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La rigidez de nuestro sistema político y esas oligarquías funcionariales que representan PSOE y PP
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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La rigidez de nuestro sistema político y esas oligarquías funcionariales que representan PSOE y PP

Aunque sea doloroso reconocerlo, más de treinta años de democracia no han supuesto entre nosotros una mejora constante en el clima político. De hecho, la rigidez

Aunque sea doloroso reconocerlo, más de treinta años de democracia no han supuesto entre nosotros una mejora constante en el clima político. De hecho, la rigidez de las posiciones políticas contrasta fuertemente con la pluralidad social, con el carácter abierto de la mayoría de las relaciones sociales y con la espectacular prosperidad económica de los últimos años. Frente a ese dinamismo social y cultural, la democracia parece colocarnos ante un antagonismo frustrante. No se trata de negar que haya problemas que exijan una definición tajante, pero una sociedad abierta debería poder generar unos mecanismos políticos más sutiles, menos reduccionistas. El nacionalismo particularista es, por cierto, la exacerbación máxima de esto y por eso está muy cerca de prescindir de la democracia al funcionar sobre un dinamismo de exclusión en el que los buenos son los nuestros y los malos los de fuera.

No deberíamos acostumbrarnos a pensar que si las cosas no van bien es que es inevitable que vayan mal: algo podremos hacer, algo deberíamos hacer. Supongo que elegir entre dos es siempre mejor que tener que conformarse con uno, pero creo que la democracia no puede reducirse a ese dualismo. Y eso es lo que nos está pasando. O de uno o de otro sin que nada aparezca ni por en medio ni por los flancos y haga, por tanto, que las preferencias se hagan más sutiles, que evite que los mayoritarios tiendan a encastillarse.

El análisis de las causas puede ser una buena pista para buscar los remedios. Son, desde luego, varias. Nuestros partidos políticos tienden a convertirse, suave pero inevitablemente, en oligarquías funcionariales en las que rige casi literalmente la norma que José María Pemán observaba en el franquista Consejo Nacional del Movimiento: un órgano consultivo del Jefe Nacional (o sea, de Franco) que, según el gaditano, reducía su función a “escuchar una vez al año un discurso del aconsejado”. La mayoría de nuestros actos políticos se reducen a ese esquema tan simple: un escenario abarrotado de militantes (que pueden agitar banderas, aunque no siempre) y que escuchan con embeleso lo que tiene que decir el que manda.

Otra de las razones de nuestra tendencia al dualismo reside en la ley electoral que premia a los mayoritarios en cada zona y que ha convertido a los nacionalistas periféricos en los dueños de la llave salvo caso de mayorías absolutas. Hay un tercer factor que se comprende bien si miramos hacia Francia.

Creo que lo más interesante del fenómeno Sarkozy, como por lo demás de su rival Segolene Royal, no está en él mismo sino en la flexibilidad del sistema político que facilita este tipo de renovación de liderazgos. En Francia los partidos no son tan monolíticos como en España y esa es una ventaja evidente. El que se mueva puede salir en la foto. El hecho de que existan dos tipos muy distintos de elecciones, las parlamentarias y las presidenciales, facilita enormemente la presencia de liderazgos alternativos en las distintas fuerzas. No tenemos la institución política necesaria para facilitar ese doble juego y, en consecuencia, las cúpulas de los partidos tienden a controlarlo todo. Un principio de alivio podría venir por el lado de las elecciones autonómicas (en las que podrían surgir con fuerza liderazgos alternativos), pero una absurda incompatibilidad impide a los presidentes de Comunidades autónomas estar en el Parlamento español y limita severamente sus posibilidades de dar el salto a la política nacional.

Algo deberíamos de hacer para que no cunda la sensación de que a los grandes partidos les preocupan más sus intereses y posiciones respectivas que los problemas nacionales, alcanzar o mantener el poder que acabar con el terrorismo o con la escasez de agua o facilitar una reforma de la Universidad realmente seria y así con un largo etcétera de cuestiones. Treinta años después de su comienzo, la democracia española debería pensar en las reformas que requiere sin miedo y sin tardanza.

* José Luis González Quirós es escritor.

Aunque sea doloroso reconocerlo, más de treinta años de democracia no han supuesto entre nosotros una mejora constante en el clima político. De hecho, la rigidez de las posiciones políticas contrasta fuertemente con la pluralidad social, con el carácter abierto de la mayoría de las relaciones sociales y con la espectacular prosperidad económica de los últimos años. Frente a ese dinamismo social y cultural, la democracia parece colocarnos ante un antagonismo frustrante. No se trata de negar que haya problemas que exijan una definición tajante, pero una sociedad abierta debería poder generar unos mecanismos políticos más sutiles, menos reduccionistas. El nacionalismo particularista es, por cierto, la exacerbación máxima de esto y por eso está muy cerca de prescindir de la democracia al funcionar sobre un dinamismo de exclusión en el que los buenos son los nuestros y los malos los de fuera.