del juez campeador en la Audiencia Nacional ni su pertenencia a la carrera judicial. Por pura higiene democrática. Las querellas internas de una clase política enferma seguirán, no obstante, sosteniendo al personaje por la peana. PP y PSOE lo han defendido y/o denigrado de acuerdo con sus particulares intereses temporales. Cuando el sujeto, en su infinita ambición, pretendía meter en la cárcel al mismísimo González por el caso GAL, el PP lo alababa como prototipo de magistrado virtuoso. Ahora que el personaje se aplica activamente a la tarea de dinamitar el cuarteado edificio de la derecha española a golpes de Gürtel, el PSOE lo jalea como paradigma del juez ejemplar. Otro tanto ocurre, en mimética traslación, con los grupos mediáticos afines. Véase, si no, la pintoresca defensa del tipo realizada el viernes por El País, columnita escondida en página par mediante: “Garzón dice que no recibió dinero del Santander”. En realidad, Prisa viene oficiando como cuidador de la fortuna del magistrado desde el momento en que, echando de la carrera a Javier Gómez de Liaño, Garzón Real rescató al difunto Jesús Polanco de las tinieblas del caso Sogecable.

Zapatero deja chiquitos a González y Aznar

El texto de la providencia dictada por la Sala Segunda (de lo Penal) del Supremo de 15 de septiembre pasado, exigiendo al Santander la entrega de la documentación referida al caso, es un documento de obligada lectura que habla a las claras de las sospechas que el alto tribunal alienta en torno a la conducta del sujeto. El caso es que el campeador tiene ahora abiertas en el TS causas por los dineros recibidos en los cursos de Nueva York, por los “crímenes del franquismo”, y por la grabación de las conversaciones mantenidas por los imputados del caso Gürtel con sus abogados en la cárcel, asunto gravísimo desde el punto de vista de las garantías de un Estado de Derecho. ¿Servirá todo ello para que el Supremo, por fin, ponga al personaje en su sitio? Menos lobos, Caperucita. La reacción del viernes del  CGPJ, último pleno del año, no pudo ser más descorazonadora: mirar hacia otro lado. Hay veces en que los jueces parecen empeñados en ganarse a pulso la consideración que hoy merecen de los ciudadanos. “Es la última de las vilezas consistir que en la Nación no haya Justicia”, dijo Antonio Maura en mayo de 1917, siendo presidente del Gobierno. ¿Aceptaremos noventa y tantos años después tan fatal veredicto?  

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Corrupción al por mayor. La misma que esta semana ha tocado de lleno a La Moncloa a cuenta de las fusiones televisivas. Rodríguez Zapatero ha dejado chiquito a González en materia mediática, relegando a José María Aznar a la condición de aprendiz. En junio de 2005, el Ejecutivo, violando letra y espíritu de la Ley, autorizó la conversión de un canal de pago (el Plus) en otro en abierto (Cuatro). Cinco meses después, otorgó un nuevo canal de televisión analógica (laSexta) a sus amigos de Mediapro, con el rojo Roures y sus brillantes escoltas (Contreras, García Ferreras y Cía) a la cabeza. Cansado de la arrogancia de Juan Luis Cebrián, el de León había decidido crear su propio grupo de comunicación. La explicación pública ofrecida por la vicepresidenta Fernández de la Vega fue que la iniciativa tenía por objeto “aumentar el pluralismo e incrementar la oferta” (sic). Tres años y pico después, con ambos en bancarrota, Zapatero decide intervenir y poner orden, también vía De la Vega, quien a toque de corneta  “sugiere” a los distintos canales la vía de las fusiones. 

Los peores augurios se han cumplido. La integración entre Cuatro y laSexta fracasó por la soberbia de Cebrián y las pretensiones de los Roures. Cuñas de la misma madera. Con ser escandalosa, la  operación hubiera dejado intacta la posibilidad de que las dos cadenas privadas clásicas, Tele5 y Antena 3, rendidas también al encanto de la ceja, pudieran ejercer un cierto papel de equilibrio en aras de una teórica pluralidad. Ni hablar. A la espera del anuncio de fusión entre Antena 3 y laSexta, Zapatero, en una genial operación de poder personal, ha barrido de un plumazo tal posibilidad. A partir de ahora todas las grandes cadenas de televisión españolas, con sus múltiplos, serán de izquierdas. ¿Dónde ha quedado el pluralismo, señora De la Vega? ¿Tendrá usted la amabilidad de disculparse ante los españoles?

Todas las grandes cadenas serán “zapateristas” 

El corolario que cabe extraer de semejante hazaña es que en tres años, más o menos, Zapatero ha metido en el bolsillo de sus amigos de laSexta 500 millones de euros (valoración del equity) y parecida cantidad a los Prisa. Más de mil millones de euros. Unos 185.000 millones de las antiguas pesetas. No está mal para tiempos de crisis. Con ser ello llamativo, es obvio que esto no va de ecuaciones de canje, sino de operación política de altos vuelos destinada a hacerse con el control total de la televisión en España. En efecto, además de salvar de la quiebra a los amigos, La Moncloa les otorga el control de la línea informativa, quiero decir ideológica, de las cadenas resultantes. Entre José Manuel Lara y Jaume Roures, ¿quién creen ustedes que controlará los telediarios del nuevo grupo? ¿Y entre Paolo Vasile y Juan Luis Cebrián? De modo que el mago Arriola puede seguir refocilándose en su cueva de Génova con las encuestas que dan al PP no sé cuántos puntos de ventaja sobre el PSOE, porque, a la hora de la verdad, las elecciones generales las volverá a ganar el de costumbre.

Mención especial merece Cebrián. El País vendía ayer de esta guisa la operación: “Telecinco y Cuatro crean el mayor grupo de televisión en abierto”. Con un par. Alguien dijo que quien es capaz de manipular el lenguaje –“el más peligroso de los bienes”, según Hölderlin- es también capaz de robarte la cartera. Dedicado al desguace y venta por piezas del antiguo imperio Polanco, las tropas de Cebrián han alcanzado sus últimos objetivos gerenciales. De victoria en victoria, hasta la derrota final. ¿Seguirá contándonos el grupo Prisa las orgías del Cavaliere –dueño de ocho canales de TDT en España a partir del próximo abril- con sus velinas en Villa Certosa? Seguro que sí, porque eso es libertad de expresión, ¿verdad, Juan Luis? Y estación término para los hijos del fundador, tan lejos todos del talento del padre.

Dos casos, el de Garzón y el de las televisiones, que enmarcan como ningún otro, como nunca, el grado de corrupción  institucional y de la otra que sufre el país. Y bien, ¿cuándo se jodió España, Zavalita? ¿Hasta cuándo aguantará la balacera a que le tienen sometida los corruptos de cuello blanco? Es obligado reconocer que aquella lóbrega España de la primera mitad del XX ha dado paso a un país que, decidido a partir de los sesenta a superar su postración de siglos, ha experimentado una espectacular transformación en lo que infraestructuras y bienestar material –sanidad, educación, esperanza de vida, etc.- se refiere. Los síntomas de agotamiento de aquel impulso son, sin embargo, demasiado evidentes, culpa de la desidia de unos, la locura nacionalista de otros y la mediocridad de casi todos. “La mala suerte colectiva de España”, de que hablaba Caro Baroja. Y lo peor es que no se adivinan resortes morales capaces de invertir esta deriva. ¿Hasta cuándo se joderá España, Zavalita?       

“¿En qué momento se jodió el Perú?” Es la pregunta que, consternado, se formula de manera constante Santiago Zavala, el protagonista de Conversaciones en la Catedral, quizá la mejor de las novelas de Mario Vargas Llosa, de cuya publicación se acaban de cumplir 40 años. Entre cerveza y cerveza y el humo de decenas de pitillos baratos, Zavalita y Ambrosio se lamentan en un humilde bar limeño llamado La Catedral de la triste suerte del Perú, cuándo se fue a pique el Perú, en una suerte de búsqueda existencial que denodadamente intenta dar con la pregunta de futuro capaz de colmar las aspiraciones de ambos: ¿hasta cuándo seguirá jodido el Perú? Y bien, ¿cuándo se jodió España? El profesor Toribio, del IESE, opina que desde el punto de vista económico fue la famosa huelga general del 14 de diciembre de 1988 la que torció el rumbo de la ortodoxia económica hasta entonces seguida por los gobiernos de Felipe González para adentrarse, con Carlos Solchaga al volante, en la carrera de un gasto público desbocado que, por satisfacer a los sindicatos, culminaría con tres devaluaciones y un millón de parados en 1992/93. En lo político, sin embargo, muchos coinciden en que España se había jodido antes, justo en el 85, cuando el propio Felipe decidió acabar con la independencia del poder judicial, haciendo pasar a los jueces por las horcas caudinas del sometimiento a la clase política. 

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