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¿Prefieren los independentistas no alcanzar la mayoría absoluta el 21-D?
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Isidoro Tapia

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¿Prefieren los independentistas no alcanzar la mayoría absoluta el 21-D?

Una mayoría absoluta independentista el 21-D podría volverse como un bumerán contra el 'procés, podría ser la puntilla que lo hiciese descarrilar, la convulsión final y su triste epílogo

Foto: ¿Prefieren los independentistas no alcanzar la mayoría absoluta el 21D? (Reuters)
¿Prefieren los independentistas no alcanzar la mayoría absoluta el 21D? (Reuters)

En los universos paralelos del 'procés', nada es lo que parece. Los partidos independentistas se presentan a unas elecciones que califican de ilegítimas, pero pelean cada voto como si fuese el último aliento electoral de su existencia, mientras al mismo tiempo alientan la sospecha de un masivo fraude electoral. Los candidatos que encabezan las listas electorales lo son solo de cartón piedra, ya sea porque están en Bruselas o en la cárcel de Estremera, porque todos saben que nunca recogerán sus actas de diputados. En paralelo, los actores principales, los titiriteros que en realidad manejan los hilos y responden a los nombres de Colau o Artur Mas, ven los toros desde la barrera.

Los independentistas se dan golpes en el pecho proclamando como "presidente legítimo" a un personaje que todos ellos, empezando por sus propios compañeros de partido, elucubran cómo quitarse de en medio una vez pase la cita con las urnas. Los partidos constitucionalistas, por su parte, abogan por una mayoría de gobierno que o bien saben que es imposible (en el caso de Ciudadanos) o bien temen con el rabillo del ojo (en el PSC, por falta de convicción, y en el PP, por sus efectos colaterales, que engordaría a los naranjas, su competidor electoral en el resto de España).

Llevado por esta fiebre de los espejos, voy a hacer algo que imagino está penado en el catecismo del buen articulista. Voy a defender una tesis en la que creo solo a medias, o mejor dicho, en la que creo pero no del todo: que una mayoría absoluta independentista el 21-D podría volverse como un bumerán contra el 'procés'. En el extremo, que podría ser la puntilla que lo hiciese descarrilar, la convulsión final y el triste epílogo de una zarandaja que ha durado algo más de un lustro.

Pasadas las primeras horas (tal vez días) de júbilo, las cosas empezarían a cambiar, y el amarillo, poco a poco, se bañaría en tonos grisáceos

Empecemos por lo obvio: una mayoría absoluta independentista, esto es, un escenario en el que ERC, JxCAT (la lista de Puigdemont) y la CUP sumen 68 diputados o más, sería un chorro de energía para el debilitado proceso soberanista. Constituiría, sin ninguna duda, una demostración de poder en unas elecciones forzadas por la aplicación del 155, con la mitad del Govern en la cárcel, la otra mitad autoexiliada en Bruselas, y, las costuras unitarias, tan forzadamente cosidas por el sueño imposible de la independencia, abiertas en canal. El éxito habría que celebrarlo a lo grande. Los soberanistas brindarían con cava, saltarían de regocijo y exhibirían con la mezcla de orgullo y desprecio que constituye la marca propia del soberanismo, la enésima demostración de la voluntad única del pueblo catalán. Ahora bien: pasadas esas horas (tal vez días) de júbilo, las cosas empezarían a cambiar, y el amarillo, poco a poco, se bañaría en tonos grisáceos. Veamos por qué.

La primera cuestión a resolver sería la elección de un presidente. Aunque unas elecciones pueden servir para muchas cosas, su valor primario es formar un nuevo gobierno. ¿Quién sería el candidato independentista a presidente de la Generalitat? Imaginemos que el resultado que arroja el 21-D es ERC 33, JxCAT 27 y la CUP 8. Es, obviamente, un decir, pero un resultado dentro de los escenarios dibujados por las encuestas. Es decir, Puigdemont protagoniza una fenomenal remontada pero se queda ligeramente por debajo de ERC.

¿Aceptaría ERC como presidente a Puigdemont? Hacerlo significaría transigir con un candidato ajeno pese a haber ganado, aunque fuese por la mínima, la batalla interna del independentismo. ¿Podrían negarse los republicanos a apoyarlo cuando lo consideran, aunque sea solo de boquilla, su presidente legítimo? ¿Correrían el riesgo de apoyar a un candidato sobre el que pesa una orden de detención, que se ejecutará tan pronto ponga el pie en territorio español, que de momento incluye las tierras catalanas? Imaginemos por un momento que los republicanos hacen valer sus reservas y bloquean la candidatura de Puigdemont. ¿A qué candidato promoverían? ¿Aceptaría JxCAT a Junqueras como presidente a sabiendas que su situación procesal es incluso peor que la Puigdemont? ¿Apoyarían a otro candidato republicano alternativo, digamos Marta Rovira, pese a su mediocre desempeño electoral?

Imaginemos que los soberanistas superan todas estas contradicciones. A fin de cuentas, el propio Puigdemont resultó elegido en una carambola parecida en 2015. Entonces vendría un segundo grupo de problemas. Porque los independentistas no se pueden permitir que su candidato no reúna el apoyo de los 68 diputados necesarios para ser investido presidente. Y ello exigiría, en primer lugar, el apoyo de la CUP, un socio que es cualquier cosa menos fácilmente domesticable, como se ha visto en los dos años de la extinta legislatura. Y, en segundo lugar, precisaría el apoyo de todos los candidatos fantasma que pueblan las listas del independentismo, todos y cada uno de los que están en el exilio o encarcelados.

Una investidura sostenida sobre una mayoría exigua de 68 diputados exigiría que todos estuviesen de cuerpo presente en el Parlament. ¿Renunciaría a su acta Puigdemont para que corriese la lista y así salvar 'in extremis' la investidura de un presidente de ERC? ¿Harían lo propio Junqueras y el resto de 'exconsellers' todavía encarcelados para investir a Puigdemont?

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Imaginemos, no obstante, que el soberanismo, experto en salvar 'match-balls', sortease estas dificultades. ¿Con qué programa se presentaría a la investidura el futuro 'president'? Salvo para la CUP, los únicos verdaderamente convencidos de las bondades de la desconexión unilateral, el independentismo ha vivido estos años a lomos del mito de Sísifo. La estrategia, como demuestra sin asomo de duda la agenda Moleskine ahora incautada, era asomarse al abismo sin llegar a saltar. Amenazar con la DUI confiando en que la presión obligase al Gobierno a sentarse a negociar. Pero una vez demostrado que en el juego de la gallina nadie tiene los nervios más de acero que Rajoy, ¿cuál sería el plan del independentismo? ¿Una nueva DUI? ¿Otro referéndum unilateral? ¿Por qué ahora debiera funcionar una estrategia que no ha conseguido arrancar una negociación al Gobierno?

Hagamos no obstante profesión de fe y aceptemos que habría un candidato independentista capaz de concitar el apoyo de 68 diputados, con una nueva hoja de ruta soberanista en la chistera. Pero en ese momento empezaría el cuarto conjunto de problemas. El 'president' recién investido se encontraría, es cierto, libre del yugo del artículo 155, dado que el acuerdo aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 21 de octubre y posteriormente ratificado por el Senado, limita su vigencia "hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno de la Generalitat, resultante de la celebración de las correspondientes elecciones al Parlamento de Cataluña". Pero una vez perdida la virginidad política para la activación, por primera vez en nuestra democracia, del 155, ¿qué impediría al Gobierno de Rajoy volver a utilizarlo? ¿Qué argumentos podrían esgrimir los socialistas para negarse a apoyarlo después de que un nuevo presidente de la Generalitat hubiese prometido reincidir en el camino de la independencia unilateral? Sería seguramente una cuestión de días hasta que el nuevo Govern catalán viese de nuevo sus competencias cercenadas. Y entonces, ¿volveríamos a la casilla de salida? ¿Unas nuevas elecciones?

El 'procés' 2.0, en cualquiera de sus versiones, tiene un elemento común: las dificultades desaparecen

Sin duda, son muchas elucubraciones. Pero, en el fondo, los escenarios que se abren a partir del 21-D son dos: el primero da la oportunidad al independentismo de reinventarse a través del 'procés' 2.0, ya sea con una mayoría apoyada por Podem (para entendernos, la fórmula de Roures) o por el PSC (la reedición del tripartito). El 'procés' 2.0, en cualquiera de sus versiones, tiene un elemento en común: todas las dificultades señaladas desaparecen. Permite a los soberanista librarse de Puigdemont y de la CUP, mantener a los encarcelados formalmente como diputados aún sin recoger el acta, y romper los grilletes del 155 mientras pergeñan una nuevo camino, seguramente una oferta de negociación de un referéndum pactado (a la que por cierto Rajoy no podrá responder, como hubiese hecho hace unos años, con displicencia, como consecuencia de su debilidad parlamentaria y de las heridas en el ámbito internacional que ha dejado su caótica gestión del 1-O).

El segundo escenario es, solo en apariencia, más florido para el independentismo: una mayoría absoluta triunfal de las fuerzas favorables al 'procés'. ¿Qué prefieren los independentistas? Algo me dice que, esta vez, prefieren perder a los puntos que ganar por goleada.

En los universos paralelos del 'procés', nada es lo que parece. Los partidos independentistas se presentan a unas elecciones que califican de ilegítimas, pero pelean cada voto como si fuese el último aliento electoral de su existencia, mientras al mismo tiempo alientan la sospecha de un masivo fraude electoral. Los candidatos que encabezan las listas electorales lo son solo de cartón piedra, ya sea porque están en Bruselas o en la cárcel de Estremera, porque todos saben que nunca recogerán sus actas de diputados. En paralelo, los actores principales, los titiriteros que en realidad manejan los hilos y responden a los nombres de Colau o Artur Mas, ven los toros desde la barrera.

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