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La España que no fue y la reinvención de Cs
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Isidoro Tapia

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La España que no fue y la reinvención de Cs

Unamuno decía que España había padecido mucha codicia y ninguna ambición. No ha sido el caso de Rivera, que siempre tuvo más ambición que codicia, salvo unos meses costosos

Foto: Albert Rivera, durante su última comparecencia. (EFE)
Albert Rivera, durante su última comparecencia. (EFE)

Decía Rubalcaba que en España enterramos muy bien. Me van a permitir lustrar tan ingrato oficio. En el caso de Rivera, lo hago con convicción, porque pienso que se trata del mejor político de su generación. Lo que no lo ha hecho inmune a cometer errores, como es obvio. Pero que en cualquier caso han sido bastantes menos que los cometidos en los últimos años por sus principales rivales (Sánchez, Iglesias, Errejón o Casado). Es un ejemplo más de lo macarra que es la política que Rivera haya sido el primero de esa hornada de políticos en tener que echar prematuramente el cierre.

Empecemos por sus aciertos. Rivera puso en pie un proyecto en Cataluña que por primera vez se atrevió a discutirle la hegemonía política y social al nacionalismo. Y lo hizo partiendo desde cero, desnudo (literalmente), sin dejar de crecer hasta ganar las elecciones. Una hazaña impensable pocos años antes por mucho que la victoria de Inés Arrimadas no culminase en un cambio de Gobierno.

También tiene Rivera el honor de ser el único dirigente de un partido nacional que ha votado sí en dos investiduras ajenas: la (fallida) de Sánchez en 2016 y la que reeligió a Rajoy a finales de ese año. Habrá a quien le parezca poca cosecha. Pero no abundan los ejemplos parecidos en nuestro panorama político. Sánchez dimitió de su escaño para no tener que abstenerse en la investidura de Rajoy, que evitaba unas terceras elecciones. E Iglesias no ha apoyado ninguna de las cuatro investiduras de Sánchez. Los dos siguen hoy al frente de sus formaciones.

Rivera también es corresponsable del último Gobierno medianamente funcional que ha tenido nuestro país: el que transcurrió entre la investidura de Rajoy en octubre de 2016 y la célebre sentencia de la Gürtel en mayo de 2018. Dos presupuestos seguidos en dos años consecutivos. Un logro que a día de hoy (cuando desconocemos si los presupuestos de Montoro serán sustituidos algún día) parece más propio de un cuento de García Márquez.

Al mismo tiempo, como decía, Rivera también ha cometido errores. Pero diría que no son los que sus críticos le reprochan: la noche del domingo escuché varias veces que Rivera podía haber sido vicepresidente del Gobierno, como si tal ofrecimiento alguna vez hubiese existido (Sánchez se limitó a pedir la abstención “gratis” de los naranjas después de fracasar su negociación con Podemos). Tal vez hubiese podido serlo, nunca lo sabremos. Pero al menos tanta responsabilidad (o seguramente más, por el papel que tenía) hay que cargar sobre los hombros de Pedro Sánchez en que aquel hipotético Gobierno nunca viese la luz.

Foto: El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, dimite. (Reuters)

También se le reprocha a Rivera su veto a Sánchez, pero como bien recordaba ayer Ruiz de Almirón, fue precisamente después de anunciar ese veto cuando obtuvo su mejor resultado electoral, y después de levantarlo cuando ha sufrido el peor descalabro. Que los votos de Ciudadanos hayan engrosado principalmente las arcas de PP y Vox (y apenas hayan nutrido a los socialistas) demuestra que Rivera conocía mejor que sus críticos de qué pie cojeaban los votantes de Ciudadanos.

Se suele situar el principio del ocaso de Rivera en la moción de censura. Yo me remontaría seis meses antes, cuando la explosión del desafío soberanista y la pasividad del Gobierno de Rajoy dispararon a Ciudadanos en los sondeos. Aquel aluvión de votos cambió para siempre la fisonomía del partido naranja. Su centro de gravedad. El centro liberal (o si lo prefieren, el centro sin adjetivos) es en todos sitios un espacio político angosto. La política es un espectáculo emocional y de masas. Un partido que prioriza las reformas, las políticas concretas y las soluciones, está siempre condenado a ser pasto fácil para sus rivales políticos. Lo mejor que le puede pasar a un partido de centro es ser decisivo. Lo peor, ser irrelevante. Solo una carambola lo puede convertir en hegemónico.

Y fue precisamente esa carambola la que disparó las expectativas de Ciudadanos a finales de 2017, en lo que acabaría convirtiéndose en una maldición envenenada.

Desde entonces, la estrategia de Ciudadanos se guio más por conservar ese caudal de votantes que había recibido de súbito (votantes en su mayoría vitaminados por el tema catalán), separándose cada vez más de la política útil que con ahínco habían defendido hasta entonces. También pesó seguramente la victoria de Macron en las elecciones francesas de 2017. Una victoria que provocó un espejismo: concluir que era posible recrear un movimiento parecido en España. Pero ni nuestro sistema electoral es el mismo que el francés (¡benditas dos vueltas!), ni los votantes se relacionan de la misma manera (esa es una de nuestras desgracias) con nuestros valores nacionales.

Rivera hizo todo lo que tenía que hacer para conservar aquel tesoro de votantes: su voto negativo en la moción de censura, la oposición vigorosa a Sánchez, o el acuerdo de gobierno en Andalucía son algunos ejemplos. Si hubiese flaqueado en cualquiera de estas estaciones, los votantes lo hubiesen abandonado tan rápido como lo hicieron el pasado domingo.

Su maldición consistió en que conservar a estos votantes exigía dosis crecientes de tensión: manifestarse en Alsasua, retirar lazos amarillos a brazo descubierto en las calles, o manifestarse en Colón sin reparar en la compañía. Poco a poco, a un partido que había sido el rostro amable de la nueva política, se le endureció el gesto. Como a su líder, que acabó convirtiéndose en la verdadera bestia negra de la izquierda, el objeto de todas los dardos de los “oscarpuentes”, un “montapollos”, un “pirómano”. El chivo expiatorio de la mala conciencia. Mi Twitter se pobló el domingo de mensajes de personas, por lo demás generalmente razonables, que decían vivir con angustia el ascenso de Vox, pero se regocijaban de la caída de Rivera. Como si ambos hechos, antitéticos, no estuviesen relacionados.

Foto: Albert Rivera con José Manuel Villegas. (EFE)

Rivera midió mal las posibilidades de una repetición electoral (su estrategia se basaba en que no se produciría), y también el aguante de varios de sus colaboradores, que se retorcían pensando en los 180 diputados que podían alumbrar un Gobierno estable durante los próximos cuatro años. El pecado de Rivera ha sido fatal, pero conviene ponerlo en perspectiva: se le reprocha no haberse saltado su principal promesa electoral (el no a Sánchez), y no haber tomado la iniciativa, siendo el tercer partido en la Cámara, para proponer un acuerdo a un presidente que no mostraba el más mínimo interés por el mismo. Si la política española aplicase el mismo rigor en otros partidos, solo quedaría en pie el diputado de Teruel existe. Dicho lo cual yo creo (y así lo he escrito muchas veces desde el pasado mes de mayo) que Rivera debía haberse movido. En política hay que elegir. Y en este caso el acuerdo era la mejor de todas las posibles alternativas.

¿Qué puede ocurrir ahora con Ciudadanos? La despedida de Rivera (elegante y responsable, como no acostumbran a ser las despedidas en política—¿alguien se imagina una despedida parecida de Susana Díaz después de perder el Gobierno andaluz?-) abre un período de transición en la formación naranja, que, más allá de su menguado grupo parlamentario, conserva una valiosa marca política, importante poder regional y local, y varios dirigentes con proyección a nivel nacional.

Quizás la primera pregunta que deberían hacerse sus afiliados es resolver qué tipo de partido quieren ser. No me refiero a la cuestión ideológica, sino a la ontológica. Si quieren ser un partido que aspire a ser hegemónico, o una minoría decisiva. No es cuestión menor: Podemos lleva embarrado en esta discusión desde hace varios años, y es probable que más pronto que tarde alcance también a Vox. Solo los partidos tradicionales dan por hecho que nacieron para ser formaciones de Gobierno.

placeholder Albert Rivera, durante la intervención en la que ha presentado su dimisión. (Reuters)
Albert Rivera, durante la intervención en la que ha presentado su dimisión. (Reuters)

Ciudadanos dispone de banquillo para jugar ambas partidas. Tiene a Inés Arrimadas, uno de los valores políticos más seguros en nuestro país (me atrevería a apostar que, o bien ella o bien Cayetana Álvarez de Toledo, será la primera mujer en convertirse en presidenta del Gobierno en nuestro país). Su principal hándicap (también su principal virtud) es que no solo ha seguido la estrategia de Rivera en los últimos meses, sino también su estilo político, hasta convertirse en una figura polarizante en algunos sectores del electorado. Un hándicap que como decía es también una virtud: nos guste más o menos, la política actual premia los perfiles afilados y la agresividad, aunque eso se convierta en un arma de doble filo, como ha demostrado el propio Rivera.

Y Ciudadanos tiene banquillo también para volver a reinventarse como el partido bisagra, el “hacedor de reyes”, la minoría necesaria que prioriza las políticas concretas y marca la agenda de reformas de los gobiernos. Luis Garicano o Toni Roldán podrían perfectamente encabezar ese giro a sus orígenes. De que Ciudadanos acierte en la respuesta dependen muchas cosas, la menos importante de ellas seguramente sea su propia supervivencia.

Foto: Ilustración: El Herrero. Opinión
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Rubén Amón

Rivera se ha ido entre contradicciones, sobre todo de los votantes. El político que más cintura demostró, acabó dilapidado en la rueda del bloqueo político. Justo cuando Cataluña y la economía, durante mucho tiempo sus dos arietes políticos, emborronan el horizonte. Su marcha evoca varias maldiciones históricas en nuestro país: en primer lugar, la del centro político, la pira que ya abrasó a Adolfo Suárez, a Miguel Roca, a Fernando Savater o a Rosa Díez.

Y en segundo lugar, la de los valores nacionales. Cada vez que alguien abre esa puerta en nuestro país, se acaban escapando todos los fantasmas del nacionalismo. Podríamos maldecir a un pueblo que no sabe mirarse en el espejo y reconocerse como una nación. Que no sabe discutir de según qué temas sino a golpes. Pero solo cabe decir con resignación que así somos los españoles.

Rivera dedicó sus mejores años a soñar con otra España. Cuando descubrió que su sueño era en realidad una pesadilla, no quiso despertarse. Hasta que ayer se despertó con el garrote vil presionándole la nuca, que es como ajusticiamos los españoles. Suerte en lo demás, Albert. Y gracias por haberlo intentado.

Decía Rubalcaba que en España enterramos muy bien. Me van a permitir lustrar tan ingrato oficio. En el caso de Rivera, lo hago con convicción, porque pienso que se trata del mejor político de su generación. Lo que no lo ha hecho inmune a cometer errores, como es obvio. Pero que en cualquier caso han sido bastantes menos que los cometidos en los últimos años por sus principales rivales (Sánchez, Iglesias, Errejón o Casado). Es un ejemplo más de lo macarra que es la política que Rivera haya sido el primero de esa hornada de políticos en tener que echar prematuramente el cierre.

Luis Garicano Ciudadanos Inés Arrimadas
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