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Cuando el Supremo es el nuevo Rey
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Joan Tapia

Confidencias Catalanas

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Cuando el Supremo es el nuevo Rey

El independentismo no supo ver que la DUI convertiría el código penal en el punto de referencia del conflicto catalán

Foto: Traslado a la cárcel de los independentistas procesados por el juez Llarena. (EFE)
Traslado a la cárcel de los independentistas procesados por el juez Llarena. (EFE)

Las elecciones del 21-D dieron al secesionismo una última oportunidad porque pese al ridículo de la DUI del 27-O las tres fuerzas independentistas —sumadas— lograron salvar su ajustada mayoría absoluta (70 diputados frente a los 68 que la conforman).

Pero en los meses transcurridos desde entonces la estrategia de Puigdemont de dilatar al máximo los tiempos para perjudicar la gobernación del Estado, y las divisiones internas (ni ERC ni el PDeCAT asumían del todo esa idea) han hecho que el independentismo haya sido incapaz de formar gobierno y de intentar bajar la alta tensión acumulada. Este ha sido su segundo desastre.

El independentismo quiso acorralar al juez Llarena eligiendo el jueves a Turull, pero le ha salido el tiro por la culata

El jueves vimos el último episodio. El independentismo no tenía asegurado el apoyo de la CUP cuando Jordi Sànchez renunció —antes de lo previsto por Puigdemont— al protagonismo principal en el plan B y dimitió como candidato. Ello obligó a abrir antes de lo previsto el plan C, la investidura de Jordi Turull. Y las perspectivas eran negras. El programa presentado por JxCAT y ERC era rechazado por la CUP por "autonomista" y además Turull, político vinculado a la CDC de Artur Mas, no les era nada simpático. ¿Tendrían que dimitir Puigdemont y Comín para que corriera la lista y Turull pudiera ser elegido en segunda votación por 66 votos (los de JxCAT y ERC sin la CUP) contra 65 (todos los no independentistas) y las cuatro abstenciones de la CUP? Panorama desolador porque entre los 'pugdemontistas' plantear esa dimisión casi supone la acusación de regicidio.

Pero de repente el juez Llarena anunció el miércoles que el viernes daría a conocer el auto de procesamiento y que seis acusados —uno de ellos Jordi Turull— podían ver modificada su situación de libertad provisional por la de prisión y, como consecuencia, inhabilitados. Y los más radicales del independentismo creyeron ver una ocasión de oro y arrastraron al resto.

Ante una amenaza de prisión a un candidato a la Generalitat, la CUP, patriotas pese a todo, no se atreverían a no apoyar la investidura de Turull que el viernes comparecería ante Llarena, investido ya como 'president' en un pleno que con urgencia se convocaría para el jueves por la tarde. Entonces el juez del Supremo se encontraría ante un serio dilema. Si enviaba a Turull a la cárcel, bingo para el separatismo. Quedaría patente que España era un régimen autoritario que encarcelaba al presidente de la Generalitat elegido por el parlamento salido de unas elecciones anticipadas convocadas por Rajoy. Pero si no lo encelaba, mejor todavía. El presidente de la Generalitat sería un procesado por rebelión, el Rey tendría que firmar el nombramiento y se visualizaría que había empezado el desmoronamiento del Estado.

placeholder Turull en el fallido pleno de investidura. (Reuters)
Turull en el fallido pleno de investidura. (Reuters)

Sobre el papel la jugada era perfecta. En la práctica demostró que los actuales animadores del 'procés' —la veintena de diputados 'puigdemontistas'— son unos maquiavelos sin oficio. En efecto, la sesión de investidura fue un sonado fracaso y Jordi Baste, conductor matutino de Rac 1, el programa de más audiencia de la radio en catalán, que no oculta su simpatía por el soberanismo, no dudó el viernes en calificarla de "funeral independentista".

La razón principal es que ya antes de empezar la sesión, la CUP anunció que no votaría a Turull, el candidato pronunció un discurso gris y su reconocida y gris profesionalidad no pudo evitar que pusiera cara de cordero degollado. Seguramente pensaba más en la posibilidad de ingresar en prisión el viernes que en la remota de ser elegido el sábado en segunda votación.

El fracaso de los políticos está dando paso a un gobierno de los jueces, cuya función es hacer cumplir la ley, no arbitrar conflictos

Pero más allá del fracaso del jueves, el auto de procesamiento del juez Llarena del viernes demostró el error descomunal de la DUI del 27-O que inevitablemente iba a hacer que el protagonismo en la crisis catalana pasara de la arena política (la confrontación entre el independentismo y los partidos que apoyaron el 155) al terreno del Código Penal y de la Sala de lo Penal del Supremo. Todo es opinable, pero cuando se proclama la desconexión de Cataluña, una CCAA, del Estado era inevitable que el aparato judicial entrara inmediatamente en funcionamiento y con finalidades punitivas.

El gobierno catalán que el 27-O, pese a las advertencias del Conseller Santi Vila (PDeCAT) y el de Justicia, Carles Mundó (ERC) —y las propias dudas del presidente Puigdemont— tomó la decisión de seguir adelante y arrojarse al precipicio dio un paso suicida e irreversible. Como estamos viendo el teatro de la política catalana en los próximos meses no será ya el parlamento catalán ni las negociaciones entre el independentismo y el gobierno del PP, ni la Comisión propuesta por el PSOE en el Congreso de los Diputados, sino los preparativos del juicio oral en el Supremo contra una veintena de dirigentes independentistas catalanes acusados nada menos que de rebelión.

La política ha pasado a un segundo plano y estamos entrando en una especie de gobierno de los jueces, contra el que Felipe González ha mostrado prevención pero que, al mismo tiempo, ha reconocido casi inevitable cuando los políticos no han sabido resolver un problema y, por acción irreflexiva de los separatistas y por omisión culpable el gobierno de Madrid, lo han traspasado a los tribunales.

El Estado de derecho es la garantía de las libertades, claro. Pero el código penal no es posiblemente el mejor instrumento para gestionar un serio conflicto territorial animado por una pulsión nacionalista. Los jueces están para aplicar la ley, no para arbitrar conflictos que movilizan a millones de personas. Pero, aunque no es su función, y además tienen sus querencias y prejuicios, deben exigir el cumplimiento de las leyes.

Cuando los políticos fallan, se abre el camino al gobierno de los jueces, sea o no sea la mejor, o la menos mala, solución. Y ese es el error irreversible que el independentismo cometió el pasado 27 de octubre al activar la DUI y no reconocer que la independencia, con tanta prepotencia prometida, era un imposible.

placeholder Turull tras su declaración ante el juez Llarena. (EFE)
Turull tras su declaración ante el juez Llarena. (EFE)

Pero es evidente que solo aplicando el Código Penal el problema no entrará en vías de solución. Y un gobierno de un territorio, legalmente elegido, no puede ser reducido a la categoría de golpista, al menos en la acepción habitual, no solo española sino occidental, en la que el golpe era militar y violento y normalmente se enfrentaba a la voluntad de un gobierno elegido.

Desde hace meses se ve que España ha entrado en la crisis política y constitucional más grave desde la recuperación de la democracia. Hace años un relevante político español me dijo que los Estados Unidos no fueron una auténtica nación hasta que el gobierno federal redujo el poder de los estados del sur (con parlamentos elegidos) e impuso la decisión de las cámaras federales, en este caso la abolición de la esclavitud.

Históricamente es así, pero los sufrimientos que comportó la subsecuente guerra civil fueron enormes. En España estamos lejos de eso porque aquí nadie —desde Tejero— se ha levantado en armas.

Ni es previsible que suceda, aunque en Cataluña puede existir un peligro de "ulsterización". Pero el divorcio entre las sociedades y las opiniones públicas es peligroso. Los jueces no son políticos, pero deben saber que sus decisiones pueden tener efectos políticos. Positivos o negativos.

El proceso independentista será un gran espectáculo y los catalanes discrepan del resto de españoles sobre el trato a los presos

En Cataluña y España y en este caso —el procesamiento de los dirigentes independentistas— ya se están produciendo. Una encuesta de 'La Vanguardia', realizada por GAD3, que también trabaja para el nada sospechoso 'ABC', indica que el 59% de los catalanes (bastantes más que el 47% que vota independentista), contra el 34%, no considera proporcionada la prisión provisional, sin fianza y antes de juicio, aplicada a Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart. Por el contrario, en el resto de España las cifras son casi las mismas pero a la inversa: el 60% apoya la medida y solo el 28% las rechaza. Y algo muy similar pasa cuando la pregunta es sobre el acuerdo o desacuerdo que genera la acusación de sedición y rebelión.

La historia enseña —ahí está el famoso affaire Dreyfus en la Francia de la III República— que los grandes procesos despiertan grandes pasiones. Y en aquel tiempo no existían ni Facebook ni Twitter. El divorcio entre la opinión pública catalana y la española, en el que Oriol Junqueras —es difícil que Bélgica entregue a Puigdemont— será el gran acusado no debería convertirse en un escalón suplementario en el divorcio moral entre la opinión pública catalana y la española.

Nadie ganaría nada con ello, pero sinceramente no veo cómo se puede evitar. Y después las cosas no serán más fáciles. Aunque no le voten demasiado, el 52% de los catalanes comparten la opinión de Miquel Iceta que en plena campaña electoral —error— pidió indultos conciliadores. Pero el 53% de los españoles no los vería bien.

Vivimos una grave crisis. Y lo peor es que parece que no evoluciona en la buena dirección.

Las elecciones del 21-D dieron al secesionismo una última oportunidad porque pese al ridículo de la DUI del 27-O las tres fuerzas independentistas —sumadas— lograron salvar su ajustada mayoría absoluta (70 diputados frente a los 68 que la conforman).

Tribunal Supremo Jordi Sànchez