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Historia de dos ciudades: el espejo de Cataluña debe ser Irlanda, no Quebec
Son muchas las diferencias entre Belfast y Montreal, y muchas más las que existen entre estas ciudades y Barcelona
Vaya aquí una historia de dos ciudades: Belfast y Montreal. Alguien dirá que las dos son hoy capitales lúgubres. Belfast se encuentra en la punta del iceberg del Brexit, del pulso que libran el Reino Unido y sus hasta ahora socios europeos. Quebec lleva décadas de estancamiento económico: nunca ha recuperado el vigor que tuvo antes de que la larga batalla por su independencia desplazase el centro de gravedad económica hacia Toronto.
El verdadero contraste existía hace 40 años, en la década de los setenta. Entonces Belfast era una ciudad en guerra. El Domingo Sangriento de 1972, un destacamento de paracaidistas británicos, mal pertrechados y seguramente presos de un ataque de pánico tras verse rodeados, abrió fuego contra un grupo de manifestantes católicos. Murieron 14 jóvenes desarmados, como el propio David Cameron reconoció al hacer públicos los resultados de una investigación varias décadas después. U2 inmortalizó aquellos hechos en una célebre canción ('Sunday Bloody Sunday', el tema inicial del álbum 'War'). En los días siguientes a la matanza, hubo protestas en muchas capitales europeas. El IRA, un grupo entonces débil y sin apenas actividad, vivió una especie de renacimiento, hasta conseguir echar un pulso al ejército británico que en ocasiones se pareció a un verdadero conflicto armado.
Si Belfast era entonces la ciudad de las tinieblas, que diría Dickens, Montreal era la ciudad de la luz. En 1976 albergó los Juegos Olímpicos de Verano, la fiesta perfecta para culminar varias décadas de fuerte crecimiento económico. La ciudad era entonces un crisol de culturas y de lenguas: mezclaba raíces francófonas con una ubicación privilegiada. Como pórtico de entrada al mayor mercado mundial, los EEUU, Montreal era un centro financiero e industrial; su puerto estaba a la cabeza mundial en la industria naval.
¿Qué fue mal en Montreal? ¿Qué se hizo bien en Belfast? Insisto: no quiero simplificar la realidad para hacer más labrada una metáfora (para conseguir una “comparación en grado superlativo”, que diría Dickens). Belfast no es hoy ningún remanso de paz ni de abundancia. Aunque, eso sí, está infinitamente mejor que hace 40 años. En Montreal, por el contrario, se advierten algunos rayos de luz en un paisaje grisáceo (acaban de celebrar unas elecciones que, por primera vez en varias décadas, no han girado sobre el debate identitario). Pero es innegable que, en comparación con otras ciudades canadienses como Toronto o Vancouver, Montreal ha vivido una lenta decadencia.
En las dos ciudades existió un conflicto social larvado por varias décadas de desencuentros. El formol de las frustraciones. Dos colectivos, cuyas diferencias iniciales se convirtieron en heridas, y después en llagas. Son muchas las diferencias entre Belfast y Montreal, y muchas más las que existen entre estas ciudades y Barcelona. Pero me voy a permitir señalar solo una, tal vez la más importante: en Montreal, los políticos asistieron como pasivos espectadores a un conflicto que se fue enquistando. En Belfast (al menos a partir de finales de los ochenta), los políticos fueron actores protagonistas, no meros convidados.
Se ha criticado al presidente Sánchez desde muchos ángulos por su política de desinflamación en Cataluña: se ha dicho que alcanzó acuerdos secretos con los independentistas catalanes para garantizar su investidura (yo creo que hubo una simple confluencia de intereses), o que ha alcanzado estos acuerdos desde entonces (si existen, no son evidentes).
Creo, sin embargo, que el principal reproche que se le puede hacer a Sánchez es otro: es estar actuando en Cataluña exactamente igual a como lo hacía Rajoy. Sánchez está siendo blando hasta el extremo en las formas, y estéril como una roca (como el granito, que diría la ministra portavoz) en el fondo.
La política del Gobierno en Cataluña (la seguida hasta ahora) puede resumirse de la siguiente forma: poner sobre la mesa una serie de gestos unilaterales, con el ánimo de que fuesen correspondidos por la Generalitat hasta generar un circulo virtuoso que terminase solucionando por sí solo el conflicto en Cataluña. Tan bienintencionado como ingenuo.
¿Es esta una buena estrategia? Al contrario, es una de las peores. Lo previsible es que la otra parte engulla los gestos unilaterales como si se tratase de rodajas de un salchichón. Una vez se agota el catálogo de gestos unilaterales admisibles (esto es lo que parece haber ocurrido estos días), el Gobierno de Sánchez se encuentra sin nada mas que ofrecer y la Generalitat sigue pidiendo exactamente lo mismo (el “referéndum pactado”). Insisto: si hacemos abstracción del cambio en las circunstancias (la situación procesal de los presos, los sucesos del pasado otoño), la estrategia de Sánchez se parece a la de Rajoy como dos gotas de agua. Son la misma. Es la fórmula de Quebec: esperar de forma pasiva, tolerar que la otra parte sobreactúe en las formas creando una realidad onírica independentista, mientras en las posiciones de fondo no se mueven ni un milímetro.
¿Cuál fue la fórmula de Belfast? Exactamente la contraria. En las formas, el Gobierno británico fue implacable: hasta cinco veces suspendió la autonomía del Ulster, sin que le temblase el pulso para hacerlo. La dureza en las formas es un requisito necesario en las negociaciones para ganarse el respeto ajeno. Si la otra parte piensa que va a obtener rodajas de salchichón indefinidamente, no tiene ningún incentivo a tomarse en serio nuestras propuestas.
¿Qué significa ser audaz en el fondo? También Belfast fue un ejemplo en este sentido. Los acuerdos de Viernes Santo, firmados a finales de los noventa, rompieron varios tabúes: el Reino Unido reconocía el derecho de la población norirlandesa a elegir libremente su futuro, mientras Irlanda aceptaba la soberanía británica de hecho sobre el Ulster, así como la creación de un Consejo Británico-Irlandés. Una de las mayores innovaciones de los acuerdos fue la regla de la doble mayoría: las principales decisiones de la Asamblea norirlandesa, incluida la formación del Gobierno, requieren de su aprobación tanto entre los partidos católicos como los protestantes.
Escribe Miguel Aguilar en 'Letras Libres' (esa pequeña joya del panorama de revistas en nuestra lengua) que Irlanda ofrece valiosas lecciones para resolver el desafío soberanista. Así también lo creo. Por algún motivo, el presidente Sánchez ha preferido inspirarse en Quebec. Pero, o mucho me equivoco, o los gestos de distensión tienen un recorrido limitado, como estamos viendo estos días. La solución en Cataluña no vendrá de la mejora en la situación procesal de los presos, o de las transferencias competenciales pendientes. Esas son las rodajas del salchichón. De hecho, demasiada empatía en estos temas puede ser contraproducente, porque socava la posición negociadora del Gobierno español, y con ello la negociación misma. En cambio, hay una ruta todavía por explorar, y es ser audaz en las propuestas de fondo, lo que no debe entenderse como aceptar las demandas soberanistas, sino buscar fórmulas nuevas que superen el bloqueo actual. Por ejemplo: un acuerdo político, o incluso legal (una mayoría reforzada del 65%), para que el próximo presidente de la Generalitat requiera de una 'doble mayoría', una mayoría tanto entre los partidos soberanistas como entre los constitucionalistas. ¿Cambiaría esta fórmula la dinámica política en Cataluña?
Vaya aquí una historia de dos ciudades: Belfast y Montreal. Alguien dirá que las dos son hoy capitales lúgubres. Belfast se encuentra en la punta del iceberg del Brexit, del pulso que libran el Reino Unido y sus hasta ahora socios europeos. Quebec lleva décadas de estancamiento económico: nunca ha recuperado el vigor que tuvo antes de que la larga batalla por su independencia desplazase el centro de gravedad económica hacia Toronto.