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O Rajoy, o el caos
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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O Rajoy, o el caos

El pasado 25 de julio todas las alarmas se encendieron en el Gobierno de Mariano Rajoy. El país llevaba sufriendo semana tras semana un acoso brutal

El pasado 25 de julio todas las alarmas se encendieron en el Gobierno de Mariano Rajoy. El país llevaba sufriendo semana tras semana un acoso brutal de los mercados financieros que había situado la prima de riesgo por encima de los 600 puntos básicos; el Ejecutivo se encontraba completamente perdido, desbordado por los acontecimientos, superado por una situación que se veía incapaz de controlar, a la deriva en medio de una tormenta perfecta que amenazaba seriamente con hundir la nave a tan solo medio año de haber salido de puerto y cuando le quedaban, todavía, tres años y medio de travesía. La amenaza de un rescate total se cernía sobre un Gobierno que veía como nada de lo que hacía conseguía aplacar la ira de los dioses -los mercados, Bruselas, Merkel y el BCE- mientras el desgaste interno se volvía insoportable hasta el extremo de que la mayoría de los ministros -aún hoy dura esa consecuencia- no se atrevían a salir ni al portal de su casa.

Todo parecía perdido, el Gobierno estaba dispuesto a adoptar decisiones dramáticas, cuando el 26 por la mañana apareció Mario Draghi y dijo aquello de “haré lo que sea necesario para salvar el euro”, palabras que actuaron como una especie de bálsamo. ¿Qué había pasado? No fue Rajoy -que en esos días se dejó la piel y casi la salud en intentar convencer a sus socios europeos, especialmente a Alemania, del error que estaban cometiendo-, sino Mario Monti quién, en una serie de llamadas, consiguió convencer a los más reacios de lo que se estaba jugando Europa: “Los españoles están dispuestos a tirar la toalla y a abandonar el euro, pero no van a aceptar un rescate a la griega”, vino a decir el primer ministro italiano a sus homólogos.

Los alemanes hicieron cálculos; la salida de España del euro implicaba unas pérdidas en todos los sentidos difíciles de soportar -especialmente para una banca que no había dudado en financiar los años del boom en los que nuestro país se convirtió en el principal cliente de Alemania y que, ahora, veía con pavor el riesgo de una quita-, además de la ruptura casi definitiva de la moneda única. Sigue siendo absolutamente necesario continuar con la política de ajuste, cueste el desgaste que cueste, porque los ajustes de hoy serán el crecimiento de mañana. Hoy España está financiando déficit y necesita empezar a financiar su crecimiento

Pasó el mes de agosto con bastante calma en los mercados y, el 6 de septiembre, Draghi volvió a la carga con un discurso en el que dejó claro la voluntad del BCE de comprar deuda española -e italiana- sin límite, eso sí, a cambio de que España accediera a solicitar la ayuda de Bruselas. Es decir, que pidiera el rescate. Pero no cualquier rescate, y desde luego no un rescate como el de Grecia, que era lo que España más temía. Esta vez sí había sido Rajoy quién había convencido a los socios europeos con un argumento demoledor: el rescate a la griega implicaba un fracaso del Ejecutivo de tal magnitud que se vería obligado a convocar elecciones, con la consiguiente consecuencia de un escenario político de enorme inestabilidad… ¿Podía permitirse Europa perder en España un Gobierno de mayoría absoluta y poner en riesgo, esta vez sí y en serio, la supervivencia del euro?

La ayuda tenía que venir, pero no en forma de exigencia, sino en forma de liquidez para la economía española, es decir, lo que siempre había expuesto Luis de Guindos: “Nosotros hacemos las reformas, pero mientras se ponen en marcha y surten efecto pasa tiempo, bastante tiempo, y durante ese tiempo necesitamos liquidez para que la economía no se hunda y aborte el impacto positivo de las reformas”.

El triunfo de la paciencia

Pues bien, primero con el rescate al sistema financiero y, ahora, con el rescate-línea de crédito a la economía española sin otras condiciones que las ya incluidas en el memorándum que el Gobierno está aplicando con el máximo rigor, y que el Ejecutivo solicitará en cuanto haya cerrado la negociación de la letra pequeña, España habrá conseguido lo que más necesita para empezar a ver la luz al final del túnel: dinero, liquidez. Rajoy ha vuelto a ganar la partida de la paciencia, ha vuelto a manejar los tiempos a su favor. Es verdad que la partida era peligrosa y podía haberle salido mal, pero no ha sido así y, aunque de cara a la opinión pública siga sufriendo el desgaste de los ajustes, sin embargo vuelve a recuperar la entereza y la serenidad necesarias para hacer frente a los retos que se le están planteando a España y que no son pocos ni menores.

Porque, aunque ha conseguido de Europa un trato favorable, no es menos cierto que en el ámbito económico queda mucho por hacer hasta conseguir los dos principales objetivos de nuestra economía: reducir el déficit al 3% y, al mismo tiempo, volver a la senda de la recuperación y de la creación de empleo. Para ello sigue siendo absolutamente necesario continuar con la política de ajuste, cueste el desgaste que cueste, porque los ajustes de hoy serán el crecimiento de mañana. Hoy España está financiando déficit y necesita empezar a financiar su crecimiento. Y esa política de ajustes, impopular a todas luces, sólo la puede llevar a cabo un Gobierno sólido y estable, bien porque esa estabilidad la garantiza un pacto de legislatura con la oposición, lo cual parece altamente improbable porque el PSOE prefiere echarse al monte antes que colaborar en la salida de la crisis, o bien porque goza de una mayoría suficiente en el Parlamento como es el caso.

Pero, además, hay que hacer reformas, entre ellas y sin duda la más importante, todo lo que afecta a la cuestión territorial y a la Administración del Estado. Cierto que esa reforma está tardando en llegar, pero el Gobierno está obligado a hacerla porque, además, se lo están imponiendo desde fuera: hay que quitar ‘grasa’ al cuerpo del Estado y hay que hacerlo no con una dieta, sino con cirugía. Y al final de ese proceso de adelgazamiento, nuestro modelo territorial habrá cambiado sustancialmente, como cambiará también nuestro sistema financiero, que una vez se haya cerrado su reforma tendrá una imagen absolutamente distinta a la que conocimos hace pocos años: habrán desaparecido las Cajas de Ahorros, y de varias decenas de entidades entre bancos y cajas, no veremos más de siete u ocho.

ETA y la secesión

Todo esto en el terreno económico, pero el Gobierno de Mariano Rajoy se enfrenta también a dos retos de indudable trascendencia política. El primero, el final de ETA y la pacificación del País Vasco. Por más que desde algunos sectores de las víctimas y de la derecha más a la derecha del PP se acuse a Gobierno de pactar o de seguir determinadas hojas de ruta, que solo existen en la imaginación calenturienta de unos pocos, lo cierto es que el Gobierno solo busca el final del terrorismo y que se haga justicia con las víctimas. Si eso implica hacer algún gesto que ayude a lograr que ETA se disuelva y entregue las armas, siempre que no haya negociación ni cesión a las demandas de la banda terrorista, bienvenido sea aunque pueda ser a veces doloroso.

Y el segundo, pero probablemente más peliagudo para el país, la espiral secesionista que ha empezado en Cataluña y que puede extenderse al País Vasco si EH-Bildu ganara las elecciones. Ese es, probablemente, el mayor de los retos políticos a los que se enfrenta Rajoy. Es más que probable que en los próximos meses se despejen algunas incertidumbres, porque tanto las elecciones en el País Vasco, como las que muy probablemente puede haber en Cataluña antes de final de año, van a permitir aclarar hasta donde llega de verdad esa ambición. Retos económicos difíciles, retos reformistas importantes -hemos citado el modelo territorial, pero habrá que hacer otras reformas claves en el modelo educativo, en la sanidad y en otros aspectos del Estado del bienestar para seguir garantizando el acceso universal al mismo, la fiscalidad, la Unidad de Mercado…-, y retos políticos de una indudable trascendencia, en la medida que a nadie se le escapa que en los próximos años vamos a ver cambios trascendentes en el país y en nuestra Constitución.

¿Sería todo esto posible con un Gobierno en minoría, con un Gobierno inestable? Claramente, no. Y, sin embargo, incluso dentro del Partido Popular, y por supuesto en sus entornos mediáticos, hay quienes apuestan por un final acelerado de esta legislatura e incluso quienes le están haciendo el juego a peligrosas aventuras antisistema como la de Mario Conde. Pero quien crea que Rajoy se va a dejar vencer por el peso de la responsabilidad es que no conoce al presidente del Gobierno. Rajoy superó circunstancias peores, ataques mucho más elaborados y consistentes antes y después del Congreso de Valencia de junio de 2008, y difícilmente se va a venir abajo ahora que es presidente del Gobierno con una aplastante mayoría absoluta en el Parlamento, y después de haber conseguido dominar su partido y dejar fuera de la primera línea a sus enemigos políticos dentro del Partido Popular.

El pasado 25 de julio todas las alarmas se encendieron en el Gobierno de Mariano Rajoy. El país llevaba sufriendo semana tras semana un acoso brutal de los mercados financieros que había situado la prima de riesgo por encima de los 600 puntos básicos; el Ejecutivo se encontraba completamente perdido, desbordado por los acontecimientos, superado por una situación que se veía incapaz de controlar, a la deriva en medio de una tormenta perfecta que amenazaba seriamente con hundir la nave a tan solo medio año de haber salido de puerto y cuando le quedaban, todavía, tres años y medio de travesía. La amenaza de un rescate total se cernía sobre un Gobierno que veía como nada de lo que hacía conseguía aplacar la ira de los dioses -los mercados, Bruselas, Merkel y el BCE- mientras el desgaste interno se volvía insoportable hasta el extremo de que la mayoría de los ministros -aún hoy dura esa consecuencia- no se atrevían a salir ni al portal de su casa.

Mariano Rajoy