Desde fuera
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Esta vez, la culpa no será de Iglesias
Estoy muy lejos de ser un admirador del líder de Podemos, ni de sus planteamientos. Pero esta vez tiene razón en que Pedro Sánchez está anteponiendo sus intereses personales
Estoy lejos de ser un admirador de Pablo Iglesias. Ni de sus planteamientos de fondo, ni tampoco de sus formas. Creo que su paso por la política española (al menos hasta ahora) ha tenido pocas luces y muchas sombras. Su error más grave seguramente fuese votar en contra de la investidura de Pedro Sánchez en 2016 sin más justificación que su propia ambición personal y la presencia de Ciudadanos en aquel acuerdo, inaugurando con ello una práctica de vetos cruzados que ha emponzoñado (y bloqueado) la vida política española desde entonces.
Y, sin embargo, creo que esta vez Iglesias tiene razón. Que quien está anteponiendo sus intereses personales en la negociación para la investidura es Pedro Sánchez. Y que si finalmente nos vemos abocados a repetir las elecciones será responsabilidad, sobre todo, del actual presidente del Gobierno. Tanto como en 2016 fue culpa de Pablo Iglesias.
¿A qué intereses personales me refiero? A la pretensión del presidente Sánchez de gobernar en solitario con apenas 123 diputados, algo no solo desmesurado sino también contraproducente para el interés general del país.
Empecemos por señalar algo conocido, pero no por ello menos cierto: los gobiernos de coalición son la norma en casi todos los países de nuestro entorno. En al menos 20 de los 28 países de la UE hay gobiernos con ministros de varios partidos políticos. Durante años, España fue una excepción, debido a varios factores: a las características de nuestro sistema electoral (proporcional-mayoritario), al predominio de los dos partidos tradicionales (PSOE y PP), y al hecho, bastante singular, de que cuando fue precisa la participación de otros partidos minoritarios, los nacionalistas catalanes o vascos declinaron participar en el Gobierno central a cambio de “paz por territorios”: o dicho de otro modo, manga ancha para gestionar a su antojo las transferencias que arrancaban en cada ronda de negociación.
Es cierto que existen excepciones: está el Reino Unido, donde el sistema electoral tiene un sesgo tan mayoritario que es muy complicado que se precisen coaliciones de gobierno (aun así, las ha habido); está Polonia, donde la victoria del partido en el Gobierno fue abrumadora. Estos días se está hablando del caso danes: la situación allí sin embargo es más compleja: seguramente el símil más inmediato sería si en una comunidad como Madrid, ante la imposibilidad de contar con Ciudadanos y Vox en el mismo Gobierno, el PP intentase gobernar en solitario, aunque con un acuerdo de legislatura que le garantizase una mayoría parlamentaria (en el caso danés, la constelación de pequeños partidos es todavía mayor que en Madrid).
Los ejecutivos de coalición son la norma. En 20 de los 28 países de la Unión Europea hay gobiernos con ministros de varios partidos políticos
Con la aritmética parlamentaria española, la solución en casi todos los países europeos es un Gobierno de coalición, incluyendo ministros de varios partidos. ¿Y un Gobierno de cooperación, la fórmula inventada por el presidente Sánchez? Pues por mucho que se rastree, no hay ejemplos. Lo que no debería extrañar a nadie: porque una vez que se acepta la premisa mayor de que varios partidos deben colaborar en las labores de gobierno, ¿por qué esta 'cooperación' debe producirse en los segundos niveles y no en el Consejo de Ministros? Si la proporción de diputados entre PSOE y Podemos es de aproximadamente tres a uno a favor de los socialistas (123 frente a 42), ¿por qué los escaños socialistas se convierten en ministros y los de la formación morada solo pueden aspirar a convertirse en directores generales o en secretarios de Estado?
Los socialistas llevan semanas argumentando que su negativa a dar entrada a Podemos en el Consejo de Ministros se justifica porque entre ambos partidos no alcanzan la mayoría absoluta. Pero entonces, ¿por qué los socialistas catalanes han entrado en el Gobierno municipal de Colau pese a que ambos partidos no alcanzan tampoco la mayoría, sino que precisan de los concejales de Valls para sacar adelante cualquier iniciativa?
El segundo argumento socialista es todavía más pintoresco: dicen que tener ministros de Podemos afectaría a la unidad de acción del Gobierno, porque estos ministros tendrían dos lealtades paralelas. Como si pudiese ser de otra forma. Como si no ocurriese lo mismo con los ministros socialistas del Gobierno de Merkel, o los consejeros de Podemos en el Gobierno valenciano. Es la esencia de un Gobierno de coalición.
El tercer argumento de los socialistas para resistirse es tan débil como los anteriores. Dicen que tener ministros de Podemos puede complicar la suma de otras fuerzas para alcanzar la mayoría. Aparte del desafío a la lógica matemática (123 está mucho más lejos de la mayoría que 165), este argumento desafía también la lógica política: Ciudadanos y PP están igual de lejos de apoyar la investidura de Sánchez con ministros de Podemos o sin ellos. Y en cambio hay otras fuerzas que estarían más cerca. Podemos lleva tiempo haciendo de puente entre los socialistas y los soberanistas catalanes. Sin ir más lejos, su mediación fue fundamental para el triunfo de la moción de censura (no se dejen engañar: las recientes declaraciones de Rufián en contra de la presencia de ministros de Podemos no fueron sino un ataque de vísceras por lo sucedido en el Ayuntamiento de Barcelona).
Es comprensible que Sánchez prefiera un Gobierno monocolor socialista. A mí por ejemplo me hubiese gustado marcar el gol de Iniesta en Sudáfrica. Pero para ello me hubiese hecho falta una carrera bien distinta (y seguramente más destreza en el desmarque). Igual que a Sánchez le hubiese hecho falta sacar más de 175 diputados en las pasadas elecciones para gobernar cómodamente en solitario.
Es comprensible que Sánchez quiera un Gobierno socialista monocolor. Pero para eso le hubiera hecho falta sacar más de 175 parlamentarios
¿Cuáles serían las consecuencias de un Gobierno monocolor? Que las negociaciones para la investidura son un juego de tahúres no debería sorprender a nadie. Pero lo importante es la criatura que venga después. Y aquí es donde viene mi mayor crítica: porque un Gobierno en minoría sería cómodo para al presidente Sánchez, pero igual de inoperante que el del último año. Sánchez descubrió el pasado año que se puede sobrevivir en la Moncloa con apenas 85 diputados. Entonces, ¿por qué no con 123?, parece razonar. Pero es que durante el último año, por mucho que haya disfrutado el presidente, en nuestro país no ha habido propiamente un Gobierno, sino solo una maquinaria de anuncios electorales, la mayor parte de los cuales ha durado menos que la estela del propio anuncio. Sánchez puede sobrevivir con 85 diputados, y con 123. Puede poner y quitar ministros y disfrutar de todas las prebendas del púrpura presidencial. Pero no puede gobernar. A lo único que puede aspirar con esos números es a seguir haciendo política a la Iván Redondo, la de anuncios vacuos, siempre a punto de salirse en cada curva, prisionero de una campaña electoral permanente.
¿Me entusiasma la perspectiva de un Gobierno de coalición entre PSOE y Podemos? No, en absoluto. La composición del Congreso tras las últimas elecciones permite una mayoría infinitamente más sólida: los 180 diputados que sumarían PSOE y Ciudadanos. Pero si las opciones sobre la mesa son solo otras dos, Gobierno en solitario de los socialistas o en coalición con Podemos, mi opinión es que lo primero sería alargar la parálisis de los últimos años, la política del gatillazo y el titular vacío; lo segundo, sería mejor o peor, tendría vida larga o muy corta, se aprobarían medidas necesarias o disparatadas, pero al menos sería otra cosa. Al menos, sería un Gobierno.
Estoy lejos de ser un admirador de Pablo Iglesias. Ni de sus planteamientos de fondo, ni tampoco de sus formas. Creo que su paso por la política española (al menos hasta ahora) ha tenido pocas luces y muchas sombras. Su error más grave seguramente fuese votar en contra de la investidura de Pedro Sánchez en 2016 sin más justificación que su propia ambición personal y la presencia de Ciudadanos en aquel acuerdo, inaugurando con ello una práctica de vetos cruzados que ha emponzoñado (y bloqueado) la vida política española desde entonces.
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