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Ensimismamiento y extravío
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

Por

Ensimismamiento y extravío

Ortega y Gasset contrapuso frecuentemente dos estados del espíritu al comparar la actitud específicamente humana con la más común en el resto de los animales superiores.

Ortega y Gasset contrapuso frecuentemente dos estados del espíritu al comparar la actitud específicamente humana con la más común en el resto de los animales superiores. Observando el comportamiento de los monos que había en el Zoo del Retiro, sugería Ortega que el animal vivía en un puro desvivirse, siempre atento a lo que ocurría en su derredor, siempre reaccionando. El hombre, por el contrario, decía, se distingue por tener esa rara capacidad de entrar dentro de sí, de pensar. Pues bien, cuando se mira la política española con una cierta calma, se advierte que en ella predominan las 'reacciones', la prisa por contestar, por llevar la contraria, el convencimiento de que lo que dice el otro ha de ser, precisamente por eso, contestado, deformado, combatido. A propósito de una de sus intervenciones en las que su público no podía oírle, Ortega se quejaba amargamente de esa carencia, en este caso no culpable, de entendimiento: “Si escuchar una conferencia es ya de suyo una operación heroica, escucharla sin oírla es el único tormento que Dante olvidó, tal vez porque le pareció excesivo”.

En la atmósfera política española, se oye mal pero se escucha peor. Cada uno va a su bola y el público debe asistir a la política como se asiste a un partido de tenis, con la notable diferencia de que ni hay árbitros (los contendientes han decidido que el árbitro son también ellos) ni mucho menos se dispone del ojo de águila para saber cuándo la pelota ha salido fuera. Ortega contraponía ensimismamiento y alteración, pero algunos políticos españoles consiguen hacer algo que habría dejado estupefacto al maestro, porque logran estar perpetuamente alterados, siempre dispuestos a contradecir, aunque al mismo tiempo logren alcanzar altas cotas de ensimismamiento.

Ensimismarse es muy propio del hombre, pero también tiene sus riesgos. Del ensimismamiento al más necio solipsismo hay un paso que algunos dan con demasiada facilidad cuando se olvidan de que no todo se reduce a su pequeño patio de vecindad, a lo hermoso que es su campanario y a los significados que dan a las palabras con que nos obsequian.

Si se mira la política exterior de los últimos cuatro años se verá que el mundo exterior apenas existe para nosotros y, en consecuencia, nosotros hemos dejado de existir en ese mundo. Tener un incidente fuera de nuestras fronteras supone hoy para un español un riesgo altísimo, salvo que tenga la suerte de que al mismo tiempo le pase algo similar a un francés o, mejor aún, a un americano. En el mundo internacional, nuestros ensimismados políticos practican el arte huero de las grandes palabras y de los buenos amigos, sin enterarse que ahí fuera se juega a otra cosa. Las empresas españolas que han conseguido colocarse en buenas posiciones en el exterior saben muy bien que carecen de un respaldo fiable, razón por la cual es doble su mérito.

Pero no solo hay un ensimismamiento internacional. El ensimismamiento, cultivado al tiempo que la alteración belicosa, convierte a la política en un juego de interés incierto que subvierte plenamente su sentido. En lugar de que los partidos operen como cauces de participación de los problemas que realmente afectan a los españoles, ciertas políticas convierten a los partidos en un instrumento de alteración de la convivencia, en inductores de conflictos. La política, entre nosotros, no se formula de abajo arriba sino de arriba abajo: primero la consigna y luego los problemas, en lugar de analizar primero los problemas y ver si, después, es posible o conveniente dar alguna consigna.

Algunos no ven los partidos como portavoces de los ciudadanos. Al contrario, quieren que los ciudadanos se conviertan en guerrilleros de los partidos. La política española debería cambiar esta dinámica que olvida los problemas y prima el enfrentamiento, y los ciudadanos deberían castigar a quienes no lo hagan así, porque hemos hecho una democracia para convivir y no para vencer al adversario.

Pondré dos ejemplos de problemas completamente ajenos a la agenda política, a consecuencia de esa dinámica perniciosa de ensimismamiento alterado en que ha devenido esta legislatura. El primero de ellos se refiere al tráfico. La DGT insiste en que los accidentes mortales son debidos, sobre todo, a una velocidad excesiva. Al margen de esa obviedad, ¿no sería interesante saber qué clase de análisis hace la DGT para llegar a una conclusión tan brillante? ¿Qué sistemas usa para distinguir esa maligna costumbre de los pérfidos conductores, de otras posibles causas que podrían arreglarse sin tanta monserga? Parece que los ciudadanos nos conformamos con que el Gobierno tenga motivos para reñirnos, castigarnos y asustarnos, y no debería ser así.

El segundo ejemplo es una petición de transparencia: la SGAE va a recaudar, está recaudando ya, una millonada de euros a cuenta de la protección de los derechos de autor que se consideran conculcados mediante la copia ilegal. Pongamos que la cosa esté bien, aunque a mí no me lo parece: ¿no se debería de pedir cuentas a la SGAE de en qué y cómo invierte esas cuantiosas cifras? Seguramente los ciudadanos pagaríamos el canon con más entusiasmo en el caso de saberlo.

Hay infinitas cuestiones como esta, de las cuales los políticos deberían dar cuenta a los ciudadanos, pero parece que, treinta años después de iniciarnos en la democracia, es demasiada la gente que se conforma con hacer la ola bajo la sabia batuta de unos líderes que, obviamente, se manifiestan encantados con nuestra mansedumbre.

*José Luis González Quirós es analista político y escritor.

Ortega y Gasset contrapuso frecuentemente dos estados del espíritu al comparar la actitud específicamente humana con la más común en el resto de los animales superiores. Observando el comportamiento de los monos que había en el Zoo del Retiro, sugería Ortega que el animal vivía en un puro desvivirse, siempre atento a lo que ocurría en su derredor, siempre reaccionando. El hombre, por el contrario, decía, se distingue por tener esa rara capacidad de entrar dentro de sí, de pensar. Pues bien, cuando se mira la política española con una cierta calma, se advierte que en ella predominan las 'reacciones', la prisa por contestar, por llevar la contraria, el convencimiento de que lo que dice el otro ha de ser, precisamente por eso, contestado, deformado, combatido. A propósito de una de sus intervenciones en las que su público no podía oírle, Ortega se quejaba amargamente de esa carencia, en este caso no culpable, de entendimiento: “Si escuchar una conferencia es ya de suyo una operación heroica, escucharla sin oírla es el único tormento que Dante olvidó, tal vez porque le pareció excesivo”.