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Puigdemont en Macondo
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Isidoro Tapia

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Puigdemont en Macondo

El independentismo se ha movido durante los últimos meses en la resbaladiza frontera que separa la realidad de la ficción

Foto: Una persona levanta una careta de Puigdemont en una manifestación proindependentista. (EFE)
Una persona levanta una careta de Puigdemont en una manifestación proindependentista. (EFE)

Si algo positivo nos ha dejado el proceso soberanista es que nos ha devuelto el realismo mágico, aunque haya sido a costa de convertir Cataluña en una Macondo triste y desdichada. El independentismo se ha movido durante los últimos meses en la resbaladiza frontera que separa la realidad de la ficción: se asomó al espejo y lo atravesó pensando que empezaba una realidad nueva.

Algo empezamos a intuir cuando el expresidente Puigdemont se presentó en la Universidad de Copenhague, allá por el mes de enero, bajo un rótulo que decía 'Charles Puigdemont, 130 president of the Government of Catalonia'.

¿130?, nos preguntamos algunos. Desde que se aprobó el Estatuto de Autonomía, solo ha habido cinco: Pujol, Maragall, Montilla, Mas y el propio Puigdemont. Si incluimos también a todos aquellos desde que Francesc Macià utilizase por primera vez el título de 'president' de la Generalitat, tendríamos cuatro más: el propio Macià, Companys y los dos presidentes en el exilio durante el régimen franquista, Irla y Tarradellas.

Foto: Los manifestantes independentistas hacen barricadas contra la policía. (EFE)

¿Cómo llegar hasta 130? Los independentistas reclaman una continuidad histórica milenaria, que empezaría con el obispo Berenguer en el año 1359. Puigdemont sería el legítimo heredero de una dinastía propia de Camelot, un reino imaginario nacido en el medievo y conservado como una delicada reliquia ante el acoso de reyes godos, francos y castellanos.

En 1988, el entonces presidente Jordi Pujol decretó con pompa la celebración del llamado 'milenario de Cataluña': se celebraba que en el año 988, el conde de Barcelona Ramón Borrell supuestamente había quebrado el vasallaje (un acto de insubordinación feudal) del rey Hugo Capeto. Para celebrarlo, Pujol fue con 4.000 peregrinos catalanes a la plaza de San Pedro en Roma. Dicen las crónicas que cuando Juan Pablo II se dirigió a ellos en castellano, se escucharon algunos silbidos. El Papa polaco, a quien a reflejos no le ganaba nadie, cambió rápidamente al catalán: "Os saludo hoy, queridos catalanes, que con espíritu comunitario y de fiesta, llenáis de alegría la plaza de San Pedro con la sardana y las torres humanas”. “De todo corazón", concluyó el Papa, "os encomiendo a la Moreneta, Nuestra Señora de Montserrat. Hasta mañana, si Dios quiere".

Pujol fue un maestro en mantener encendido el incensario de la nación catalana. Lo que sus discípulos, los líderes independentistas de hoy, no entendieron, es que la independencia era un lugar mítico al que no se llegaba, solo se aspiraba a hacerlo. Se oteaba en el horizonte como un oasis, pero nunca se tocaba con los dedos. Una aspiración colectiva con la que entretener a varias generaciones de catalanes que sirviese como sorda amenaza ante el Gobierno de Madrid. Como le dijo Mao a Nixon para sortear el principal obstáculo en el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países: “Taiwán es territorio de China. Aunque podemos esperar recuperar la soberanía durante el menos 100 años”.

Puigdemont sería el legítimo heredero de una dinastía propia de Camelot, un reino imaginario nacido en el medievo y conservado como reliquia

Para el pujolismo, la independencia catalana era como la cuestión de Taiwán para China. Una cuestión a resolver dentro de 100 años. Puigdemont era solo un joven periodista que escribía para el periódico proindependentista 'El Punt' en 1988. Debió de pasarle como al patriarca de los Buendía, José Arcadio, que se trastornaba con la magia y las invenciones del gitano Melquíades, cuando cada año visitaba Macondo. Con menos cintura y doble fondo que el pujolismo, Puigdemont, como tantos otros, empezó a pensar que cuando decían 'nación' querían decir 'nación' y cuando decían 'independencia' querían decir exactamente eso, 'independencia'.

Los líderes del 'procés' tuvieron la ocasión de volver al Camelot pujolista convocando elecciones anticipadas a finales del pasado mes de octubre. Un quiebro en el último momento, justo al borde del precipicio, y a pasar la cesta. Un nuevo pacto fiscal, una nueva ronda en la colecta. Pero fueron incapaces de controlar a los 'literalistas', los que leían el realismo mágico como si fuese una novela de Mark Twain. Al declarar la DUI, se rompió ese delicado equilibrio entre realidad y ficción del catalanismo. Algunos, como Puigdemont, atravesaron el espejo. Se fue a Bruselas con su legitimidad histórica a cuestas. Empezó a pasearse por Europa, pensando que nadie se atrevería a ponerle los grilletes a un líder milenario. Cuando le dieron el alto los policías alemanes, su cara debió de parecerse a la de Buendía cuando conoció por primera vez el hielo.

Los demás líderes independentistas se siguen moviendo como peces entre uno y otro lado del espejo, aunque la gran mayoría lo ha cruzado sin retorno. El presidente del Parlament, Roget Torrent, afirmó tras conocer la detención que “ningún juez, ningún Gobierno, ni ningún funcionario tiene la legitimidad para perseguir al presidente de todos los catalanes”. Al fin alguien que lleva hasta las últimas consecuencias el título de ‘Charles Puigdemont, 130 president of the Government of Catalonia'. El 'literalismo' al mando: Puigdemont es presidente, viene a decir Torrent, por designio divino, como el obispo Berenguer, qué más da cuál fuese el resultado de las elecciones y esas malditas reglas que nos obligan a elegirlo en sede parlamentaria por una mayoría de diputados. Y, como tal, si acaso responderá a la justicia divina, pero desde luego no tiene que rendir cuentas ante la terrenal.

Foto: Puigdemont, durante su conferencia en Helsinki. (EFE)

¿Qué ha pasado? En política hay una máxima: si no ejerces el poder, alguien lo ejercerá por ti. Es una regla también básica en la vida orgánica: cuando un organismo es atacado, se defiende. Y si su primera línea de defensa permanece impasible, como ha ocurrido con un Gobierno español que ha actuado siempre tarde y a desgana ante el desafío soberanista, aparecerán otros anticuerpos para sostener el envite. Recuerdo que, en sus clases, Gregorio Peces-Barba defendía que la monarquía española, a la que la Constitución reserva solo funciones arbitrales, tenía sin embargo una especie de reserva de poder. Que en situaciones extraordinarias, cuando los poderes legítimos son incapaces de ejercer sus atribuciones, el monarca recupera temporalmente la legitimidad para restablecer el orden constitucional.

Así, defendía Peces-Barba, había sucedido el 23-F, cuando el Gobierno era rehén de la intentona golpista. Reconozco que me produce algo de vértigo esta tesis, pero algo parecido ocurrió cuando, ante la pasividad del Gobierno, el actual monarca se dirigió directamente a los españoles, incluidos los catalanes, para garantizarles que el ordenamiento democrático se mantendría en pie. Y ha sido precisamente el poder judicial, que según la Constitución “se administra en nombre del Rey”, el que ha dado el golpe de gracia al proceso soberanista. El juez Llarena, a su ritmo lento pero implacable, ha ido sorteando los sucesivos repliegues del independentismo, las idas y venidas al reino de lo mágico (el proponer a un candidato virtual, a otro que no quería serlo, a un tercero que no contaba con los votos) para aplicar una dosis de hiperrealismo a esta travesía de Ítaca con destino a ninguna parte.

No, no todo lo va a resolver el juez Llarena. Llegará el momento de la política. Pero será con otra generación de líderes nacionalistas, y seguramente también con otros líderes en el Gobierno español, con más pulso y menos temblores. Tiempo tendremos de reflexionar hasta entonces: de lo bueno y malo de estos 40 años de Estado autonómico, de nuestro equilibrio territorial, de la lealtad de nuestro pacto constitucional y las costuras de nuestra convivencia. No será dentro de 100 años y no los viviremos en soledad. Pero, esta vez, conviene que nos hablemos sin magias, sin leyendas y sin cuentos.

Si algo positivo nos ha dejado el proceso soberanista es que nos ha devuelto el realismo mágico, aunque haya sido a costa de convertir Cataluña en una Macondo triste y desdichada. El independentismo se ha movido durante los últimos meses en la resbaladiza frontera que separa la realidad de la ficción: se asomó al espejo y lo atravesó pensando que empezaba una realidad nueva.

Carles Puigdemont