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Iglesias, el señor Macario y la nueva élite empresarial
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Isidoro Tapia

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Iglesias, el señor Macario y la nueva élite empresarial

Desde que es vicepresidente, Iglesias se ha convertido en una especie de señor Macario de la política española. Él habla hacia un lado, mientras el Gobierno mira al contrario

Foto: El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en el Congreso. (EFE)
El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en el Congreso. (EFE)

Pablo Iglesias tenía más influencia política cuando estaba en la oposición que ahora en el Gobierno. Desde que es vicepresidente, se ha convertido en una especie de señor Macario de la política española. Él habla hacia un lado, mientras el Gobierno mira al contrario. Como si habitasen dos mundos no ya paralelos sino ortogonales. Iglesias se enoja muchísimo por la salida del Rey emérito, promete que nadie se quedará atrás en la salida de la crisis y ve un momento fundacional, constituyente —no ha dejado de verlos desde 2014— en la pandemia. Mientras, el Gobierno defiende al emérito, escatima con el ingreso mínimo vital, sondea con la congelación del sueldo de los funcionarios o aparca la subida del salario mínimo. Es como si el matrimonio de conveniencia que siempre fue el Gobierno de coalición hubiese llegado a sus últimas consecuencias: ya ni siquiera fingen que duermen juntos.

Quizás el reparto de roles no sea un mero accidente, sino algo perfectamente medido, que las dos partes hayan encontrado la horma perfecta de su zapato. Iglesias habla con la gravidez del púrpura, gesticula mucho, como si todo lo que fuese a decir tuviese una importancia trascendental. Y Sánchez deja que todo resbale sin contestar a nada, pone cara de tahúr, convertida en el mejor emblema de su presidencia. Como si fuese José Luis Moreno, el ventrílocuo, diciéndonos con el gesto: ¿pero no veis que es solo un muñeco?

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la firma con patronal y sindicatos del acuerdo para subir el salario mínimo a 950 euros, el pasado mes de enero. (EFE)

El último episodio de esta mascarada tiene lugar con la negociación de los Presupuestos. Iglesias se reúne con ERC y Bildu porque necesita mantener viva la llama del 'bloque de la investidura', aunque solo sea en apariencia. Sánchez le deja hacer, porque así enerva a la derecha (su juguete político favorito), y deja abierta una alternativa en caso de que sea necesario utilizarla en el último momento. Aunque, en el fondo, Sánchez no albergue dudas: Ciudadanos le garantiza unas cuentas mucho más sólidas que presentar en Bruselas, y menos dolores de cabeza durante la negociación. Ni mesas de negociación ni condolencias por la muerte de terroristas. Iglesias también sabe lo que Sánchez sabe. Aunque siga actuando como si no lo supiese. Ventriloquia política.

El pasado fin de semana, coincidieron otra vez estos dos mundos irreconciliables. En este medio, Isabel Morillo ponía el dedo en la llaga sobre la gestión de los fondos europeos: el 67% de los fondos comunitarios correspondientes al último periodo presupuestario (2014-2020) está todavía pendiente de ejecutarse. Cualquier persona que haya tenido responsabilidades públicas sabe que gastar dinero es bastante más difícil de lo que aparenta, sobre todo cuando los fondos están sometidos a los mecanismos de control y evaluación propios de la normativa europea. Hay que hacer una labor previa de selección de proyectos, preparación, ejecución, evaluación, etc. Los números son sonrojantes: España es uno de los países con menor grado de ejecución de estos fondos, situándose 15 puntos por debajo de la media de la UE. Así que tenemos unas necesidades gigantescas de inversión, de transformación ecológica, digital y estructural de nuestra economía, pero cuando dejamos de hablar en abstracto y buscamos proyectos concretos, no encontramos casi ninguno. O los hay, pero no somos capaces de prepararlos. No hay un solo factor que explique esta diferencia, pero sí bastantes indicios: hay comunidades autónomas cuyo grado de ejecución es muy alto, y otras en que es bajísimo. La gestión de los fondos europeos es una de esas políticas públicas quizá poco glamurosas, pero en las que una mejora en los detalles podría traducirse en un impacto real sobre el bienestar de los ciudadanos.

Foto: Un empleado coloca una señal bajo las banderas europeas en el Consejo. (Reuters)

El salto que se va a producir ahora es gigantesco: para el periodo 2014-2020, estaban planificados unos 55.000 millones (es decir, unos 8.000 millones al año). Ahora pasaremos a tener fondos disponibles por hasta 50.000 millones cada año. ¿Sabremos gastarlos? Si no éramos capaces de gastar más que una mínima parte cuando disponíamos de 8.000 millones al año, difícilmente nos irá mejor con 50.000. Para mejorarlo, se necesitaría disponer de más medios personales y técnicos, una coordinación adecuada entre las CCAA y una monitorización casi constante. Tirando de un símil bien conocido estos días, necesitaríamos muchos más 'rastreadores' de proyectos. ¿De verdad alguien piensa que poniendo a Iván Redondo al mando, acompañado por varias cabezas visibles del Ibex —en una especie de 'revival' de aquel malogrado Consejo Empresarial para la Competitividad—, vamos a mejorar la gestión de los fondos europeos? ¿Que el trabajo de originación de proyectos viables, de preparación técnica, de certificación y evaluación de los resultados va a mejorar rodeándose de pompa en la Moncloa?

Pablo Iglesias no parece estar preocupado por todas estas áridas cuestiones sobre la gestión de los fondos. El mismo domingo, en una entrevista en 'La Vanguardia', el vicepresidente segundo hablaba así sobre los fondos europeos: “Tenemos la oportunidad de una modernización que incorpore a emprendedores de ámbitos distintos a los tradicionales. Lo que nos estamos jugando es algo muy grande. El otro día, el presidente dio una conferencia, a la que yo asistí, ante los principales apellidos del poder empresarial en España y a mí me faltaban más apellidos catalanes y vascos. Tenemos la oportunidad de que sectores que se han visto históricamente ninguneados por el poder de Madrid se incorporen a un proceso que está lleno de oportunidades”.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), y el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias (d), durante el último pleno del Senado. (EFE)

“Nos estamos jugando algo muy grande”, dice Iglesias. Un proceso “lleno de oportunidades”. Vamos a hacer caso al vicepresidente. Vamos a obviar por un momento a los Oriol, Millet, los Cortina, los Carceller, los Mateu, los Trias o los Fainé; y también a los Sendagorta o los Garamendi. Aceptemos la premisa mayor: que el problema en nuestro país es de élites. Y también la segunda premisa: que el problema español con las élites es su origen geográfico, que la meseta convierte a los empresarios en mentes planas, y la periferia los hace innovadores. Y aceptemos también la tercera: los fondos europeos podrían servir para cambiar estas élites atrasadas, carpetovetónicas, retrógradas. La pregunta de rigor es: ¿no deberíamos, antes de nada, aprender a gastar estos fondos, para poder cambiar unas élites por otras y arreglar así España?

Dijo Victor Hugo que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo. Iglesias siempre se ha comportado como un fervoroso seguidor de esta cita, con un matiz. Siempre piensa que la idea a la que le ha llegado su hora histórica es la última que le ronda la cabeza. Ahora toca la sustitución de las élites empresariales. Al presidente Sánchez solo se le conoce una idea, la de seguir siéndolo, pero la ejecuta a la perfección. Hasta el momento, la pareja funciona como un reloj. Iglesias da clases magistrales sobre nuestro devenir histórico, y Sánchez se asegura el propio. Lo único que está por ver es quién se cansará antes: si el muñeco del ventrílocuo, o al revés.

Pablo Iglesias tenía más influencia política cuando estaba en la oposición que ahora en el Gobierno. Desde que es vicepresidente, se ha convertido en una especie de señor Macario de la política española. Él habla hacia un lado, mientras el Gobierno mira al contrario. Como si habitasen dos mundos no ya paralelos sino ortogonales. Iglesias se enoja muchísimo por la salida del Rey emérito, promete que nadie se quedará atrás en la salida de la crisis y ve un momento fundacional, constituyente —no ha dejado de verlos desde 2014— en la pandemia. Mientras, el Gobierno defiende al emérito, escatima con el ingreso mínimo vital, sondea con la congelación del sueldo de los funcionarios o aparca la subida del salario mínimo. Es como si el matrimonio de conveniencia que siempre fue el Gobierno de coalición hubiese llegado a sus últimas consecuencias: ya ni siquiera fingen que duermen juntos.

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