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Del calvario a la resurrección
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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Del calvario a la resurrección

No comprendo a quienes se quejan del exceso. La realidad es que, si no se quiere, se puede escapar de la Semana Santa y de todo lo que significa

Foto: Procesión de 'la Madrugá' en la Semana Santa de Sevilla. (EFE)
Procesión de 'la Madrugá' en la Semana Santa de Sevilla. (EFE)

Hay una España que procesiona, y otra España que llena las playas. Una España que abarrota los templos durante los oficios de la Semana Santa, y otra que huye de los agobios propios de estas fechas. Hay una España católica, cristiana, que se vuelca estos días en la penitencia, y otra que se pierde en las torrijas y en darle al cuerpo lo que pida en estos días de asueto. Hubo un tiempo en el que la Semana Santa era un paréntesis obligado para la devoción, porque así lo imponía la oficialidad del régimen. Pero desde hace mucho esta España es diferente y ha lugar a toda clase de formas de vivir la Semana Santa. Eso no es malo. Ni bueno. Ni nada. Simplemente es una realidad.

Hay quienes van a las procesiones porque lo sienten, y hay quienes van porque les llama la atención ese fervor popular aunque no lo compartan. Hay quienes van por tradición, hay quienes van por devoción. Y hay quienes van por afición. Y los hay que, simplemente, no van, aunque sigan creyendo en Dios y estén tan bautizados como los del capirote. Cada uno tendrá sus razones, pero lo cierto es que la Semana Santa se ha convertido en un fenómeno que va más allá de lo meramente religioso, para ocupar el terreno de lo social, lo turístico, lo económico…

Se esgrime la madre de todas las razones: España es un país laico. Y ya con eso se quedan tan anchos y no dan pie a ningún argumento contrario

Por eso no comprendo a quienes se quejan del exceso, y estos días he leído y escuchado a más de uno quejarse del exceso ‘religioso’ de va desde el Domingo de Ramos hasta el de Resurrección, como si todo lo que hubiera entre medias fuera para ellos un auténtico calvario y hoy por fin se acabara su sufrimiento. Y la realidad es que, si no se quiere, se puede escapar de la Semana Santa y de todo lo que significa. Hubo un tiempo, como decía antes, en el que era imposible ver en la televisión un viernes santo otra cosa que no fuera 'La Pasión' de Zeffirelli, 'Ben Hur' o 'La túnica sagrada', pero hoy en día la oferta televisiva es tan amplia que cualquiera se puede perder en 'La Voz kids' o en el estreno para TV de '50 sombras de Grey'.

Cierto que los informativos le dedican un espacio, y en general los medios de comunicación, pero, como he dicho, la Semana Santa se ha convertido en un fenómeno que atrae turistas de todos los rincones y, además, en unos días en los que la tensión informativa cae bajo mínimos no es fácil llenar minutos de un informativo. Entonces se esgrime la madre de todas las razones, que es algo así como la madre de todas las bombas que lanzó Trump el jueves sobre Afganistán: España es un país laico. Y ya con eso se quedan tan anchos y no dan pie a ningún argumento contrario porque ese es imbatible. España es un país laico, y punto. Y como es un país laico, no puede perder una semana en manifestaciones religiosas por muy multitudinarias que estas sean.

España no es laica. No lo es porque el laicismo es la negación de la religiosidad, y no puede negarse lo evidente: existe un hecho religioso en nuestro país

Vaya, o sea que ahora la libertad de la gente para expresar sus sentimientos o para, simplemente, asistir a algo que considera debe ser visto, se mide en términos de la etiqueta que unos pocos ponen a los demás simplemente porque a esos pocos no les gusta lo que hacen los demás. España no es laica. Es aconfesional, eso sí. Pero no es laica, no lo es porque el laicismo es la negación de la religiosidad, y no puede negarse lo evidente: existe un hecho religioso en nuestro país, que afecta a un porcentaje muy elevado de nuestra población, independientemente del nivel de práctica religiosa que tenga cada uno.

Y en la medida en que el deber de los poderes públicos es velar por el bien común, no es posible que estos nieguen ese hecho porque estarían actuando en contra de su deber. Lo que no pueden hacer —y no hacen— es obligar, pero deben favorecer que quien quiera pueda ejercitar su práctica religiosa y que, quien no quiera, no se vea obligado a hacerlo. Y en este país se puede vivir la Semana Santa sin necesidad de involucrarse en ella. Se lo dice alguien que huye en general de las manifestaciones multitudinarias y prefiere perderse en la cremosidad de una torrija degustada recostado en un sillón. Y es que no hay calvario que no tenga su resurrección.

Hay una España que procesiona, y otra España que llena las playas. Una España que abarrota los templos durante los oficios de la Semana Santa, y otra que huye de los agobios propios de estas fechas. Hay una España católica, cristiana, que se vuelca estos días en la penitencia, y otra que se pierde en las torrijas y en darle al cuerpo lo que pida en estos días de asueto. Hubo un tiempo en el que la Semana Santa era un paréntesis obligado para la devoción, porque así lo imponía la oficialidad del régimen. Pero desde hace mucho esta España es diferente y ha lugar a toda clase de formas de vivir la Semana Santa. Eso no es malo. Ni bueno. Ni nada. Simplemente es una realidad.

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