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Cataluña, ¿pueblo desgraciado?
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Joan Tapia

Confidencias Catalanas

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Cataluña, ¿pueblo desgraciado?

El gran profesor de Historia Económica de Barcelona, Jordi Nadal Oller, discípulo de Vicens Vives y muy preocupado por la demografía, solía citar en clase al

Foto: El presidente catalán, Artur Mas (CiU) (i) , y el líder de ERC, Oriol Junqueras. (EFE)
El presidente catalán, Artur Mas (CiU) (i) , y el líder de ERC, Oriol Junqueras. (EFE)

El gran profesor de Historia Económica de Barcelona, Jordi Nadal Oller, discípulo de Vicens Vives y muy preocupado por la demografía, solía citar en clase al economista catalán Josep Vandellós. Vandellós, natural de Figueras, estudió economía en Italia y Gran Bretaña y montó el departamento de estadística de la Generalitat republicana. Tras la guerra civil se exilió a Venezuela (mucho antes de Chávez e incluso de la dictadura de Pérez Jimenez) y murió en Nueva York en 1950.

Lo cito hoy porque en 1935 Vandellós escribió un libro Catalunya, poble decadent (Cataluña, pueblo decadente), en el que sostenía –era muy crítico con Malthus– que el gran problema catalán era la baja tasa de natalidad. Ahora alguien podría escribir otro texto afirmando que la gran cuestión es el cierre de cualquier horizonte político razonable e ilusionante. Incluso lo podría titular Catalunya, poble dissortat (Cataluña, pueblo desgraciado).

La autonomía de la II República acabó con la guerra civil, a la que siguió una larga etapa de vigilancia y prohibición de todo lo catalán durante la dictadura de Franco. Luego volvió la primavera con la restauración de la democracia y el retorno del exilio del presidente Tarradellas y las presidencias de Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla y Artur Mas. Pero tras la retirada de Pujol, la alternativa de izquierda sufrió turbulencias y el retorno de CDC al poder las ha incrementado.

Hasta el 2010, con la sentencia del Constitucional sobre el Estatut del 2006, la corriente central de las dos fuerzas dominantes en Cataluña (CiU y PSC) creía que un nivel satisfactorio de autogobierno era posible –no sin conflictos y problemas– dentro de una España democrática y plural. Pero desde el 2010 las cosas se han torcido y ahora el futuro es una gran incógnita.

Por una parte, las fuerzas nacionalistas (CiU y ERC) convertidas al independentismo (aunque no en su totalidad) afirman que Cataluña sólo podrá salir adelante si se convierte en un Estado independiente de la Unión Europea. Es cierto que si Cataluña fuera independiente desde hace años o siglos (1640, 1714, 1918, 1945) sería hoy un estado viable. Pero la viabilidad es mucho más complicada hoy en un país al que la independencia divide en dos mitades (y en la mitad independentista muchos son conversos de última hora por la crisis y el fracaso del Estatut), integrado política y económicamente en una España a la que la independencia catalana sacudiría con fuerza, y en una Europa de los Estados (28) que observa con gran desconfianza todo fenómeno de subdivisión.

La hoja de ruta que trazan hoy tras el 9-N Artur Mas y Oriol Junqueras (bastante divididos por otra parte) es, como mínimo, aventurada. Y ante ella el conjunto del pueblo catalán, que se rebela contra lo que cree que es un trato injusto de España en la financiación y el Estatut, tampoco es iluso. En todo caso, antes de creer quiere, como Santo Tomás, tocar las llagas de Cristo. Que Bruselas y Berlín dijeran que acogerían a Cataluña como un nuevo miembro de la UE con las menores dilaciones posibles. Y esto es algo que parece todo menos probable.

Pero además, con el objetivo de la independencia –presentada hasta hace poco con el traje más moderado del derecho a decidir– Artur Mas lleva ya más de dos años, desde las elecciones de finales del 2012, gobernando en un clima de agitación, cierta inestabilidad y un horizonte borroso. Tan borroso que parece que mientras una parte de Cataluña aplaude y la otra se refugia en el silencio, las inversiones extranjeras se estancan o retroceden (las últimas cifras que el Idescat –Instituto de Estadísticas de la Generalitat– da por buenas pero que el Govern cuestiona en privado y no quiere discutir en público, hablan de una caída del 45% en los nueve primeros meses del 2014).

Y ahora, como colofón de esta etapa, el horizonte que se ofrece es una larga campaña electoral de ocho meses, hasta el 27 de septiembre, gobernados por dos socios (CiU y ERC) que tienen una mayoría parlamentaria raspada y se entienden poco. Y si tras esta larga campaña el independentismo saliera ganador, a Cataluña le esperaría –según la borrosa hoja de ruta sugerida– un extraño periodo de 18 meses para separarse de España, unas nuevas elecciones y, al parecer, otro referéndum (no se sabe si para aprobar la separación de España o la nueva Constitución catalana).

Es una perspectiva que sólo puede gustar a los que tienen fe independentista. Y la fe –como aprendimos en la escuela– es un don de Dios. Unos lo tienen y otros no. Aunque en los que la tienen, el grado debe ser muy alto porque se manifiestan con tanta fuerza como civilidad (ni el más mínimo incidente en tres años) y son dominantes en los medios de comunicación.

Muchos nacionalistas españoles atribuyen esta situación a la mala voluntad o perversidad de los nacionalistas catalanes. Pero bien harían en recordar el proverbio aquel de que todos ven la paja en el ojo ajeno pero ignoran la viga en el propio. Algo mal se habrá hecho en Madrid para que el primer partido de Cataluña que apoyó a Felipe González (cuando el PP lo quería meter en la cárcel por los GAL), a José María Aznar (cuando la amarga victoria de 1996), y a Rodríguez Zapatero (cuando el presidente que decía que íbamos a superar a Francia se quedó al borde de la bancarrota), se haya hecho ahora independentista. No todo puede ser culpa de la familia Pujol. O de que a Artur Mas le falle alguna neurona. O a que Duran i Lleida no tenga agallas.

Pero el primer activo del independentismo –que es difícil que se salga con la suya y que, si lo hiciera, sería a un coste muy alto– es que, aunque su proyecto no sea solvente, delante tampoco tiene nada que hoy sea demasiado sólido.

El otro gran partido catalán, el PSC, era el que con más ardor levantaba la bandera de que la España plural –la de Adolfo Suárez con Tarradellas y el primer Estatut, la de Felipe González y la de Zapatero– sabría convivir con el autogobierno catalán. Incluso el nacionalista Aznar respetó el Estatut y pactó ceder la policía a la Generalitat, pero luego las cosas se torcieron. El Estatut del 2006, pactado por los grandes partidos catalanes (en un primer tiempo incluso con ERC) y presentado como la actualización del autogobierno naufragó parcialmente en el Constitucional –tras ser aprobado en referéndum– por la oposición del PP, pero bajo Gobiernos socialistas (en España y en Cataluña). El proyecto de una Cataluña autogobernada dentro de España se vino abajo. CDC se escapó hacia el independentismo (canalizando una parte de la protesta) y el PSC se quedó comprometido, atado y ligado a un PSOE en el que algunos dirigentes no ocultaron su satisfacción por el fracaso del Estatut.

Y lo peor es que el Estatut no se estrelló ante un Constitucional acreditado, sino ante un tribunal muy erosionado por las recusaciones y muy manipulado políticamente. Y todo ello tras una campaña callejera del PP en la que se pedía algo tan inconstitucional como que el Estatut de Cataluña se votara en toda España. Seguramente las fuerzas catalanistas (y el PSC que presidía la Generalitat) cometieron muchos errores. Pero la realidad es que hoy, cuando se defiende el autogobierno dentro de España, la sentencia del Estatut pesa como una losa.

Pérez Rubalcaba y Pere Navarro (ahora Pedro Sánchez y Miquel Iceta) abogan por una reforma de la Constitución en sentido federal que permita volver a un autogobierno similar al del Estatut (corregido de errores por ambas partes). Y hay voces españolas muy sensatas y no socialistas que abogan por esta posible solución. Pero si la fe independentista de Artur Mas sorprende, la reformista de Iceta está marchita por el fracaso Zapatero-Maragall-Montilla. Y por otra parte la reforma de la Constitución exigiría el acuerdo y el pacto con el PP (la mayoría de dos tercios durante dos legislaturas) que hoy por hoy parece tan difícil como que el Gobierno del PP, en pleno, escale el Everest.

Así la oferta del PSC-PSOE no tiene visos de poderse llevar a la práctica hasta que, como mínimo, el PSOE sea la primera fuerza política española. Y entonces, debería encontrarse con un centro-derecha español a lo Suárez y no a lo Fraga. Posible, sí. Probable, poco.

Está también la irrupción de Podemos, con un lenguaje más rompedor y que promete no sólo una especie de revolución social de programa variable (que va cambiando o moderándose semana a semana) sino que también aboga por el derecho a decidir. Pero la posición de Podemos respecto a Cataluña –aunque ninguno de los dos lo admita– no es muy diferente a la del PSC. Ambos admiten el derecho a decidir pero supeditado al pacto con Madrid para que el referéndum sea legal (Iceta) o a la apertura de un proceso constituyente en toda España (Pablo Iglesias) que se me antoja que tiene tantas o más dificultades que la reforma federal del PSOE.

Aparte de la independencia (ERC y CDC) y varias terceras vías (Duran i Lleida, PSC, Podemos y la ICV del voluntarioso Joan Herrera) hay otras fuerzas políticas con apoyos, Ciutadans y el PPC, que juntos sumaron 746.000 votos (sobre 3,66 millones) y 28 escaños (sobre 135) en las elecciones del 2012. Es una fuerza imposible –tanto política como numéricamente– de ignorar pero minoritaria y además dividida. El líder de Ciutadans, Albert Rivera, es un político sensato pero seguramente con mejor imagen en el resto de España que en Cataluña. Y ahora quiere construir una alternativa inteligente de centro al PP de Rajoy en las elecciones del 2015. Pero en Cataluña, Rivera recoge el voto de protesta de una parte de las clases medias que creen que los nacionalistas (CiU y ERC) y el PSC y el maragallismo han ido demasiado lejos. En Cataluña Rivera es más un fenómeno de protesta que una opción de gobierno.

Queda el PPC. El gran problema del PPC es que su atractivo sobre la sociedad catalana es muy inferior al del PP sobre la sociedad española. Aznar lo sabía y en algún tiempo se habló incluso de un posible pacto entre el PPC y Unió Democrática para formar un nuevo partido que estableciera una relación con el PP similar a la del CSU bávaro con la CDU de Adenauer, Kohl y Merkel. Aquel proyecto nunca pasó del sueño de una cena de verano en Aiguablaba (en casa del suegro de Duran i Lleida) porque el centro-derecha español es más centralista que el alemán. En esto tiene razón Rajoy el Estado español del siglo XVI es muy anterior a la Alemania unificada por Bismarck en 1970.

Ahora el PPC ha optado por hacer lo de siempre: defender para Cataluña la política que traza la dirección del PP (al contrario que el PSC que quiere con mayor o menor fortuna condicionar la política catalana del PSOE) y eso indudablemente limita su arraigo en Cataluña. El último ejemplo lo vimos hace unos meses cuando Alicia Sánchez-Camacho presentó ante la dirección del PP un tímido pero interesante (abría un camino) sistema de financiación para Cataluña. Los barones del PP le dieron algunos coscorrones con malos modos y Rajoy la “sugirió” cerrar la boca a cambio de que Montoro la recibiera al día siguiente y le diera unas palmaditas.

Quizás es lo único que se puede hacer en el PP actual pero precisamente por eso el PP actual no sube en Cataluña. La última encuesta, la del lunes de La Razón, dice que pierde cuatro diputados sobre los 19 que obtuvo en el 2012 (no un mal resultado pero sólo la cuarta fuerza parlamentaria).

Y así está Cataluña. Con un gobierno independentista lanzado a la agitación permanente para conseguir sus objetivos y con un horizonte de elecciones que no ayudan a la estabilidad necesaria para superar la crisis. Una posible alternativa de centro catalanista pero no independentista (Duran i Lleida) que no se decide a tirarse a la piscina. Quizás porque le faltan agallas o porque, como decía el anuncio de Lucky Strike, busca “el momento oportuno”. Una oposición de izquierdas de diferente graduación catalanista (ICV, PSC y Podemos) que vienen a proponer –sin unidad y con codazos entre ellos– una reforma de la Constitución en sentido federal que sólo podría imponerse si PSOE y Podemos tuvieran juntos las dos terceras partes del parlamento español y se entendieran (escenario casi imposible). A no ser que Rajoy y el PP se conviertan al federalismo (escenario no imposible pero altamente improbable).

Finalmente una fuerza que pide moderación en el catalanismo (Ciutadans) y otra que defiende el modelo catalán de Rajoy, que no cambie nada que no guste al PP. Desde estas posiciones –que no se pueden ignorar porque las votan más de 700.000 catalanes- tampoco se puede articular una política alternativa.

La resultante de este panorama –salvo que se tenga fe independentista– lleva al voluntarismo de los políticos de la tercera vía, al escepticismo o el malestar de buena parte de la población, o la obediencia a Madrid. No es un buen horizonte para Cataluña. Ni para España porque si Cataluña –el 18,5% del PIB y el 26% de la exportación– está ensimismada en sí misma, o de malhumor, o dando patadas en la política española…

El gran profesor de Historia Económica de Barcelona, Jordi Nadal Oller, discípulo de Vicens Vives y muy preocupado por la demografía, solía citar en clase al economista catalán Josep Vandellós. Vandellós, natural de Figueras, estudió economía en Italia y Gran Bretaña y montó el departamento de estadística de la Generalitat republicana. Tras la guerra civil se exilió a Venezuela (mucho antes de Chávez e incluso de la dictadura de Pérez Jimenez) y murió en Nueva York en 1950.

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