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La España miedosa y encastillada
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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La España miedosa y encastillada

El lenguaje político abunda en equívocos. Este hecho básico hace que, entre españoles, baste la repetición de unas cuantas palabras para pasar por mediano ideólogo. Con

El lenguaje político abunda en equívocos. Este hecho básico hace que, entre españoles, baste la repetición de unas cuantas palabras para pasar por mediano ideólogo. Con tal uso, las palabras se convierten en estandartes, de modo que importa poco lo que se quiera o pueda decir con ellas, porque lo decisivo es colocarse detrás de la enseña adecuada, ser de los nuestros y decir “privatización” para no decir, ni bajo pena de muerte, “reducir el gasto y racionalizar la gestión”. Si valiera el anterior ejemplo, ya se ve que lleva cierta ventaja dialéctica quien use un único término frente a quienes tengan que recurrir a un eslogan algo más complejo, aunque solo sea de siete palabras, porque la contundencia siempre vence a las perífrasis. Pudiera parecer que esta clase de procesos de simplificación obedecen a una cierta lógica de los discursos, a conveniencias retóricas, y en alguna medida así es, pero lo que es realmente importante es su función estratégica, su conversión de la palabra en instrumento de lucha. Cuando esto sucede, lo grave es que una cierta manera de entender la democracia empieza a padecer y corre serios riesgos, sencillamente porque se ha dejado de hablar, o se habla para no decir nada.

En este primer trimestre de 2013, los españoles no nos hablamos con nadie y estamos empeñados en una estupenda batalla de todos contra todos. Muy característico de esta situación es que los discursos oficiales se hayan convertido en una pura vaciedad, en la repetición de fórmulas gastadas, de tópicos que a nadie mueven, y, empezando por el Rey, casi todo el mundo está siendo víctima de este proceso de encastillamiento: cada loco con su tema, sin que nadie escuche ni conteste, porque solo se repite una y otra vez lo que ya se ha dicho en otras mil ocasiones.

Hace falta política, hablar en serio, y hay que hacerlo ya, empezando por arriba, pero con la voluntad de construir de una vez, y desde abajo, la democracia verdadera sin tapujos con la que venimos soñando hace ya más de medio sigloEste disonante concierto hace que la política, el arte de resolver problemas reales negociando con intereses contrapuestos, empiece a estar de más, precisamente porque se echa de menos el dar verdaderas razones, el intento de persuadir, y porque nadie parece atreverse a decir lo que verdaderamente piensa, con la posible excepción de Ignacio González, que ha confesado necesitar una ley de huelga, no sea que la gresca suba desmedidamente de tono, de modo que el miedo, una actitud que creíamos haber superado tras la transición, lleva a que unos y otros sigan cultivando eufemismos y sacando brillo a consignas ya muy gastadas para hacer casi siempre lo contrario de lo que deberían hacer, de tomarse mínimamente en serio lo que dicen.

Esto produce situaciones casi surrealistas, como la del chiste de Woody Allen: -“Tengo un hermano que se cree que es una gallina”; -“¿Porqué no lo llevas a un psiquiátrico?”; –“Es que necesito los huevos”. Por poner un solo ejemplo, díganme si, ante el secesionismo catalán, cada vez más obvio, no parece como si alguien necesitase de verdad esos huevos delirantes; Wert, por ejemplo, que les va a pagar un colegio privado a los españolitos que no puedan escolarizarse en su lengua en Cataluña.

España necesita urgentemente que todos salgamos de nuestros castillos y nos pongamos a hablar, a pelear, cuando sea necesario, y lo es muchas veces, porque este ejercicio de repetición de monsergas y mentiras no lleva a ninguna parte. Bueno, sí que lleva: conduce raudamente a una deslegitimación, que pronto puede ser irreversible, de las instituciones políticas y sindicales, porque el eufemismo no atenúa, sino que amarga, la crudeza de las situaciones que padecen los que no tienen la fortuna de vivir en el reino de las palabras huecas, en especial cuando hay motivos para sospechar que tanta palabra vana pueda ser un ejercicio de distracción para perpetrar alguna nueva ratería, algún indulto, exención de proceso, o cualquier nueva subida de la luz.

Encastillamiento y rutina política impiden que haya energía para resolver los problemas que realmente importan. El sistema español había alcanzado una cierta eficacia con su variante democrática del despotismo, y ha podido mantenerse hasta la fecha con el engrase del dinero barato y del gasto sin control. Como quiera que esto se ha puesto mucho más difícil, es inverosímil que todo pueda seguir igual, solo que ahora operando sin anestesia. Los problemas no se van solos y, en un clima de ausencia de libertad política, los secesionistas catalanes quieren su Ínsula Barataria, y los etarras están al acecho para cambiar armas por medallas. Un sistema muy endeble no resistirá el envite combinado de fuerzas tan heterogéneas sin la convicción y el auxilio decidido del pueblo soberano. Pero para que este se movilice hay que dejar de contarle el cuento de la lechera, porque hace ya tiempo que se rompió el jarro. Hace falta política, hablar en serio, y hay que hacerlo ya, empezando por arriba, pero con la voluntad de construir de una vez, y desde abajo, la democracia verdadera sin tapujos con la que venimos soñando hace ya más de medio siglo.

*José Luis González Quirós es analista político

El lenguaje político abunda en equívocos. Este hecho básico hace que, entre españoles, baste la repetición de unas cuantas palabras para pasar por mediano ideólogo. Con tal uso, las palabras se convierten en estandartes, de modo que importa poco lo que se quiera o pueda decir con ellas, porque lo decisivo es colocarse detrás de la enseña adecuada, ser de los nuestros y decir “privatización” para no decir, ni bajo pena de muerte, “reducir el gasto y racionalizar la gestión”. Si valiera el anterior ejemplo, ya se ve que lleva cierta ventaja dialéctica quien use un único término frente a quienes tengan que recurrir a un eslogan algo más complejo, aunque solo sea de siete palabras, porque la contundencia siempre vence a las perífrasis. Pudiera parecer que esta clase de procesos de simplificación obedecen a una cierta lógica de los discursos, a conveniencias retóricas, y en alguna medida así es, pero lo que es realmente importante es su función estratégica, su conversión de la palabra en instrumento de lucha. Cuando esto sucede, lo grave es que una cierta manera de entender la democracia empieza a padecer y corre serios riesgos, sencillamente porque se ha dejado de hablar, o se habla para no decir nada.