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La argentinización de España (homenaje a Quino)
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Isidoro Tapia

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La argentinización de España (homenaje a Quino)

Entre el cinismo italiano y el corporativismo español, efectivamente, está Argentina. Allí, la política es a la vez dramática como la italiana y asfixiante como la española

Foto: Una mujer protesta contra la gestión de la crisis del covid en Argentina. (Reuters)
Una mujer protesta contra la gestión de la crisis del covid en Argentina. (Reuters)
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Hace años, le escuché a José Juan Ruiz decir que la historia reciente de Argentina arrojaba una lección sobre la que debíamos tomar nota: que el cruce de españoles con italianos era un experimento biológico a evitar a toda costa en el futuro.

Se trataba, evidentemente, de una broma. Hay pocas personas que sigan con más interés y cariño la región latinoamericana que JJ Ruiz. En su caso, lo acompaña, además, de amplias dosis de sagacidad e ironía. Porque, efectivamente, hay pocas cosas más peligrosas que mezclar en un mismo cuenco estos dos caracteres latinos.

En Italia, la política se vive como un espectáculo televisivo. La fragmentación política y la inestabilidad son allí una constante. Desde el final de la II Guerra Mundial, Italia ha tenido 61 gobiernos, prácticamente uno por año (aproximadamente, la misma ratio que Ronaldo tiene en goles por partido). El 'Democracy Index', elaborado por The Economist Intelligence Unit, define Italia como una “democracia con fallos”, situándola en la posición 35ª (España está en la 16ª), la más retrasada entre los países de la UE-15, con la única excepción de Grecia.

placeholder El presidente italiano, Giuseppe Conte. (Reuters)
El presidente italiano, Giuseppe Conte. (Reuters)

Precisamente por su naturaleza de espectáculo, los italianos viven su inestabilidad política con holgura, casi con indiferencia. El crecimiento económico fue intenso hasta la década de los noventa (de hecho, la expresión 'sorpasso', que ahora utilizamos casi para todo, nació cuando Italia adelantó al Reino Unido en renta per cápita a finales de los ochenta). Desde entonces, el crecimiento ha sido mucho menor, aunque seguramente la inestabilidad política ha tenido poco que ver en ello. No me entiendan mal: la economía italiana vive lastrada por su alto endeudamiento público (la ratio sobre el PIB superó el 100% en 1991, y se ha mantenido por encima de este nivel desde entonces —actualmente, va camino del 150%—), la falta de reformas estructurales y otras trabas habituales en los países desarrollados, como el envejecimiento de la población. Pero la política italiana lleva siendo un desastre casi desde la desintegración del Imperio romano, y los italianos, mal que bien, han aprendido a sobrevivir entre estas turbulencias.

En España, en cambio, los episodios espasmódicos en nuestra historia han sido menos frecuentes, aunque también más intensos. Mientras los italianos se acuchillan por la espalda en los palacios, los españoles nos matamos entre nosotros a campo abierto. La estructura económica y empresarial, incluso más que la italiana, se refugia al abrigo de los poderes públicos. Seguramente sea la herencia de los vestigios arancelarios de un pasado mercantilista, en ocasiones autárquico, frente a la mayor apertura comercial de la economía italiana; o tal vez sea que en España arrancó más tarde la transformación de la industria; o también que, ante las urgencias del acceso al euro, España dejó a medias la liberalización de los sectores dominados por los viejos monopolios (aunque en esto, poco nos diferenciamos de los italianos). Sea por la razón que sea, lo cierto es que la sociedad española, incluidas la mayoría de nuestras empresas —con ilustres excepciones—, vive con menos tranquilidad los episodios de bloqueo político.

Foto: El rey Felipe VI y Pedro Sánchez, en el Palacio de Marivent, en agosto. (EFE)

Entre el cinismo italiano y el corporativismo español, efectivamente, está Argentina. Allí, la política es a la vez dramática como la italiana y asfixiante como la española. Los episodios de bloqueo político son frecuentes, como los italianos, e intensos y destructivos, como los españoles.

Es difícil exagerar los estragos que esta turbulenta historia ha causado a los argentinos. En los 40 años anteriores a la Primera Guerra Mundial, la economía argentina creció una media del 6% anual, la más dinámica a nivel mundial. Argentina se situaba entonces entre los 10 países más ricos, y su magnetismo como 'tierra de oportunidades' atrajo a un gran número de inmigrantes europeos. A principios de siglo, la renta per cápita argentina era aproximadamente el 150% de la italiana (llegó a situarse en el 300% tras la II Guerra Mundial). Actualmente, apenas representa un 30%.

placeholder Manifestación en Argentina contra el presidente, Alberto Fernández. (Reuters)
Manifestación en Argentina contra el presidente, Alberto Fernández. (Reuters)

Hace unos años, cuando empezó el bloqueo político que arrastra nuestro país desde 2015 (por cierto, solo hay dos dirigentes políticos que sigan desde entonces, el presidente y el vicepresidente segundo del Gobierno), Felipe González vaticinó la 'italianización' de la política española. Le faltó añadir que cuando un español se 'italianiza', se convierte en argentino. Y en eso precisamente nos hemos convertido en los últimos años. Para tapar la que seguramente sea la peor gestión que ha hecho ningún país de la pandemia (solo comparable a la de Johnson en el Reino Unido), nuestra clase política se inventa, ya sea por maquiavelismo o por torpeza, toda clase de batallas, a cada cual más ruidosa: Franco, Largo Caballero, la memoria histórica. El Gobierno impide al jefe del Estado desplazarse a una parte del territorio para no soliviantar a quienes hace tan solo unos años quisieron quebrarlo por la mitad. Mientras crezca la polarización ciudadana, los gobiernos dejan de rendir cuentas, como señalaba González Férriz hace unos días. Si queremos saber lo que ocurre bajo la polarización extrema, basta mirar a Argentina. Un argentino nace siendo peronista, o radical, y se muere apoyando al mismo partido. Y da igual si por el camino los gobiernos peronistas han abrazado políticas tan contradictorias —y a la vez letales— como las que van desde Ménem a Kirchner (en España, lo que va del Pedro Sánchez que se enfrentó a Madina al que gobierna con Iglesias y negocia con Bildu). La política se convierte en unos colores, como el fútbol. Da igual lo que ocurra, un aficionado a Boca Juniors no se cambiará nunca la camiseta.

Mientras tanto, desde las regiones, se hace oposición al Gobierno (como también ocurría en Argentina durante las movilizaciones rurales de 2008), quizá para intentar tapar que el principal partido de la oposición ha dado en los últimos años casi tantos bandazos políticos como el propio presidente. Cuando miro España estos días, me acuerdo del chiste en que Mafalda jugaba con Susanita, tumbadas las dos en un sofá: “Veo, veo. ¿Qué ves? Una cosa. ¿De qué color? Negro. ¿El futuro?”. Al menos, los argentinos tenían a Quino. Desde este miércoles, ya ni siquiera eso.

Hace años, le escuché a José Juan Ruiz decir que la historia reciente de Argentina arrojaba una lección sobre la que debíamos tomar nota: que el cruce de españoles con italianos era un experimento biológico a evitar a toda costa en el futuro.

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