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El dogal de hierro
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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El dogal de hierro

El ferrocarril fue un factor decisivo de innovación en la segunda mitad del siglo XX. Sus vías hicieron posible el florecimiento de las ciudades, pero, andando

El ferrocarril fue un factor decisivo de innovación en la segunda mitad del siglo XX. Sus vías hicieron posible el florecimiento de las ciudades, pero, andando el tiempo, ese mismo trazado se convirtió en un dogal de hierro que dificultó su crecimiento. La constatación de este hecho nos ofrece una metáfora aplicable a la situación del Partido Popular. El partido de la derecha ha crecido y ha llegado muy arriba gracias a dos factores que ahora le complican la vida. El primero de ellos ha sido la unidad en torno a un liderazgo por encima de cualquier cuestionamiento y, el segundo, una cierta indefinición ideológica, más comprensible por lo que rechaza que por lo que promueve.

La unidad política fue un requisito estratégico frente a la izquierda dominante entre 1982 y 1996. La necesidad era tan perentoria que nadie dudaba de que fuera necesario hacer concesiones tanto en el terreno de la organización interna (disciplina a cualquier precio) como en el de la coherencia ideológica (mejor no discutir de aquello susceptible de dividir). Vistos estos condicionantes, resultaba admisible que el PP consagrara a sus líderes por un procedimiento que nada tiene de democrático y cuyo modelo ha sido, más bien, la monarquía hereditaria. La línea que va de Fraga a Rajoy no ha pasado nunca por algo parecido a un congreso democrático. Los presidentes eran designados a dedo, para, a continuación, proceder a su consagración formal. Cuando el ejercicio del poder no estuvo a la altura de la herencia recibida (caso de Hernández Mancha), se dio un paso atrás y el mecanismo se puso de nuevo en marcha.

El segundo elemento que ha definido la historia del PP ha sido el de la ambigüedad ideológica, algo que ha servido para ser un partido a la contra, pero que no le ha permitido operar como un partido a favor. La cortedad del período de Aznar, que en cuatro años pasó de obtener una mayoría absoluta a perder las elecciones, requiere esta explicación. Es evidente que en el triunfo socialista de 2004 intervinieron otros factores, entre los que no hay que olvidar la ambición internacional de Aznar (excesiva para un electorado que cree que Europa entera se va a mondar de risa con el Chikilicuatre) y su ocurrencia de retirarse prontamente de la política activa. Pero el hecho que debe llamarnos la atención es que el PP no supo mantener la mayoría desde el poder. Fue como si, desaparecido el enemigo, el partido hubiera perdido todo su vigor.

Durante la pasada legislatura, el PP se empleó a fondo -lo que no equivale a decir que con acierto- en su papel de opositor, sobre la base de un liderazgo no discutido por nadie. Su sorpresa y decepción han consistido en que, teniendo en frente al contrincante idóneo para regresar al poder, ha conseguido una millonada de votos pero ha actuado de tal manera que le ha servido a su rival la victoria en bandeja. Cualquier interpretación serena de lo ocurrido debería llevar a la conclusión de que el PP no se encuentra ante una crisis cualquiera, sino ante una crisis de su modelo de partido. Ni el liderazgo indiscutible, ni la oposición a machamartillo parecen haber servido para nada.

Un liderazgo perspicaz debería haber recogido el desafío y haber puesto manos a la obra de la reforma del partido. Pero Rajoy no ha hecho nada de eso: ha pretendido aplicar las medicinas tradicionales, manifiestamente inadecuadas: seguir como si no hubiese pasado nada y proceder, de forma un tanto oscura y despótica, a reorientar su política amparándose en la tradicional ambigüedad de los principios, esos principios que unos y otros invocan sin que se sepa bien en qué consisten y en qué políticas deberían traducirse. Rajoy ha actuado como si tuviese una legitimidad de ejercicio indiscutible y como si el futuro fuese pan comido. El problema es que ninguna de estas dos suposiciones es correcta.

La metáfora del dogal se aplica también a la posibilidad de una alternativa, posibilidad que nunca se ha contemplado en serio en un partido dotado de férreos mecanismos de seguridad interna. Por eso resulta ridículo y hasta ofensivo que, desde la cúpula, se reclame el surgimiento de una alternativa que nunca ha podido germinar por culpa de las reglas de juego en vigor. Es posible que, pese a todo, se presente alguna persona con valor, y es también posible que, si acierta a decir las cosas que deben decirse, pueda imponerse en el Congreso frente a una candidatura continuista e ignorante de cuanto ocurre en derredor.

Aunque Mariano Rajoy intente una última jugada de unidad, convocando a todos sus líderes a la dirección, la cuesta abajo será imparable si el PP no reflexiona a fondo sobre las razones de lo ocurrido el 9 de marzo, con la amenaza de que costará mucho tiempo recuperar las posiciones perdidas. Porque esa unidad será ficticia si, como parece, lo que ahora pretende Rajoy no pasa de ser una adaptación al paisaje similar a la emprendida por Fraga en los 80, muy propia de políticos profesionales, pero terriblemente inadecuada para hacer realidad el deseo de millones de españoles ansiosos por poder elegir algo distinto a lo que ahora nos gobierna.

José Luis González Quirós es analista político.

El ferrocarril fue un factor decisivo de innovación en la segunda mitad del siglo XX. Sus vías hicieron posible el florecimiento de las ciudades, pero, andando el tiempo, ese mismo trazado se convirtió en un dogal de hierro que dificultó su crecimiento. La constatación de este hecho nos ofrece una metáfora aplicable a la situación del Partido Popular. El partido de la derecha ha crecido y ha llegado muy arriba gracias a dos factores que ahora le complican la vida. El primero de ellos ha sido la unidad en torno a un liderazgo por encima de cualquier cuestionamiento y, el segundo, una cierta indefinición ideológica, más comprensible por lo que rechaza que por lo que promueve.

Mariano Rajoy Manuel Fraga