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La historia, maestra de la vida
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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La historia, maestra de la vida

En las últimas semanas he escuchado a varios historiadores comparar la situación política contemporánea con la crisis de la restauración. A nadie se le escapan las

En las últimas semanas he escuchado a varios historiadores comparar la situación política contemporánea con la crisis de la restauración. A nadie se le escapan las diferencias, pero la comparación no siempre se puede hacer con ventaja para el presente. ¿Tenemos motivos reales para quejarnos de nuestro régimen político? Con frecuencia se escuchan quejas contra la corrupción, pero, pese a la larga y cruel crisis que estamos atravesando, no ha cundido todavía la idea de que el sistema, como tal, sea ineficiente, y se acepta de buena gana, por decirlo a la manera churchilliana, que la democracia es el peor de los sistemas, excluidos todos los demás. 

Nuestro riesgo está no en una deslegitimación, digamos, teórica de la democracia, sino en que, partiendo de tener el método ideal para gestionar las querellas políticas, nos resignemos a admitir que nuestros problemas no tienen remedio, y nos entreguemos al fatalismo. La crisis económica, la ausencia de un modelo de crecimiento, y el proceso de desmembración del Estado son los campos en que parece más fácil rendirse al pesimismo porque, en efecto, no se ve por parte alguna el impulso capaz de superarlos. No disponemos de proyectos capaces de crear esperanzas y de suscitar el esfuerzo y el sacrifico que podrían realizarlas. En la dieta gubernamental todo se reduce a una seca contabilidad, y a mirar para otro lado cuando el envite secesionista, que sería ingenuo creer neutralizado, se pone especialmente bravo.

Tras casi cuatro décadas, el trabajo de los partidos se ha simplificado acaso más de la cuenta. Les basta con enfrentarse entre sí con fingido vigor para que se ponga en pie una nube de partidarios que saca al adversario de la poltrona hasta que se repite el ciclo, mientras que problemas muy graves de la sociedad española, como la justicia, la educación, la universidad, el empleo, o una distribución territorial razonable del poder, ni se resuelven ni mejoran

En plena crisis del turnismo, Ortega ensalzó “la política por excelencia”, que, según el filósofo, es lo que se puede hacer desde el Estado, que es una máquina, por la Nación, que es una realidad histórica, cuando se actúa con reflexión, clarividencia, apreciando la complejidad y teniendo visión de futuro, y cuando, además, se tiene tacto, preocupación por la justicia y buen sentido administrativo. Para el joven Ortega, esa manera de hacer política “a lo grande” consistía en  procurar lo que él llamaba menos ventajas para el Estado y mayor vitalidad para los ciudadanos, algo que hoy podríamos traducir con una fórmula muy simple: que la clase política deje de mirarse el ombligo y se ponga a pensar en serio en la sociedad a la que tiene que servir, porque esa es la queja esencial que ahora recorre la sociedad española de arriba abajo.

Tras casi cuatro décadas, el trabajo de los partidos se ha simplificado acaso más de la cuenta. Les basta con enfrentarse entre sí con fingido vigor para que se ponga en pie una nube de partidarios que saca al adversario de la poltrona hasta que se repite el ciclo, mientras que problemas muy graves de la sociedad española, como la justicia, la educación, la universidad, el empleo, o una distribución territorial razonable del poder, ni se resuelven ni mejoran. Lo único seguro es que ganarán unos u otros, pero no acaba de estar claro qué ganamos todos. No se trata sólo de que la corrupción moleste a los españoles, sino de que les crece la sensación de que la política se ha convertido en una actividad que juega con los problemas pero no los resuelve, que se preocupa de que todo cambie para que todo siga igual.

Los partidos son la pieza clave de la maquinaria política, y desde que se decidió que debían vivir del presupuesto público se han convertido en una pieza más del Estado. Al hacerlo, han perdido contacto con la sociedad a la que deberían servir, y de cauce se han hecho presa, un mecanismo de control por el que nada fluye. Al crecer la escisión entre los partidos y la sociedad civil, la política deja de tener objetivos, tan solo aparenta tenerlos, y eso hace especialmente fácil cambiar de programa cuando se llega al gobierno, el único programa que realmente importa.

Así ocurría en la Restauración, camarillas bien organizadas que se sucedían y se complementaban mientras el país languidecía. Así ocurre ahora, y seguirá ocurriendo mientras no se proceda a cambiar la manera de hacer política. La diferencia esencial entre nuestra situación y la de hace casi cien años es que el conglomerado de intereses y de empleos baldíos que se ha creado tras décadas de clientelismo es completamente insoportable para una sociedad que se asombra de no poder con tal peso, que padece unos impuestos abusivos, y que se ve incapaz de alimentar tantas manos muertas. La alternativa es muy clara: o el sistema se reforma desde dentro, lo que no será fácil, o se hundirá y se llevará por delante al país porque ya no será capaz de sostenerlo. Hacen falta políticos que sepan ponerle el cascabel al gato y darse cuenta de que la democracia ha de suponer algo más que un reparto de prebendas entre los beneficiados, que sólo puede florecer mediante una competencia real entre ciudadanos libres, y no puede limitarse al coto cerrado de unos pocos. Sería ideal que aprendiéramos a hacerlo por puro buen sentido, pero, de no ser así, habrá que promover una ley que lo imponga, si es que en el futuro queremos contarlo sin vergüenza y sin lágrimas.

*José Luis González Quirós es analista político

En las últimas semanas he escuchado a varios historiadores comparar la situación política contemporánea con la crisis de la restauración. A nadie se le escapan las diferencias, pero la comparación no siempre se puede hacer con ventaja para el presente. ¿Tenemos motivos reales para quejarnos de nuestro régimen político? Con frecuencia se escuchan quejas contra la corrupción, pero, pese a la larga y cruel crisis que estamos atravesando, no ha cundido todavía la idea de que el sistema, como tal, sea ineficiente, y se acepta de buena gana, por decirlo a la manera churchilliana, que la democracia es el peor de los sistemas, excluidos todos los demás.