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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Los romanos basaron los principios de la Justicia en la siguiente máxima: Honeste vivere, alterum non laedere, cuique suun tribuere

Los romanos basaron los principios de la Justicia con la que a lo largo de los siglos se ha ido construyendo el Derecho en la siguiente máxima: Honeste vivere, alterum non laedere, cuique suun tribuere, es decir, “vivir honradamente, no hacer daño a los demás y dar a cada uno lo suyo”, traducido con cierta libertad por mi parte. Cada uno de esos tres principios seguramente da lugar a miles de interpretaciones y de ahí que desde entonces el Derecho haya engordado en complejidad, pero esa misma máxima ha servido también como cimiento de lo que hoy conocemos como Democracia Liberal.

Quienes creemos en ella, con nuestros aciertos y nuestros errores, intentamos que esa máxima romana guíe nuestra conducta y de ahí nace un enorme respeto hacia las opiniones contrarias: el edificio de la democracia se levanta sobre los pilares de la diversidad. O entendemos eso, o no hemos entendido nada. Decía Stuart Mill que “la verdad gana aún más con los errores de un hombre que piense por sí mismo que en las verdaderas opiniones de los que son incapaces de pensar”.

En estos días en los que triunfan las opiniones dictadas en 140 caracteres, esa afirmación de Stuart Mill cobra una especial relevancia, porque es ahí, en ese presunto escenario de libertad que llamamos redes sociales donde se dan cita los mayores enemigos de la misma: aquellos que de manera dogmática y aborregada, siguiendo unas pautas perfectamente preestablecidas por sus líderes sociales, políticos o mediáticos, acosan y amedrentan a quienes discrepan de su verdad, una verdad que a veces puede ser incluso minoritaria pero que es defendida con tal vehemencia que se impone como si se tratara de un dogma de fe popular.

Especialmente dolorosos fueron, al menos desde mi punto de vista, los improperios dirigidos hacia la presidenta de la Fundación Víctimas del Terrorismo, Marimar Blanco

Hace una semana, a cuenta de un post publicado en este periódico titulado Esos que quieren que ETA siga viva, se generó en las redes sociales un cierto revuelo que acabó con gravísimos insultos hacia mi persona e incluso la acusación por parte del seudohistoriador Pío Moa de ser un “proetarra”, una acusación aplaudida por todos esos, incluidos algunos conocidos tertulianos, que han hecho suya la falsa creencia de que este Gobierno ha traicionado a las víctimas y que ha negociado con ETA una serie de ventajas.

Eso ocurrió tal que hace dos viernes, y dos días después, el domingo, en la Plaza de Colón, un grupo –no mayoritario, ni mucho menos– de concentrados –me niego a llamarlos víctimas de nada, porque no lo son más que de sí mismos–, insultó gravemente a ciertos políticos del PP que acudieron al acto convocado por la AVT, pero especialmente dolorosos fueron, al menos desde mi punto de vista, los improperios dirigidos hacia la presidenta de la Fundación Víctimas del Terrorismo, Marimar Blanco, a quien lo más suave que se le dijo fue “traidora”.

El Espíritu de Ermua

Marimar Blanco representa, para mí y creo que para una inmensa mayoría de españoles, aquello que tanto nos emocionó en los días previos y posteriores al asesinato de su hermano Miguel Ángel, y que después se dio en llamar el Espíritu de Ermua. Ese espíritu inundó calles, plazas, balcones y cada rincón de este país, no hizo distinción de siglas ni de ideologías, ni de sexos ni de edades. Nos invadió a todos y fue el principio del fin de ETA. Ese espíritu creció precisamente sobre el respeto a la diversidad y la disparidad de opiniones aunque a todos nos unía un mismo fin: que ETA desapareciera, que dejara de matar.

Eso ha llegado, pero entremedias hubo un Gobierno que, al igual que hicieron otros antes que él, intentó acortar los tiempos negociando con ETA más de lo que debía negociar –o sea, nada–, provocando la indignación de las víctimas, pero, sobre todo, llevando a algunos sectores de las mismas jaleados por determinados líderes mediáticos a radicalizar sus posiciones hasta el extremo, lo cual contribuyó a que todo este espíritu que había calado en la sociedad española se evaporara calentado por un posicionamiento de una parte de las víctimas que la sociedad española no podía comprender.

El PP y muchos periodistas –y en eso hago mi particular autocrítica– nos dejamos llevar por esa inercia, pero de aquello hemos aprendido, creo, algo muy importante: las víctimas nunca puede ser manipuladas por ningún partido, y en ese sentido creo que fue un error que algunos dirigentes del PP acudieran el pasado domingo a la Plaza de Colón. Las víctimas no son propiedad de nadie, son de todos, sin distinción de ideologías ni de siglas, porque víctimas hay tanto de derechas como de izquierdas y todas tienen derecho a ser escuchadas, incluso aquellas que no se atreven a hablar porque tienen miedo de algunos que levantan tanto su Voz Contra el Terrorismo que acaban provocando las mismas tensiones en la convivencia que aquellos a los que dicen oponerse.

Hoy, por desgracia, hay algunas asociaciones que dicen defender los intereses de las víctimas, algunos líderes mediáticos que se pronuncian en nombre de las mismas, y algunos dirigentes políticos que no dudan en sumarse a la estrategia de la desestabilización, que se identifican con posiciones claras de extrema derecha, con actitudes totalitarias impropias de quienes dicen defender valores como la vida o la libertad, y atemorizan con sus gestos y sus actitudes al resto de las víctimas, que simplemente sienten de nuevo la falta de cariño de una sociedad que no acaba de entenderlas.

Esto ha acabado, o está a punto de acabarse a falta de ese gesto final de disolución de la banda asesina. Y aunque haya tropiezos como el de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo, el objetivo final del fin del terrorismo está ahí, y sin que ellos hayan conseguido sus objetivos políticos, por los que han estado 40 años matando. “De la misma manera que me había imaginado que la muerte de Franco sería una explosión de júbilo y libertad, y al final había sido una lenta agonía que parecía montada para evitar la alegría que provocaba la desaparición de su régimen, así siempre me había hecho la ilusión de que la salida de la cárcel fuera una liberación ligada a la victoria de la democracia, que tomaba la forma precisa y concreta de salir de prisión e ir a cenar con mi abogado cordobés Rafael Sarazá al mejor restaurante de la ciudad llamado El Caballo Rojo…” (Mario Onaindía, El precio de la libertad).

Tampoco el final de ETA ha sido como a muchos nos hubiera gustado que fuera, pero es un final como lo fue el del régimen franquista. Y si entonces se produjo una amnistía encubierta que el Gobierno de la Transición necesitaba para garantizar unas elecciones libres y democráticas, ahora no habrá ni un solo preso que no cumpla su condena, sea con el anterior Código Penal o con las reformas sucesivas. La democracia ha ganado esa batalla, aunque en el camino se haya dejado jirones de ropa, y las voces de unos pocos, que ni son las víctimas ni representan su lógica aspiración de memoria, dignidad y justicia, no pueden tapar el suspiro de alivio con el que todo un país recibe cada mañana la buena noticia de que tampoco hoy ha muerto nadie a manos de los asesinos de ETA.

Los romanos basaron los principios de la Justicia con la que a lo largo de los siglos se ha ido construyendo el Derecho en la siguiente máxima: Honeste vivere, alterum non laedere, cuique suun tribuere, es decir, “vivir honradamente, no hacer daño a los demás y dar a cada uno lo suyo”, traducido con cierta libertad por mi parte. Cada uno de esos tres principios seguramente da lugar a miles de interpretaciones y de ahí que desde entonces el Derecho haya engordado en complejidad, pero esa misma máxima ha servido también como cimiento de lo que hoy conocemos como Democracia Liberal.

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