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Revuelta social: prohibir fumar es la gota que colma el vaso
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Revuelta social: prohibir fumar es la gota que colma el vaso

Yo no fumo. Lo hice, durante mucho tiempo y en cantidades ingentes -llegué a consumir más de dos paquetes diarios-, pero hace un lustro que lo

Yo no fumo. Lo hice, durante mucho tiempo y en cantidades ingentes -llegué a consumir más de dos paquetes diarios-, pero hace un lustro que lo dejé y, francamente, desde entonces soy mucho más feliz y los que me rodean también. No fumo, y reconozco que ahora el humo del tabaco me molesta, y me incomoda cuando alguien fuma cerca. No soporto el olor a tabaco impregnado en la ropa, la sola exposición prolongada al humo de un puro, por ejemplo, acaba consiguiendo provocarme un fuerte dolor de cabeza. No hay nada como dejar de fumar, después de haberlo hecho durante años, para darse cuenta de lo molesto que puede llegar a ser para los que están alrededor de uno cuando los fumadores hacemos ese gesto inconsciente de llevarnos la mano al bolsillo, extraer un cigarro y encenderlo aspirando esa primera bocanada de la que surge una inmensa cantidad de humo que esparcimos sobre nuestras cabezas sin haber preguntado -nunca lo hacemos- si a alguien le molesta. Yo me he hartado de pedir perdón, porque es cierto que durante mucho tiempo los fumadores ejercíamos nuestro derecho sin preocuparnos en absoluto del derecho de los no fumadores y, como digo, basta con dejar de fumar para darnos cuenta de lo increíblemente egoístas y antisociales que somos los fumadores, por más que el hábito de fumar sea precisamente eso, un hábito social.

Cuento esto porque, sin embargo, y a pesar de lo dicho, estoy profunda y radicalmente en contra de la ley que ha entrado en vigor y que está provocando ya no pocas situaciones un tanto esperpénticas, cuando no de auténtica revuelta social. Lo estoy porque creo que esta ley, como otras aprobadas anteriormente por este Gobierno, es una ley prohibicionista que atenta contra la libertad personal. Y a mi, francamente, la libertad me parece un bien que se ha de preservar necesariamente en toda su amplitud y, como por definición me considero radicalmente contrario a las normas prohibicionistas salvo cuando la prohibición se limita a garantizar que la libertad de unos se entrometa en la de otros, esa es la razón por la que esta ley me parece profundamente totalitaria y, lo que es peor, anuladora de la libertad individual y vulneradora del principio constitucional de la propiedad privada. Me dirán los partidarios de la misma que lo que pretende esta ley es precisamente eso, garantizar que la libertad de los fumadores no esté por encima de la de los no fumadores, pero eso es rotundamente falso, porque en este caso era perfectamente posible conciliar los intereses de los fumadores y los de los no fumadores.

¿Cómo? Bien sencillo. De entrada, partamos de un principio común que todos aceptamos: en los espacios públicos, entendiendo público por ser de propiedad pública o de interés y servicio público -hospitales, ministerios, medios de transporte, colegios y otros lugares de afluencia infantil, universidades, etcétera-, y en los privados pero de uso colectivo en los que resulta imposible separar por zonas a fumadores y no fumadores -cines, teatros, centros comerciales, grandes almacenes, supermercados, etcétera-, debe estar prohibido fumar, sin lugar a dudas. Hasta hace bien poco era así, pero quedaba por resolver un asunto complicado: el de los bares, restaurantes y otros lugares de ocio como las discotecas, y el de los centros de trabajo. En mi opinión, esto tenía fácil arreglo actuando con sentido común, es decir, en el caso de los bares, restaurantes, hoteles etcétera, éstos deberían tener zonas de fumadores y de no fumadores y si el tamaño lo impidiera decidir si se abrían las puertas a los fumadores o si, por el contrario, se cerraban. Y en el caso de los centros de trabajo, tres cuartos de lo mismo: facilitar un área de humos en donde fuera posible fumar y no directamente prohibir el hábito. La anterior ley, sin embargo, fue más allá obligando a los trabajadores de las empresas a salir a la calle a fumar -todos hemos sido testigos de grupos de trabajadores fumando en las puertas de las oficinas- y a los establecimientos de restauración a hacer una inversión extra para poner extractores de humo y separar las zonas.

Esta ley me parece profundamente totalitaria y, lo que es peor, anuladora de la libertad individual y vulneradora del principio constitucional de la propiedad privada.

Pero cuando ya nos habíamos acostumbrado a esa ley, razonablemente coercitiva, y sin que muchos establecimientos hubieran tenido tiempo de rentabilizar sus inversiones para adaptarse a la norma anterior, llega esta nueva norma de prohibición total. ¿Y qué ha pasado? Pues que la gente está harta, y que en un país donde a muchos ciudadanos lo único que les queda es casi la expectativa de un cigarro a la hora del café de media mañana, esta nueva vuelta de tuerca ha puesto a mucha gente en pie de guerra. Y es que esta vez el Gobierno se ha pasado tres pueblos, primero porque, como digo, avasalla nuestro espacio de libertad personal hasta unos límites casi de tortura y, segundo, porque en su afán de control interviene casi manu militari sobre la propiedad privada, y salvo que el Gobierno decidiera finalmente tratar el tabaco como una droga y, por ende, prohibir tanto su venta como su consumo, los establecimientos hosteleros deberían tener casi la misma consideración que una vivienda particular, y ese ‘casi’ es lo que permitiría el ámbito de actuación de la anterior ley. Pero, por fin, conscientes de que esta vez el Ejecutivo se ha excedido en sus funciones, fumadores y establecimientos parecen dispuestos a ponerle difícil al Gobierno de Rodríguez la aplicación de esta ley, y esto todavía no ha hecho más que empezar.

A veces solo hace falta una pequeña chispa para encender un castillo de fuegos artificiales. La lógica dice que debería ser el paro y la situación económica y de empobrecimiento general lo que tendría que hacer que la gente saliera a la calle a protestar, pero todo apunta a que lo que va a provocar situaciones de tensión va a ser la nueva Ley Antitabaco. Pero seguramente tras esa revuelta social, tras la insumisión a la Ley, se esconde el malestar general por el resto de problemas, y es que a veces basta eso, que el Gobierno nos haya quitado lo poco que nos queda para que su decisión actúe a modo de espoleta que activa la revuelta y la manifestación de protesta, para que la gente salga del letargo y la anestesia y se dé cuenta por fin de que en este país hace falta algo más que interminables debates parlamentarios y atosigantes sesiones de control al Gobierno para hacer que las cosas cambien, y que ese algo tiene mucho que ver con la verdadera predisposición de la gente a conseguir que ese cambio se produzca.

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Yo no fumo. Lo hice, durante mucho tiempo y en cantidades ingentes -llegué a consumir más de dos paquetes diarios-, pero hace un lustro que lo dejé y, francamente, desde entonces soy mucho más feliz y los que me rodean también. No fumo, y reconozco que ahora el humo del tabaco me molesta, y me incomoda cuando alguien fuma cerca. No soporto el olor a tabaco impregnado en la ropa, la sola exposición prolongada al humo de un puro, por ejemplo, acaba consiguiendo provocarme un fuerte dolor de cabeza. No hay nada como dejar de fumar, después de haberlo hecho durante años, para darse cuenta de lo molesto que puede llegar a ser para los que están alrededor de uno cuando los fumadores hacemos ese gesto inconsciente de llevarnos la mano al bolsillo, extraer un cigarro y encenderlo aspirando esa primera bocanada de la que surge una inmensa cantidad de humo que esparcimos sobre nuestras cabezas sin haber preguntado -nunca lo hacemos- si a alguien le molesta. Yo me he hartado de pedir perdón, porque es cierto que durante mucho tiempo los fumadores ejercíamos nuestro derecho sin preocuparnos en absoluto del derecho de los no fumadores y, como digo, basta con dejar de fumar para darnos cuenta de lo increíblemente egoístas y antisociales que somos los fumadores, por más que el hábito de fumar sea precisamente eso, un hábito social.

Tabaco