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Ni Humphrey ni McGovern: por una tercera vía en el PSOE
Pedro Sánchez llevó al PSOE a un callejón sin salida con el "no es no" y Susana Díaz se ha envuelto en un silencio tacticista durante meses. Hace falta una tercera opción
Al ver las imágenes del infausto comité federal socialista del pasado 1 de octubre, a algunos nos vinieron a la cabeza las escenas, tantas veces repetidas, de la convención demócrata de Chicago en 1968. Los sesenta fueron una década difícil para los demócratas. Dos Kennedy, un presidente en ejercicio y otro que iba camino de serlo, fueron asesinados. La ley de derechos civiles hizo que muchos estados sureños, tradicionalmente demócratas, pasasen al lado republicano. Pero fue Vietnam la herida que desangró a los demócratas al dividirlos en dos mitades: en un extremo, representado por el vicepresidente Hubert H. Humphrey, los 'realistas', que defendían una reducción gradual de la presencia militar norteamericana. En el otro, los 'pacifistas', que abogaban por una retirada incondicional. La línea pacifista tuvo varios representantes hasta converger en George McGovern durante la convención de Chicago. La convención fue un verdadero caos. Fuera, no cesaron los enfrentamientos entre manifestantes y policías, mientras dentro reinaban el cisma y la confusión. Finalmente, Humphrey, la opción 'realista', fue elegido candidato por el voto de los delegados, pese a no haberse presentado a ninguna de las primarias celebradas hasta entonces.
Las similitudes del pasado comité federal del PSOE con la convención de Chicago no se agotan en el clima de división y enfrentamiento. La investidura de Rajoy ha sido la chispa que ha provocado la crisis socialista. Pero como los demócratas en 1968, quizás haya sido la causa última, no la originaria. Para volver a ser una alternativa de gobierno, el PSOE tiene tres problemas de mucha más envergadura que la investidura de Rajoy: necesita articular un proyecto político solvente, representar las aspiraciones de cambio de los ciudadanos, y definir una política territorial coherente e integradora.
El PSOE arrastra un problema de solidez de su proyecto político que no ha hecho sino agravarse durante los últimos años. En noviembre de 2011, cuando supuestamente los socialistas tocaban fondo, el CIS preguntó por la capacidad de gestión sobre una serie de políticas públicas de los dos principales partidos. Las preferencias se repartían al 50%: los ciudadanos valoraban mejor al PP en las políticas económicas y al PSOE en las políticas sociales. En noviembre de 2015, el PP era mejor valorado en el 70% de todas ellas. Es sorprendente las políticas que se han movido a favor del PP durante la última legislatura: medio ambiente (donde el PP se encuentra por delante), políticas de igualdad y políticas sociales (prácticamente empatados) y sanidad. Todo ello, durante la legislatura en la que el Estado de bienestar ha sufrido el mayor recorte de nuestra historia.
El segundo problema del PSOE es cómo representar las demandas de cambio expresadas con fuerza en las últimas convocatorias electorales. Más de un 40% de los ciudadanos señala a la corrupción como uno de los principales problemas de España, y alrededor de un 20%, a la política y las instituciones. En ambos casos, son niveles sin precedentes.
Pedro Sánchez y Susana Díaz han acumulado durante los últimos meses muchos más errores que aciertos
Existe un divorcio evidente entre una parte de la ciudadanía y nuestro sistema institucional. Ha surgido un nuevo colectivo social, una 'mayoría silenciosa' que exige cambios institucionales de calado, incluido el funcionamiento interno de los partidos políticos. Tanto se ha empeñado en liderar a las 'fuerzas del cambio', que por el camino el PSOE se ha olvidado de ofrecer un verdadero proyecto regeneracionista a estos 'ciudadanos del cambio'.
Y en tercer lugar está la política territorial. No es casualidad que el PSOE haya caído en la irrelevancia política en Cataluña y el País Vasco y esté cerca de hacerlo en Galicia, los denominados territorios históricos. Según el CIS, los ciudadanos se sitúan próximos al PSOE en el eje izquierda-derecha, pero perciben a los socialistas muy alejados en política territorial. Es cierto que España cuenta con uno de los estados más descentralizados del mundo. Tanto como que la Constitución se escribió para un país distinto, el país centralista que imaginaban los constituyentes. Históricamente, el Gobierno central ha combinado la zanahoria de las cesiones competenciales con la rigidez en los aspectos simbólicos. Quizás haya llegado el momento de invertir la pócima.
El comité federal del PSOE dejó muchas heridas. Pero quizá dejase claro quién no debería ser el próximo líder socialista: tanto Pedro Sánchez como Susana Díaz han acumulado durante los últimos meses muchos más errores que aciertos. El primero, por llevar al PSOE a un callejón sin salida, enganchado a la superchería del “no es no”, a sabiendas, porque lo vivió en carne propia el pasado mes de febrero, de que no existía alternativa posible.
Cuando se desgarra algo para luego coserlo, no se puede hablar de una costura sino de un remiendo
La segunda, por esconderse durante meses en un silencio tacticista, evitando que el debate que estos días vive el partido de manera tumultuosa se produjese, con más calma y sosiego, después de las elecciones del 26-J. Cuando se desgarra algo para a continuación coserlo, no se puede hablar de una costura sino de un remiendo. Aún más importante que lo acontecido durante los últimos meses son las debilidades de estos dos políticos para reconstruir el proyecto socialista: ambos presentan claroscuros en cuanto a la solvencia del proyecto que pueden liderar, pero tienen verdaderos puntos negros en regeneración institucional y política territorial. Sánchez nunca encontró la brújula en estas dos coordenadas. La de Díaz podría llevar al PSOE al ostracismo político.
Ni McGovern, el político que ganaba primarias explotando los instintos pacifistas de las bases, ni Humphrey, el candidato que conseguía las nominaciones en los pasillos, pueden ofrecer una salida al atolladero socialista. En EEUU, el Partido Demócrata presentó a uno en 1968 y al otro en 1972. Ambos fueron aplastados electoralmente por Nixon. Y durante 20 de los siguientes 24 años, la Casa Blanca estaría ocupada por un presidente republicano. Hasta que los demócratas eligieron a un político joven, sólido, capaz de encarnar un nuevo tiempo frente a la sombra decrépita de la guerra fría. Quizá la única manera de que los socialistas eviten una travesía parecida sea que empiecen a preguntarse por dónde queda su propia Arkansas.
* Isidoro Tapia es economista y MBA por la Universidad de Wharton.
Al ver las imágenes del infausto comité federal socialista del pasado 1 de octubre, a algunos nos vinieron a la cabeza las escenas, tantas veces repetidas, de la convención demócrata de Chicago en 1968. Los sesenta fueron una década difícil para los demócratas. Dos Kennedy, un presidente en ejercicio y otro que iba camino de serlo, fueron asesinados. La ley de derechos civiles hizo que muchos estados sureños, tradicionalmente demócratas, pasasen al lado republicano. Pero fue Vietnam la herida que desangró a los demócratas al dividirlos en dos mitades: en un extremo, representado por el vicepresidente Hubert H. Humphrey, los 'realistas', que defendían una reducción gradual de la presencia militar norteamericana. En el otro, los 'pacifistas', que abogaban por una retirada incondicional. La línea pacifista tuvo varios representantes hasta converger en George McGovern durante la convención de Chicago. La convención fue un verdadero caos. Fuera, no cesaron los enfrentamientos entre manifestantes y policías, mientras dentro reinaban el cisma y la confusión. Finalmente, Humphrey, la opción 'realista', fue elegido candidato por el voto de los delegados, pese a no haberse presentado a ninguna de las primarias celebradas hasta entonces.