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Todo lo que ya no es sólido
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Todo lo que ya no es sólido

Hace unos días, por indicación de un buen amigo cuyo nombre no voy a citar para no meterle en un lío, empecé a leer un ensayo

Hace unos días, por indicación de un buen amigo cuyo nombre no voy a citar para no meterle en un lío, empecé a leer un ensayo de Antonio Muñoz Molina titulado Todo lo que era sólido. Mi amigo me lo recomendó porque “nos refleja a ti y a mí, los dos somos víctimas de lo que describe Muñoz Molina”, y lo que describe Muñoz Molina es una España cainita y cruel forjada a base de adhesiones inquebrantables a dogmas políticos, en la que el disidente que intenta buscar la moderación y el entendimiento como fundamento básico de la convivencia es inmediatamente condenado en las tribunas de papel y en los púlpitos de las redes sociales.

España es un país de “sistemas de creencias totales” que “segregan defensas que desactivan al adversario con el automatismo de los anticuerpos o de las espinas o las sustancias tóxicas de las plantas”, escribe el maestro. O sea, sectarismo, puro y duro, y “el sectarismo les aseguraba lealtades y adhesiones mucho más firmes que el asentimiento racional, que es reversible porque no excluye el desengaño o el simple cambio de opinión”. El simple hecho de que yo escriba en este post que estoy leyendo un libro de Muñoz Molina será recibido mañana en Twitter y en el foro de mi columna con toda una letanía de insultos y frases del tipo: “Qué se puede esperar de ti, si estás leyendo a un rojo peligroso como ese”.

No hay lugar a la exposición de opiniones libres y el debate político, como dice el autor, se reduce a un intercambio de “consignas y exabruptos, y el adversario al guiñapo de una caricatura”. La mía, en concreto, es la de que soy un periodista vendido al Gobierno y vocero de Rajoy: da igual que quienes me acusan de eso sean los primeros que han vivido de la sopa boba del PP de Madrid, cuya televisión pública les ha engordado sus cuentas corrientes con tertulias y programas por doquier; da igual que este que suscribe jamás haya pedido nada ni participe de tertulia alguna en TVE o trabaje para ninguna institución gobernada por el PP; da igual que afirme hasta la extenuación que nadie me debe nada a mí ni yo a nadie y que lo que escribo lo hago desde la más absoluta independencia y rigor profesional, porque esa es su manera de desacreditarme y lo seguirán haciendo así en la medida que no tienen otros argumentos con los que contrarrestar los míos.

Hace tiempo que me desengañé de las actitudes de ciertos personajes que en su momento se convirtieron en portavoces incuestionables de las víctimas de terrorismo

Si quieren una muestra, entren en el timeline de mi Twitter @federicoquevedo de este fin de semana o en el foro de mi artículo y entenderán lo que les digo. Y todo esto, ¿por qué? Pues básicamente porque en el uso de mi razón hace tiempo que me desengañé de las actitudes de ciertos personajes que en su momento se convirtieron en portavoces incuestionables de las víctimas de terrorismo, condenando a estas a un ostracismo social imperdonable porque, para su desgracia, una serie de indeseables las secuestraron bajo la premisa de que sólo ellas podían definir la política antiterrorista en este país, lo que las contrapuso a una enorme mayoría social que rechazaba y rechaza ese dogma.

El fin del 'espíritu de Ermua'

¿Consecuencia? Lo he escrito más de una vez, pero lo reitero: todo lo bueno que se consiguió con el espíritu de Ermua se tiró por la borda cuando en tiempos de Zapatero las víctimas cayeron en manos de esos indeseables y se alejaron de una parte de la sociedad que no entendía su radicalización. Pero las víctimas son de todos, y las hay de todos los colores y de todas las ideologías. ¿O es menos víctima la hija de Isaías Carrasco por no compartir la deriva de otras víctimas? ¿No son víctimas todos los concejales asesinados bajo las siglas del PSOE o del PNV? De hecho, a todos ellos se los asesinó no por ser Gregorio Ordóñez, Miguel Ángel Blanco, Fernando Buesa, Ernest Lluch… Se los asesinó porque esos nombres estaban vinculados a unos cargos y a unas siglas, y lo estaban por la decisión democrática de miles de personas que los habían elegido, luego son las víctimas de la democracia, y si por algo se caracteriza esta es por la pluralidad y la diversidad que niegan sistemáticamente quienes han hecho su propia lectura de los hechos y rechazan de manera vehemente y violenta cualquier otra alternativa a su relato.

En lo personal, la memoria de Gregorio Ordóñez le pertenece a su familia, por supuesto, pero en lo político no; en lo político su memoria nos pertenece a todos y todos tenemos derecho a interpretar cuál sería su discurso en las actuales circunstancias. Me imagino –lo sé– que en el PP cayó en su día como un jarro de agua fría la marcha de Ortega Lara de sus filas, pero la discrepancia de una víctima, ni siquiera la de muchas de ellas, no puede distraer la atención de un partido de Gobierno sobre lo que debe ser el interés general. Es probable que el PP se haya equivocado –lo ha hecho– no atendiendo lo suficiente a las víctimas ni explicándoles lo suficiente algunas actuaciones que han podido resultar incomodas para ellas por razones que todos alcanzamos a comprender. Pero, más allá de ese error, el objetivo último de la política antiterrorista tiene que ser el final definitivo de ETA, y en ese camino parece que lo que se pretende está cerca.

La batalla contra el nacionalismo

No es fácil escribir bajo esta presión, sabiendo que da igual lo que intentes expresar porque va a ser recibido de cualquier modo con insultos y descalificaciones

Ahora bien, una cosa es que ETA haya sido derrotada como organización armada y otra bien distinta que esa derrota haya alcanzado también a los objetivos políticos del independentismo vasco. Y lo cierto es que ahora los demócratas, los que de verdad somos demócratas y aceptamos que todas las ideas pueden ser defendidas por la vía del debate político en una democracia liberal, tenemos que afrontar un reto aún mayor, que es el de hacer frente a una ideología perversa y excluyente como es el nacionalismo en su versión más radical. Lo estamos viendo en Cataluña y lo vamos a ver en el País Vasco.

Deberíamos hacerlo unidos porque, entre otras cosas, ellos cuentan con una mayor uniformidad en su discurso. Pero la realidad es que quienes supuestamente estamos del lado de la defensa de la unidad y el interés general nos pasamos el día arreándonos entre nosotros y dejándoles a ellos el terreno minado para su victoria. ¿Y saben lo peor? Quienes supuestamente se erigen en portavoces de lo más sagrado y reparten certificados de ser y estar del lado o no de las víctimas son los que con una actitud igual de sectaria que la de aquellos que se niegan a reconocer el daño causado a la sociedad española en su conjunto les están haciendo el juego y permitiéndoles crecer a costa de su intransigencia moral.

Aquí estamos, y llegados a este punto me empiezo a plantear seriamente la conveniencia de seguir defendiendo todo aquello que en su día fue necesario para lograr la convivencia en este país, a la vista de la airada reacción de quienes no aceptan ni de un lado ni de otro ninguna clase de discrepancia. No es fácil escribir bajo esta presión, sabiendo que da igual lo que intentes expresar porque va a ser recibido de cualquier modo con insultos y descalificaciones. No me siento libre, no puedo sentirme libre cuando de la misma manera que en mis dos últimos años en Bilbao los secuaces de Batasuna me perseguían por las calles para amedrentarme y escupirme sus insultos, gente de la misma calaña hace lo mismo en las redes sociales amparados, además, unas veces por el anonimato y otras por la distancia para ejercer el mismo tipo de amedrentamiento.

Lo expresa muy bien Muñoz Molina: “Han pasado treinta y tantos años y una de las razones de que la libertad de expresión siga siendo tan difícil de ejercer en España es que ni a un lado ni a otro se ha practicado la crítica hacia los propios orígenes y los propios errores, y porque las iniciativas de concordia que permitieron entonces el establecimiento de la democracia ahora han desaparecido en un repliegue hacia la intransigencia, en el que los impulsos sectarios de la clase política han sido alentados y hasta jaleados por una parte de la clase periodística, por la más visible de la clase intelectual”.

Hace unos días, por indicación de un buen amigo cuyo nombre no voy a citar para no meterle en un lío, empecé a leer un ensayo de Antonio Muñoz Molina titulado Todo lo que era sólido. Mi amigo me lo recomendó porque “nos refleja a ti y a mí, los dos somos víctimas de lo que describe Muñoz Molina”, y lo que describe Muñoz Molina es una España cainita y cruel forjada a base de adhesiones inquebrantables a dogmas políticos, en la que el disidente que intenta buscar la moderación y el entendimiento como fundamento básico de la convivencia es inmediatamente condenado en las tribunas de papel y en los púlpitos de las redes sociales.