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Un hombre bueno
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Un hombre bueno

Dos palabras No conozco al nuevo Papa Benedicto XVI, es decir, a Joseph Ratzinger, más que por lo que he leído en los medios de comunicación y

No conozco al nuevo Papa Benedicto XVI, es decir, a Joseph Ratzinger, más que por lo que he leído en los medios de comunicación y por lo que le he ido escuchando a él en todo este tiempo desde que Juan Pablo II le nombró al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fé. Creo que fue el jueves cuando escuche al arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo, decir algo que yo mismo había pensado tras la elección de Ratzinger y escuchar los primeros comentarios: si a los políticos se les concede la gracia de los ‘cien días’ antes de empezar a juzgar, bien o mal, su labor, hagamos lo mismo con el nuevo Papa, ya que parece que sin haberle dado tiempo de empezar a definir lo que será su papado, los medios de comunicación han empezado a criticar su supesta severidad, su excesiva ortodoxia, su pretendido conservadurismo... Si les digo lo que creo, me uno a las voces que dicen como Paloma Gómez Borrero –que le conoce muy bien- que será un “Papa sorprendente”. De entrada, les diré que su elección me ha satisfecho, porque creo que tras esa imagen dura que se quiere ofrecer de él, se esconde la mirada de un hombre bueno y, sobre todo, de un hombre muy sabio. Dicen que, junto a Habbermas, es uno de los intelectuales de mayor calado de nuestro tiempo. Desde luego, no seré yo el que me atreva a juzgar su capacidad. Ya hay otros que se encargan de hacerlo.

Pero me ha llamado especialmente la atención la crítica que se le hace a Ratzinger como ‘guardián de la Fe’, pretendiendo dar con ello un sentido peyorativo a lo que ha sido su labor durante estos años, en la dirección de un exceso de conservadurismo respecto a los dogmas y la doctrina de la Iglesia. Es como criticar que Florentino Pérez sea madridista o Lopera bético. Pues claro. Resultaría, es verdad, mucho más cómoda una Iglesia a la medida de cada uno. Una Iglesia que aceptara el aborto, que bendijera los matrimonios homosexuales, que autorizara la investigación con células embrionarias, que no considerara pecado la relación extramatrimonial, que censurara el celibato, que ordenara a las mujeres sacerdotes, que no obligara a ir a misa los domingos... Pero no estamos hablando de un partido político que pueda cambiar su ideario a la medida de las exigencias sociales. Estamos hablando de algo que ha sobrevivido dos siglos gracias, precisamente, a que se trata de una obra divina, a que se cimenta sobre la Fe, no sobre la ideología, y que su doctrina ha permanecido inmutable desde los tiempos de Cristo y sus apóstoles. No digo que, en la libertad que todos tenemos, o debemos tener, para expresar nuestras ideas, no se pueda opinar al gusto de cada uno, pero estaría bien tener unos mínimos conocimientos de lo que significa ser católico antes de decidir si es bueno o malo.

Porque, probablemente, los que esperaban otro ‘tipo’ de Papa al frente de la Iglesia, los que apostaban por un supuestamente más progresista Cardenal Maradiaga, por poner un ejemplo, se iban a llevar una enorme desilusión. Hay asuntos sobre los que la Iglesia nunca va a salirse de la doctrina. Nunca podrá aceptar el aborto, porque implica la muerte de un ser humano al que Dios le ha dado un alma desde el primer momento de la concepción. Nunca aceptará que la unión de dos personas del mismo sexo sea llamada matrimonio –muy de moda estos días después de que el Congreso aprobara el jueves la reforma del Código Civil que permite el matrimonio homosexual-, porque matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, aunque a la Iglesia no le afecta que el Estado reconozca a esa parejas unos determinados derechos civiles que nadie les puede negar. Etcétera. Eso no quiere decir que no se puedan producir avances. El Concilio Vaticano II lo fue, y no se por qué tengo la impresión de que hemos entrado en otro periodo preconciliar. La Iglesia, a su ritmo, es capaz de adaptarse a muchos de los cambios sociales, y eso es lo que vamos a ver en los próximos años.

Juan Pablo II ya ha supuesto una revolución en la medida que su comportamiento al frente de la Iglesia fue radicalmente distinto al de sus predecesores, acercándose mucho más a los fieles, y buscando el entendimiento con otras religiones a las que tradicionalmente la Iglesia se oponía de un modo inamovible. Y Benedicto XVI va a ser un Papa todavía mucho más ecuménico: sus primeras palabras como Papa han ido en ese sentido. El acercamiento de la Iglesia a las distintas confesiones del hombre será una de las señas de identidad de este papado, y ya veremos si el futuro no nos depara alguna sorpresa en el sentido de que escisiones de hace siglos, heridas mantenidas abiertas durantes decenas de años, se cierran definitivamente. La adaptación de la Iglesia a los cambios de la sociedad de la información, por ejemplo, ha sido casi espectacular para una institución milenaria y que normalmente avanza a pasos lentos y pesados. Y hay algunos debates abiertos en el seno de la Iglesia sobre los que es posible que el futuro nos depare también sorpresas, como el del uso del preservativo.

Lo cierto es que unos escasos cuatro días de papado no son suficientes para juzgar a un hombre que, de entrada, aparece ante nuestros ojos como un hombre bueno, más amable de lo que dejaba entrever en su papel de ‘guardián de la Fe’. Su voz empieza a hacerse familiar, y no es la voz de una persona severa y autoritaria. Y, sin embargo, en escasos cuatro días parece que Benedicto XVI ya ha dejado claro que su pontificado no va a ser un puente entre un Papa y otro Papa, no va a ser un papado de transición, sino que quiere dejar una huella igual, al menos, que la que ha dejado Juan Pablo II. Ratzinger tiene ante si el reto de demostrar a sus detractores que es un Papa dialogante y al mismo tiempo firme en la Fé, una lección que deberían aprender otros paladines de las conversaciones inútiles. Les diré una cosa: me alegré profundamente cuando Ratzinger salió al balcón. Puede que la Iglesia necesite cambios, pero solo son posibles desde unas convicciones muy profundas. Y en este país nuestro vivimos horas en las que a los católicos se nos obliga a hacer profesión de Fé para defender nuestros valores y nuestros principios, y nada mejor que saber que en Roma hay un Papa que lo entiende porque también lo ha vivido.

No conozco al nuevo Papa Benedicto XVI, es decir, a Joseph Ratzinger, más que por lo que he leído en los medios de comunicación y por lo que le he ido escuchando a él en todo este tiempo desde que Juan Pablo II le nombró al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fé. Creo que fue el jueves cuando escuche al arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo, decir algo que yo mismo había pensado tras la elección de Ratzinger y escuchar los primeros comentarios: si a los políticos se les concede la gracia de los ‘cien días’ antes de empezar a juzgar, bien o mal, su labor, hagamos lo mismo con el nuevo Papa, ya que parece que sin haberle dado tiempo de empezar a definir lo que será su papado, los medios de comunicación han empezado a criticar su supesta severidad, su excesiva ortodoxia, su pretendido conservadurismo... Si les digo lo que creo, me uno a las voces que dicen como Paloma Gómez Borrero –que le conoce muy bien- que será un “Papa sorprendente”. De entrada, les diré que su elección me ha satisfecho, porque creo que tras esa imagen dura que se quiere ofrecer de él, se esconde la mirada de un hombre bueno y, sobre todo, de un hombre muy sabio. Dicen que, junto a Habbermas, es uno de los intelectuales de mayor calado de nuestro tiempo. Desde luego, no seré yo el que me atreva a juzgar su capacidad. Ya hay otros que se encargan de hacerlo.