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El 'infiel holandés' contra España: así se fabrica una cortina de humo
¿Europa como problema o como solución? Desde la archifamosa disputa entre Unamuno y Ortega, la relación con Europa ha sido una de las claves de bóveda de nuestra política
¿Europa como problema o como solución? Desde la archifamosa disputa entre Unamuno y Ortega (más personal que de fondo, como casi todas las trifulcas en la colérica España), la relación con Europa ha sido una de las claves de bóveda de nuestra política. Durante la etapa franquista, se vivió el periodo de mayor distanciamiento con Europa: entre los partidarios del régimen, debido primero a la línea autárquica y, más adelante, porque la apertura tuvo lugar a través de la rendija que nos abrió EEUU antes de que se abriese la puerta europea. Pero también entre la oposición republicana Europa brillaba por su ausencia, tal vez como consecuencia de la no intervención de las potencias aliadas durante la Guerra Civil, o más probablemente, porque durante muchos años Europa fue un paisaje desolador, tanto en lo físico como en lo ideológico, un campo de batalla primero arrasado y luego ocupado.
Fue en la década de los setenta cuando, empezando por los partidos de izquierda, el acceso a la Comunidad Europea se unió a la apertura democrática como un único horizonte colectivo. Cuando se culminaron ambos, con la firma del tratado de adhesión en 1985, la relación entre España y Europa vivió sus años de mayor esplendor. Como dicen los ingleses, peleamos durante años por encima del peso que nos correspondía. La relación se atemperó en la legislatura de Aznar, especialmente a raíz del giro atlantista tras los atentados del 11-S. Y siguió perdiendo temperatura durante la etapa de Zapatero, porque el cacareado “regreso a Europa” perdió fuelle rápidamente, ante el descarrilamiento del proyecto de Constitución, el mayor interés del Gobierno por la denominada 'alianza de civilizaciones' y la posterior crisis económica. Un pulso que el Gobierno de Rajoy nunca conseguiría recuperar, pese a ir de menos a más: tras chocar en la negociación del déficit y saltar chispas durante el rescate bancario, la UE cerró filas con el Gobierno español durante el desafío soberanista en Cataluña.
Sánchez se encontró con un terreno propicio. Con la socialdemocracia fuera del Gobierno en prácticamente todos los grandes países, su llegada a la Moncloa le convirtió, de manera casi automática, en interlocutor de los pesos pesados, y le permitió sentarse entre Merkel y Macron. De la renovación de las instituciones europeas, sin embargo, Sánchez salió magullado, después de que Macron lo utilizase de forma inmisericorde para arrancarle a Merkel el mejor acuerdo posible (para los intereses franceses). Ahora, en la crisis del coronavirus, Sánchez ha cruzado una peligrosa línea, en mi opinión. Ha sobreactuado para convertir la UE en un chivo expiatorio: ha preferido fabricar un 'relato' que vender en casa, que alcanzar un acuerdo con sus socios. Ha primado, como en otras cosas, el cortísimo plazo.
Nos encontramos en una coyuntura desconocida. Nunca antes hemos enviado una economía a la hibernación durante semanas o meses. Y nunca antes hemos aceptado (con buen criterio, en mi opinión) que el Estado sostenga al conjunto de la economía durante este parón casi absoluto de la actividad. Esto se traducirá en un importante agujero en las cuentas públicas (al menos, entre el 15 y el 20% del PIB), para dar oxígeno a empresas y trabajadores durante la hibernación. Y tras la emergencia sanitaria, vendrá la enfermedad económica (debido a la caída de algunos sectores, como el turismo, la restauración o el transporte, que seguirán deprimidos durante más meses, y cuyo peso es relativamente mayor en la economía española). Sumen otros cinco o 10 puntos del PIB (cualquier estimación a día de hoy es muy aproximada). La tercera derivada, se teme, podría ser una crisis de deuda soberana. Si Italia o España incrementan su deuda nominal en cerca de 30 puntos del PIB, y además cae el denominador, los niveles se vuelven difícilmente sostenibles, incluso en un contexto de tipos muy bajos. Podría ocurrir que, más pronto que tarde, volvamos a vivir pendientes de la prima de riesgo, repitiendo la situación vivida entre 2010 y 2012, cuando la crisis de deuda soberana puso en peligro la supervivencia de la moneda única.
¿Cómo evitar esta tercera ola? Una primera vía es que el BCE abra la mano para comprar deuda pública en los mercados secundarios (descongestionando así las emisiones de deuda de los países afectados). Hace unos días, el BCE anunció un plan para comprar hasta 750.000 millones de deuda soberana, eliminado los límites existentes en programas anteriores, como el que restringía la adquisición de bonos emitidos por un mismo país. Esta actuación ya está teniendo efectos: Italia colocó este martes 1.500 millones en bonos a 10 años, a un tipo de interés del 1,4% (la demanda fue muy superior, de 2.300 millones). No obstante, este programa puede no ser suficiente si la emergencia se mantiene durante varios meses. Los países de la zona euro crearon un instrumento para resolver disrupciones en los mercados de deuda más persistentes en el tiempo: el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), que puede adquirir deuda pública en los mercados primario y secundario, y prestar ayuda financiera de carácter preventivo. El MEDE ya supone una mutualización de la deuda, ya que todos los países responden solidariamente en caso de impago, aunque de forma limitada a su aportación al capital del MEDE. Algunas voces proponen ir más allá, mediante la creación de eurobonos, pero existen serias dudas sobre su viabilidad. Una, que señalan los expertos, es el déficit democrático de obligar a un país a cubrir la deuda publica emitida por otros (en caso de que se permita emitir un mismo instrumento), o el 'déficit técnico', si se limita el volumen de deuda pública mutualizable, ya que en la práctica el resultado sería muy parecido al MEDE.
Hasta hace unos días, el Ministerio de Economía español se mostraba partidario, en caso necesario, de activar el MEDE. Es un instrumento ya contrastado, conocido en los mercados y con los resortes institucionales preparados para ser utilizados de manera inmediata. El único 'pero', la condicionalidad del MEDE (la necesidad de firmar un MOU) es fácilmente 'salvable' estableciendo criterios 'suaves', por ejemplo, no muy distintos del pacto de estabilidad comunitario.
La semana pasada, sin embargo, todo cambió. Durante la reunión del Consejo Europeo, el presidente del Gobierno español modificó su criterio. El MEDE ya no era suficiente. También había que apostar por un seguro de desempleo europeo (otra idea a explorar, pero con suficientes complejidades técnicas como para despejarlas en un Consejo Europeo). Tras el fracaso de la cumbre, que se cerró sin acuerdo, el Gobierno español filtró el contenido de las discusiones (incluidos unos desafortunados comentarios del primer ministro holandés). Y, para completar, el presidente español dedicó la primera parte de su intervención del pasado sábado a arremeter entre líneas bastante gruesas contra la falta de “solidaridad europea”. Al más puro estilo Varoufakis.
Es digno de aplauso que el Gobierno español se preocupe tanto por la tercera derivada de la crisis (la crisis de deuda soberana), incluso antes de tener encaminada la primera (la emergencia sanitaria) o la segunda (la crisis económica). Ojalá hubiese demostrado el mismo grado de previsión para todas ellas, especialmente la primera. Pero no nos engañemos: los eurobonos no solo son casi impracticables a día de hoy sino que poco pueden hacer para resolver nuestras necesidades más acuciantes: la falta de camas de UCI, de mascarillas o de test. O lo que vendrá después, la caída del empleo y la recaudación. La única relación entre unos y otros, seguramente, es que cuanto más pongamos el foco en unos, menos hablamos de los otros. Fabricar un enemigo común, sobre todo si es extranjero, está en el manual de las grandes crisis (y de los peores políticos).
Este mismo martes, se conoció la primera estimación del dato de déficit público español en 2019, del 2,7%. Muy por encima del 2% que este mismo Gobierno había prometido a Bruselas, antes de inventar aquel engendro de los 'viernes sociales' durante la campaña electoral. El dato de déficit se conoció apenas unos días después de que lanzásemos los 'tercios' de orgullo patrio contra el 'infiel holandés'. Es conocido el cruce de mensajes entre Rajoy y De Guindos en plena negociación del rescate bancario en 2012: “Aguanta. España no es Uganda”. Aparte de la inapropiada referencia al país africano, aquel mensaje contenía una segunda incorrección. Porque, a veces, nos comportamos como Uganda. O peor.
¿Europa como problema o como solución? Desde la archifamosa disputa entre Unamuno y Ortega (más personal que de fondo, como casi todas las trifulcas en la colérica España), la relación con Europa ha sido una de las claves de bóveda de nuestra política. Durante la etapa franquista, se vivió el periodo de mayor distanciamiento con Europa: entre los partidarios del régimen, debido primero a la línea autárquica y, más adelante, porque la apertura tuvo lugar a través de la rendija que nos abrió EEUU antes de que se abriese la puerta europea. Pero también entre la oposición republicana Europa brillaba por su ausencia, tal vez como consecuencia de la no intervención de las potencias aliadas durante la Guerra Civil, o más probablemente, porque durante muchos años Europa fue un paisaje desolador, tanto en lo físico como en lo ideológico, un campo de batalla primero arrasado y luego ocupado.